De repente todo quedó oscuro como boca de lobo. Lo último que Elisa vio fue que Jule se inclinaba sobre el vientre de Annelie.
Con sumo esfuerzo, la joven había conseguido incorporarse y ahora se frotaba las extremidades, que le dolían. Solo entonces se dio cuenta de que Annelie ya no gritaba. Tal vez porque se había desmayado, tal vez porque, entretanto, la tormenta era tan fuerte que su bramido enmascaraba cualquier otro sonido.
Por lo menos la oscuridad no era absoluta. Elisa no estaba segura de a qué se debía: si sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, si alguien había encendido una lámpara o si el viento, con su fuerza, había arrancado una de las vigas. En cualquier caso, empezaron a surgir ciertos contornos en medio de la negrura y en cuanto pudo reconocer algunas cosas, vio que una caja venía volando en dirección a ella. Pudo echarse a un lado a tiempo. Con un estampido tremendo, la caja fue a chocar contra una de las literas, que se estremeció con violencia.
—¡Escuchad todos! —resonó de repente a espaldas de Elisa. Era una voz potente—. ¡Escuchad todos! —Era Fritz Steiner, que asumía el mando—. Es probable que las cuerdas con las que están atados los baúles y las maletas se rompan. ¡Qué cada hombre examine su equipaje y, si es necesario, lo ate con más fuerza! ¡Las mujeres se quedarán con los niños en los camarotes y los sujetarán con ambas manos!
Para asombro de Elisa, todos los demás se plegaron a las órdenes del joven; nadie alzó la voz para poner una objeción, tal vez porque era del todo inútil clamar algo contra la furia de la tormenta. Hasta el propio Lambert Mielhahn se acercó adonde estaban sus maletas para examinar las cuerdas.
Emma, por su parte, había soltado nuevamente a sus hijos y se había metido debajo de la manta. Los dos pequeños estaban aferrados el uno al otro: Viktor con la cara blanca como el papel; Greta con una sonrisa de sarcasmo. O por lo menos eso le pareció a Elisa cuando su mirada se posó brevemente en la niña; aunque también podía ser que estuviese equivocada. Bien mirado, era imposible que la niña se estuviera riendo en un momento así.
Rápidamente, Elisa corrió hasta la litera de Jule para sujetarle la mano a Annelie. Entonces notó que, entretanto, Jule le había subido las faldas a su madrastra y estaba haciendo algo entre sus piernas. El vientre atormentado de Annelie sufrió un espasmo y sus uñas se clavaron profundamente en la carne de Elisa.
—¡Dale un pedazo de madera para que no se muerda la lengua! —le indicó Jule. Pero antes de que Elisa pudiera moverse, Christine se presentó con lo solicitado. Annelie, sin embargo, negó con la cabeza cuando la madre de Poldi le puso el trozo de madera ante los labios.
—Richard… —dijo con sumo esfuerzo; Elisa apenas podía entenderla—. Richard debería saber que…
No pudo seguir, pues en el instante siguiente resonó un nuevo estampido ensordecedor: involuntariamente Elisa la soltó, se agachó y ocultó la cabeza entre las manos. Cuando se incorporó de nuevo, se dio cuenta de que los pilares de una de las literas se habían partido en dos: la madera estaba demasiado podrida para resistir los violentos bandazos del barco. Pero lo grave no fue solo que las personas que dormían en esa litera se vieran arrojadas de sus camas, sino que la fuerza con que se habían partido aquellos pilares había hecho que también se rompieran los tablones colocados bajo las vigas inferiores que separaban la entrecubierta de la cubierta de doble fondo. Un agujero se abría no muy lejos de donde estaba Elisa y el grito de temor que llenó entonces el entrepuente quedó reforzado por los gritos llegados desde abajo, donde dormían los pasajeros de menos recursos.
Otras dos mujeres cayeron de sus camas, pues, a causa del susto, habían olvidado atarse.
El griterío era caótico, más intenso aún que los crujidos y los aullidos del viento; entonces Jule, de repente, se incorporó y gritó a todo el recinto:
—¿Alguno de vosotros se ha roto el cuello? Si no es así, entonces es mejor que no gritéis. En fin, ¿os habéis tranquilizado todos? ¿Sí?
Sus enérgicas palabras surtieron efecto. En realidad, fueron varias las bocas que se cerraron de golpe, perplejas ante la dureza de aquella mujer.
—Richard —volvió a balbucear Annelie—; Richard debería saber lo que ha sucedido. Debería…
—Los hombres nunca están presentes en los partos, sean estos fallidos o no —la interrumpió Jule.
Elisa vio que Christine hacía un gesto negativo con la cabeza:
—¿Es que no ves que esa chica tiene un miedo de muerte?
—¿Acaso pretendes tú ir a buscar al marido? —preguntó Jule.
¿Se habrían dado cuenta las dos mujeres de que, en medio del pánico, habían empezado a tratarse de tú?
Elisa se irguió rápidamente.
—Yo puedo hacerlo —dijo aliviada por poder ser útil en algo más aparte de en sostener la mano de Annelie. Se sentía desamparada, sobre todo al ver que Jule, a diferencia suya, parecía saber muy bien qué era preciso hacer.
Annelie asintió débilmente, su mano cayó sin fuerza sobre el lecho.
—Sí, Elisa, por favor… Tráelo.
Elisa no esperó a que Jule expresara su aprobación, sino que salió andando a tientas en dirección a la escalera que conducía hacia arriba, siempre pendiente de sujetarse a alguno de los pilares de las literas.
Cuando llegó a los escalones, le salió al paso un olor muy desagradable.
Cuando vio que este procedía del vómito y de la orina que llenaba las seis letrinas, le entraron ganas de vomitar.
Por ninguna parte se veía al marinero que la había retenido antes, de modo que pudo empezar a subir.
El primer escalón estaba resbaladizo. Y ahora que ya no había pilares a los que sujetarse, fue apoyándose en las paredes que estaban a derecha e izquierda. ¿Acaso el vaivén había empeorado? ¿O solo se lo figuraba? En cualquier caso, todavía no había resbalado, continuaba subiendo cada vez más. Sin embargo, el aire que se respiraba no era más fresco ni había tampoco más luz y, al llegar arriba, se dio cuenta de por qué. Alguien había cerrado la puertecilla que daba acceso a la entrecubierta. Desesperada, golpeó contra ella.
—¿Hay alguien ahí? —gritó oponiendo su voz a los aullidos de la tormenta—. ¡Abridme!
Nadie acudió en su ayuda, pero cuando golpeó la madera con más fuerza, vio que se había abierto una rendija del ancho de un dedo. Solo tenía que empujar la puertecilla con todo el peso de su cuerpo y así podría desplazar el tablón hacia un lado. Gemidos y sollozos acompañaron su esfuerzo. Astillas de la madera se le clavaban en la piel y el agua le salpicaba la cara, pero ella no prestó atención a nada de eso, hasta que por fin consiguió lo que quería. Entonces inspiró profundamente y aspiró aquel aire fresco y salobre, aunque no pudo disfrutarlo por mucho tiempo. En el instante siguiente, una ola del agua acumulada en el pasillo de primera y segunda clase se abalanzó sobre ella y le golpeó la cabeza. Era como si le pegase un hombre muy fuerte. Jamás había sospechado que la fuerza del agua pudiera causar tanto dolor. Le retumbaba la cabeza, resbaló y cayó dos escalones. Auténticas cascadas de agua manaban hacia abajo. Elisa luchó por incorporarse, se abrió paso, con fuerza, a través del pasillo. Una nueva ola la alcanzó, pero esta vez consiguió tomar aire a tiempo. Y cuando por fin pudo ponerse en pie, el agua pareció afluir sobre ella desde todos los rincones. Como a través de un velo, vio gente correr. La puerta de acceso a la cubierta superior estaba abierta de par en par: probablemente la tormenta la hubiese arrancado de cuajo, así que ahora el agua podía fluir hacia el interior sin ningún tipo de obstáculo. Más tarde se enteraría de que, en ese mismo momento, un marinero se había desplomado desde el mástil central sobre el camarote forrado de latón y de que el capitán había hecho atar al timonel al timón, para que el barco siguiera avanzando a pesar de las altas olas. La lámpara de la brújula se apagó y el mástil de la vela principal golpeó en la dirección opuesta.
—¡Padre! —gritó Elisa. Le zumbaban los oídos. El agua del mar le quemaba la cara y las manos heridas—. ¡Padre!
Ya en más de una ocasión había notado que una violenta sacudida había atravesado el barco de punta a punta y ahora creía que iban a naufragar definitivamente. De pronto, el suelo desapareció bajo sus pies. Elisa intentó agarrarse en el vacío, sin saber dónde estaban el techo y el suelo, y terminó rodando por el pasillo, en dirección a la salida de la cubierta. Ya estaba segura de que iba a caer al vacío, de que iba a ser lanzada por encima de la barandilla, y ya sentía cómo aquellas aguas negras rompían sobre ella. Pero de repente unas manos la agarraron. Elisa había olvidado respirar en todo ese tiempo, así que tomó aire. Sintió un ardor en la garganta, seguramente había tragado agua salada.
—¡Dios mío, Elisa! ¿Dónde estabas? —La voz que le hablaba con insistencia era la su padre, pero no eran sus manos las que la habían agarrado. Era Cornelius quien la sostenía con firmeza, protegiéndola. Elisa se aferró al joven y por un brevísimo instante no sintió ni dolor ni frío, solo un gran alivio y una profunda sensación de bienestar.
—Te he estado buscando. El señor Suckow, finalmente, me ha prestado su ayuda —le gritó su padre—. También Annelie se ha marchado del camarote. ¿Sabes dónde está?
Elisa quería responder, pero solo pudo emitir un graznido. Sin decir palabra, señaló en dirección al entrepuente y Richard salió corriendo hacia abajo sin hacer más preguntas. Mientras lo seguían, Cornelius no la soltó. Ya en el pasillo, se vieron lanzados varias veces de un lado a otro; probablemente el cuerpo de la joven ya estaría lleno de moratones, pero ella y Cornelius consiguieron bajar por aquellos resbaladizos peldaños sin romperse un hueso.
Cuando llegaron abajo, Elisa tuvo la sensación de que el barco ya no se sacudía tanto y de que el aullido del viento ya no era tan ensordecedor como antes. ¿Habría amainado la tormenta, por fin?
Richard se abalanzó sobre la litera en la que estaba tumbada Annelie y gritó el nombre de su joven esposa.
—¿Qué ha pasado? ¡Por Dios! ¿Qué es lo que ha pasado?
Elisa vio cómo tomaba la mano de Annelie y se la apretaba con fuerza. Su madrastra apenas reaccionó; no consiguió alzar la cabeza, aunque era obvio que lo intentaba. Tenía los labios heridos de tanto mordérselos y su cara estaba más pálida que antes.
—Ha perdido el niño, pero ella vive. Lo que no sé es por cuánto tiempo —informó Jule al marido escuetamente.
A Elisa le fallaron las piernas. Estaba segura de que se hubiera caído si Cornelius no la hubiera estado sujetando.
Jule examinó al joven con cierto desdén.
—Si conseguís subir de nuevo sin que las olas os arrastren fuera del barco y os ahoguéis, sería esta una buena ocasión para ir en busca de tu tío. Esta pobre mujer ha solicitado más de una vez los servicios de un párroco. Y el responsable de la curación de las almas es él, no yo.
Elisa estaba en lo cierto: la tormenta, en efecto, se había debilitado. Una luz clara llegaba desde lo alto; el cielo, oscuro hasta entonces, parecía despejarse. Los crujidos del cuerpo de la nave, que habían estado sonando hasta entonces, como si aquella fuera a partirse violentamente en dos, eran ya apenas más intensos que un suspiro.
No obstante, mientras subían, siguieron cayendo masas de agua sobre ellos. Los peldaños de madera estaban empapados y esta vez Elisa no pudo evitar resbalar y dar un vuelco hacia atrás. Creyó que iba a caerse y soltó un grito, pero Cornelius, una vez más, consiguió sujetarla. Estaban muy apretados el uno contra el otro y así permanecieron mucho más tiempo del necesario. Y fue en ese momento cuando Elisa comprendió lo que, en verdad, había sucedido.
—Es culpa mía que Annelie haya perdido a su hijo —dijo la joven—. No es solo culpa mía, pero sí en parte —se corrigió.
Hasta ese momento había estado paralizada por el miedo y el horror, y ahora las piernas le temblaban. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó, horrorizado, Cornelius—. Has sido de gran ayuda y el hecho de que ella haya abortado…
La joven negó con la cabeza vigorosamente.
—En secreto, he estado deseando que ella desapareciera. Ella y el niño.
Él no la soltó, sino que la apretó más contra él. Aunque Jule les había pedido que fueran a buscar a su tío, Cornelius no mostraba ninguna prisa.
—A veces tenemos pensamientos oscuros —dijo él en voz baja—. Cierto que sería mucho más fácil vivir si estuviéramos exentos de ellos. Sin embargo, son solo pensamientos. Tú jamás le habrías hecho nada malo a tu madrastra. ¡Y, sobre todo, lo que cuenta es que está viva!
—Pero el niño… —Elisa negaba todavía con la cabeza. Los dientes le castañeteaban a causa del frío y la alteración—. Me puse tan furiosa cuando supe que estaba embarazada… Mi padre me mandó a buscar al médico de a bordo y yo le respondí con palabras malvadas. Palabras terribles. Y ahora…
—Ya sé por lo que estás pasando, Elisa, lo sé muy bien…
Cornelius se interrumpió y ella se separó de él para poder mirarlo a la cara. Su pelo, normalmente tan bien peinado, estaba revuelto. Ella no quería ni pensar en cómo estaría el suyo, pues sentía que los mechones húmedos y pegajosos caían por su espalda.
—Sí —se reafirmó él—. Sé lo que es sentirse culpable por haber sido muy injusto con alguien. Yo, una vez… Yo tuve…
Otra vez Cornelius se detuvo un instante, pero luego continuó, con voz más decidida:
—Una vez tuve una terrible discusión con mi madre, que se llamaba Cornelia. En realidad, teníamos una relación muy estrecha, éramos como una comunidad secreta, solo mi tío Zacharias formaba parte de ese cerrado círculo. Sin embargo, a veces sentía una rabia infinita contra ella. Porque… yo no conozco a mi padre. Mi madre no estaba casada cuando se quedó embarazada. Él, por lo visto, le prometió matrimonio, pero luego la abandonó cobardemente. Soy un hijo bastardo. —Pronunció aquella palabra entre dientes, con desprecio, con rabia y preocupación. Las lágrimas vencieron a Elisa. Su propia pena, tan profunda, era reciente, violenta. Sin embargo, los sentimientos que crecían en él debían de haberlo estado amargando durante muchos años. La carga que él llevaba consigo era más pesada que la suya propia. Sentía una lástima infinita por él e, espontáneamente, alzó la mano para colocarla en su mejilla. Él no apartó la cara, pero sí que bajó la mirada cuando siguió contando—: Me hubiera gustado ser pastor, como mi tío. Pero el hecho de haber nacido fuera del matrimonio me cerró las puertas para formarme como pastor. Y fue entonces… Fue entonces cuando empecé a maldecir a mi madre. Le dije cosas terribles, cosas imperdonables. Poco tiempo después lo sentí muchísimo. Quise hablar con ella para pedirle perdón, pero ella murió. Sucedió muy de repente, sin previo aviso, pues no presentaba síntoma alguno de enfermedad. Solo tenía el corazón débil, me dijo el médico más tarde, y ese corazón, un buen día, dejó de funcionar.