Solo hubo una persona que conservó la voz clara, tranquila y capaz de impartir órdenes.
—¡Qué no haya tumultos ni prisas! —se oyó decir a Juliane Eiderstett, que daba instrucciones—. ¡Id tranquilamente hacia arriba! ¡Y dejad vuestras maletas y baúles aquí! ¡No podéis salvar vuestras pertenencias!
Algunos la escuchaban, otros no.
Cuando su padre la empujó hacia la escalera, Greta se dio la vuelta por última vez. Christine Steiner estaba llamando a sus hijos. En cuanto los vio, se inclinó hacia ellos y abrazó a la pequeña Katherl; Greta no pudo recordar un momento en el que su propia madre la hubiera cogido entre sus brazos de un modo tan cariñoso.
Ahora la niña reía y tosía a un tiempo. Christine estaba tan ocupada con sus hijos que no se dio cuenta de que el anciano Steiner estaba tumbado todavía en su litera. Presa del miedo y el pánico, se había metido allí como si aquel fuera el único lugar seguro. Jakob Steiner, a quien Greta apenas había oído decir una palabra y quien, a pesar de ser mucho más joven que su padre, se parecía bastante a él, gritó con todas sus fuerzas, desesperado:
—¡Vamos, padre, ven! ¡Ven!
Lambert le había gritado a Emma con un tono de pánico similar.
El viejo Steiner no se movió, tampoco lo hizo cuando el catre empezó a arder. Tenía la boca desmesuradamente abierta, pero de ella no salía ningún sonido.
Tampoco Emma gritó; permaneció allí sentada, muy tranquila. Desde la distancia a la que estaba, Greta no podía decir con exactitud si algún ápice de temor había penetrado en aquella mirada inexpresiva. Pero sí pudo distinguir algo, y pudo distinguirlo bastante bien: la boca de su madre estaba torcida. Parecía estar riendo, como ella.
Elisa soñó con Cornelius. Al principio, no sabía quién era el que caminaba a su lado y le sujetaba la mano, solo sabía que aquello de no estar sola la hacía sentir bien. Avanzaban a través de un bosque con los árboles muy altos y muy pegados los unos a los otros, hasta el punto de que la luz apenas llegaba al suelo embarrado. Elisa se habría sentido irremediablemente perdida si se hubiese visto sola en aquel paraje inhóspito, pero allí estaba aquella mano que la guiaba y ahí estaba Cornelius junto a ella. Se sintió tan dichosa que sonrió en el sueño. Sin embargo, de repente, entre los tupidos árboles y los matorrales se levantó una niebla que se lo tragó todo. Dejó de ver, siguió avanzando, dando tropiezos, aferrándose cada vez con más firmeza a aquella mano, hasta que llegó un momento en que dejó de sentirla. Él se había ido. Cornelius se había ido.
Cuando se despertó, Elisa gritó su nombre con la garganta atenazada y entonces comprobó aliviada que no deambulaba perdida por ninguna selva oscura, sino que estaba a salvo en su litera. Pero entonces vio que la niebla salía de su sueño: solo que no era niebla, sino humo.
Annelie también lo había olido. Subía de las rendijas del suelo y, dado que ella ocupaba la cama de abajo en la litera, se vio envuelta en él muy pronto. Y al igual que Elisa, olisqueó el aire.
—¿Qué es eso?
Por fin la modorra y las pesadillas dejaron a Elisa en paz. La joven, temerosa, miró a su padre, que se frotaba los ojos, confundido. En el instante siguiente se desató el ruido: gritos agudos que venían de la entrecubierta; pasos agitados que resonaban por el pasillo. Richard saltó de su cama, pero antes de que pudiera abrir la puerta del camarote, alguien la abrió desde fuera.
El camarero con cuerpo de armario casi cayó, literalmente, dentro de la cabina.
—¡Fuego! —gritó—. ¡Rápido! ¡Tenemos que bajar todos del barco! ¡A los botes salvavidas!
Annelie tosió y dirigió a Elisa una mirada temerosa.
Richard, por su parte, se quedó inmóvil, sin hacer nada, desconcertado.
—¡Vamos, venga! —le gritó el camarero, que a continuación lo tomó por los hombros e intentó arrastrarlo con él—. ¡A los botes!
—No, no puedo hacer eso… Todo nuestro equipaje…
Hasta ese preciso instante, Richard von Graberg había estado como petrificado, pero entonces empezó a forcejear con el camarero para librarse de él. Incluso llegó a pegarle algunos puñetazos, a fin de soltarse de la firme presión de sus manos. En su cara, la confusión había dejado sitio al pánico.
El camarero retrocedió.
—Por lo que a mí respecta —dijo el camarero entre gruñidos—, si preferís achicharraros aquí, no os lo impediré.
Dicho esto, salió en dirección al siguiente camarote. El hecho de que aquel hombre se mostrara tan indiferente respecto a su destino hizo que Richard recobrara el buen juicio.
—¡Poneos ropa que os abrigue! —exclamó.
Annelie ya se había levantado y se había metido en su abrigo. Elisa la imitó, aunque las manos le temblaban tanto que no fue capaz de atarse la capucha. Richard, por su parte, se dio la vuelta buscando algo.
—Yo ni siquiera sé… —dijo balbuceando— dónde están mis cosas…
—¡Coge la manta! —le ordenó Annelie escuetamente, antes de precipitarse fuera del camarote. Elisa la miró con asombro: ¿cómo era posible que la más callada de los tres, aquella mujer normalmente tan temerosa y débil, fuese ahora la que actuaba con más decisión?
—Padre…
Richard ya se había echado la manta sobre los hombros.
—Vayamos a los botes, ya lo has oído.
Caminaron con prisa a lo largo del pasillo y Elisa tuvo la sensación de que con cada paso el calor se hacía más intenso. Los aislados hilillos de humo se fueron entretejiendo hasta formar una nube gruesa y penetrante. Elisa ya casi no podía ver nada, solo sentía en su cuerpo los codos de las personas que pasaban corriendo por su lado y estuvo a punto de tropezar con un niño que lloraba.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba la criatura.
—¡Ven conmigo! —le dijo Elisa, e intentó cogerle la mano—. ¡Yo te llevaré hasta los botes! —Pero entonces el niño chilló aún más y empezó a dar golpes a tontas y a locas a su alrededor.
—Yo me ocuparé —dijo alguien. Elisa no se había dado cuenta de que un marinero se les había acercado y había sentado al niño sobre sus hombros para, acto seguido, desaparecer con él entre la tupida nube de humo.
—¡Continuemos! —los apremió Annelie.
Poco después, pasaron junto al camarote de Cornelius.
—¡Cornelius! ¡Pastor Zacharias! —gritó Elisa.
La puerta estaba abierta, pero cuando ella quiso echar una ojeada dentro para cerciorarse de que los dos habían podido huir a tiempo, Annelie tiró de ella y la arrastró consigo.
—¡No tenemos tiempo! —La sujetaba con firmeza y Elisa se dejó guiar por ella. Poco tiempo después, salieron al aire libre, dando un traspié. El aire de la noche que les dio la bienvenida era frío, pero refrescante, y el firmamento estaba oscuro. ¿Era que se habían escondido las estrellas tras unas nubes negras o era que encima del barco el humo era ya tan denso que se tragaba el brillo de los astros? El mar se extendía liso y tranquilo ante ellos, como un oscuro reflejo del cielo en el que no había nada escrito sobre sus miserias, sobre los gritos y los tumultos del barco. Elisa sintió un vuelco en el estómago y estuvo a punto de caerse, por lo que tuvo que agarrarse con más fuerza de Annelie.
—¡Cornelius! ¡Pastor Zacharias!
No se veía a ninguno de los dos por ninguna parte, pero entonces Elisa vio la figura larguirucha de Poldi, que se abría paso entre la multitud.
—¡Elisa! —le gritó el chico.
—¡Subid al bote! —ordenó Richard empujando a su hija con brusquedad en la otra dirección, antes de que el joven pudiera llegar hasta donde estaban.
Un gran ajetreo reinaba junto a la barandilla de la nave. Los botes salvavidas habían sido desatados de sus anclajes a toda velocidad y se les había dado la vuelta. Algunos marineros ya estaban ocupados en echar el primero al agua. Otros, con órdenes muy escuetas, empujaban a los pasajeros hacia las embarcaciones, mientras que el resto se ocupaba de rechazarlos en cuanto los botes se llenaban.
—¡Elisa! —Por su voz, Poldi parecía lleno de pánico.
Elisa se soltó de su padre y no escuchaba lo que este le gritó a sus espaldas, desesperado, sino que corrió hacia Poldi, que parecía todavía más pequeño y enjuto en medio del tumulto.
—¿Has visto a Cornelius?
La pregunta de Elisa no llegó al chico.
—Mi madre… Mis hermanos… —balbuceó Poldi temblando.
La gente corría caóticamente. Unos cuerpos cálidos se apretujaban contra Elisa, le quitaban el aliento, la arrastraban consigo. Ella caminó dando tumbos, desesperada, a fin de liberarse de aquella estrechez, y también empezó a usar sus codos de un modo implacable.
Por lo menos Poldi había conseguido permanecer cerca de ella.
—Magdalena, Christl, Katherl… Todavía están ahí abajo. En la entrecubierta.
Elisa miró en todas direcciones, buscando, pero estaba demasiado oscuro como para reconocer rostros que le fueran familiares. Allí no encontraría a Cornelius ni a su tío y tampoco a los miembros de la familia Steiner.
—¡Ven! —dijo la joven brevemente, y agarrando a Poldi de la mano, se lo llevó consigo.
Primero él la siguió, pero cuando Elisa se encaminó hacia uno de los botes salvavidas, en el que ya habían tomado asiento Annelie y Richard, él se opuso enérgicamente.
—No puedo hacer eso… Tengo que ir donde mi familia…
Ella lo agarró con más fuerza y siguió tirando de él, implacablemente. Por último, un marino acudió en su ayuda: primero agarró a Poldi y lo empujó suavemente hacia el bote, luego hizo lo mismo con ella. Todas sus extremidades parecieron quebrarse cuando el cuerpo de Elisa golpeó contra la dura madera. Aún no se había recuperado del todo cuando alzaron el bote y lo bajaron por la borda.
—Elisa… Gracias a Dios… —¿Era aquella la voz de su padre o la de Annelie?
Los dos estaban sentados no lejos de ella. Y entretanto también Poldi se había recuperado.
—¡Tengo que regresar donde mi familia!
El bote se balanceó con violencia cuando el chico, en un primer impulso, saltó en una dirección y luego en otra.
Elisa lo agarró de nuevo y lo atrajo hacia ella:
—¡Ahora te quedarás sentado! —le gritó la joven al inquieto chiquillo.
Sus ojos se habían abierto muchísimo, a causa del susto; y aunque ya no se movía, el bote se balanceó todavía con más fuerza. Se oyeron unos chillidos y, en ese momento, Elisa hubiese preferido taparse los oídos.
¿Dónde estaban Cornelius y su tío?
Se dio la vuelta, buscándolos.
—¡Poldi, mira eso!
Elisa señaló hacia otro bote que, en ese momento, era echado al agua no muy lejos del suyo.
No veía a Cornelius en él, pero sí a los Steiner.
Lukas y Christl estaban abrazados el uno al otro, al lado iban sentados Fritz, Katherl y Magdalena, y finalmente estaban Christine y su esposo, Jakob. Christine parecía haberlos visto desde hacía bastante rato, pues los saludaba con gestos enérgicos y les gritaba algo. Elisa no pudo entender sus palabras, pero vio cómo el alivio le cubría la cara en cuanto descubrió a Poldi.
Elisa atrajo al chico un poco más hacia ella.
—¡Está bien! —intentó gritar en medio del ruido. A los chillidos de pánico se habían unido ahora el bramido del fuego y el crepitar y los crujidos de la madera cada vez que una parte del barco se desplomaba.
El aire se tornaba insoportable.
—¿Dónde está el abuelo? —gritó Poldi con voz temerosa.
Un instante después, el bote pegó una sacudida; Poldi soltó un grito cuando dejó de ver a su familia y Elisa tuvo la sensación de que iba a caerse a una negrura sin fondo. De nuevo, otra sacudida meneó el bote; entonces cayó sobre ellos una oleada de agua fría y se le metió a la joven en los huesos. Resoplando, Elisa sacudió la cabeza, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que todo iba a quedar en esa única ola. El bote seguía meneándose con violencia, pero habían llegado sanos y salvos a la superficie del agua.
—Elisa, ¿estás bien? —le gritó su padre.
Tenía el pelo mojado pegado a la cara. Y solo cuando uno de los marineros tomó los remos y, con unos enérgicos golpes, dirigió el bote fuera del perímetro del barco en llamas, la joven sintió que podía respirar de nuevo.
—¡Madre, madre! —gritaba Poldi a su lado.
El otro bote estaba todavía bastante lejos de la superficie.
—¡Todo está bien, Poldi! —lo tranquilizó Elisa—. ¡Estate quieto y sentado!
Sin embargo, inmediatamente después el tumulto de la cubierta se incrementó. Un marinero, el que sostenía la cuerda delantera del bote, recibió un empujón y cayó de espaldas al suelo. Aún pudo mantener agarrada la cuerda, pero la proa del bote se inclinó hacia delante. La embarcación estaba ahora completamente torcida y los pasajeros se aferraban a los bancos dando gritos.
Arriba, en la cubierta, el marinero ya se había incorporado y había recuperado el control. Cinco o seis hombres habían agarrado la cuerda al mismo tiempo e intentaban, con todas sus fuerzas, poner el bote otra vez en posición horizontal.
Ya casi lo habían logrado cuando Elisa vio cómo algo oscuro caía del bote al agua. Creyó que era una pieza de equipaje, no una persona. Pero entonces Poldi gritó lleno de pánico:
—¡Es Katherl! ¡Dios mío, es Katherl! ¡Se ha caído del bote!
Elisa pegó un grito cuando vio a Katherl hundirse y desaparecer en aquellas aguas oscuras. Por un instante, su abrigo, que se había hinchado durante la caída, sostuvo a la niña sobre la superficie del agua, pero en cuanto la pesada tela se empapó, Katherl se hundió como una piedra. Elisa no podía distinguir si la chica se resistía o pataleaba.
—¡Katherl! —gritaba Poldi—. ¡Katherl!
A continuación, Elisa vio cómo dos sombras oscuras saltaban a las profundidades y chocaban contra el agua con un sonoro golpe.
—¡Santo Dios! —le gritó en pleno oído una mujer a la que no conocía. Por lo visto, creyó lo mismo que Elisa: que otros dos pasajeros se habían caído del bote salvavidas y que se iban a ahogar sin remedio. Pero, a diferencia de lo que le había sucedido a Katherl, aquellos dos hombres no se hundieron en las profundas aguas. Primero se mantuvieron a flote dando unas brazadas y luego se sumergieron en busca de la niña desaparecida.
—¡Dios santo! —repitió la mujer—. ¡Saben nadar!
Aunque el bote seguía meciéndose con fuerza, Elisa se inclinó hacia delante para ver mejor. Durante un rato el mar se mantuvo inmóvil. Pero entonces se encrespó y los dos hombres emergieron resoplando en la superficie, primero uno, luego el otro, y ambos se volvieron a sumergir de inmediato. Eran Fritz y Cornelius.