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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (23 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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«Cornelius… Dios mío… Cornelius…»

Si él se había ahogado, ¿cómo iba ella a soportarlo? ¿Cómo iba a poder seguir viviendo sin él?

Sabía con toda certeza que jamás se había sentido tan bien con nadie, tan arropada, tan a gusto. También sabía que él despertaba en ella sentimientos poderosos: añoranza, alegría de vivir, compasión y desconcierto, esperanza y confianza. Sin embargo, solo ahora comprendía que todos esos sentimientos la colmaban de un modo tan pleno que, sin él, lo único que quedaría de ella sería una sombra perdida, miserable, y ni un ápice de su fuerza vital, de su voluntad de hierro.

Elisa se enjugó las lágrimas y, al hacerlo, los ojos se le llenaron de sal y de arena. Aquello quemaba como el fuego y durante un rato, no estuvo en condiciones de ver nada; más tarde, la imagen que vio era tan borrosa que parecía oculta tras una pared de niebla. Pero la sombra que de repente se inclinó sobre ella, esa sí que la reconoció. No habría podido decir cómo, ya que no pudo determinar su estatura ni los rasgos de su rostro, pero al instante estuvo segura: él estaba allí.

—¡Cornelius!

—¡Elisa!

Una vez más el sol la cegó, justo en el momento en que el joven Suckow le tendía los brazos, la agarraba y la levantaba; pero más intensa que los rayos del astro rey era, sin embargo, esa abrumadora sensación de dicha que la embargó.

—¡Gracias a Dios que estás aquí! —La voz de él sonaba preocupada, tal vez hubiera estado buscándola en vano durante bastante rato, igual que ella a él.

—Sentí tanto miedo por ti… —dijo ella balbuceando.

—No vi si habías conseguido subir a uno de los botes.

—¿Y tu tío? ¿Qué ha pasado con tu tío?

—Está bien… Sin embargo, hay otros tantos… —Cornelius se interrumpió.

Ella asintió con gesto triste.

—Emma Mielhahn ha muerto. Y también el abuelo de la familia Steiner.

—Lo sé —dijo él—, pero ¿y Katherl…? ¿Por lo menos ella está bien?

Elisa hizo un gesto de incertidumbre con los hombros.

—No estoy muy segura. Es cierto que respira de nuevo, pero tiene la mirada tan vacía… Vi cómo te sumergiste para salvarla. Yo… Apenas podía soportar la idea de que no pudieras salir a flote de nuevo. Estoy tan contenta de que tú…

Elisa calló, no podía expresar con palabras el alivio que sentía. No bastaba, además, con decirlo. Las rodillas le temblaron aún más y acto seguido se desplomó hacia delante.

Él le acarició el pelo revuelto y ella le acarició las mejillas; las tenía ásperas y una marca ensangrentada le cruzaba la frente. Entonces, como había ocurrido antes, todo se oscureció en torno a ella, esta vez no por su debilidad, sino porque había cerrado los ojos mientras buscaba sus labios. Y finalmente los encontró.

Elisa tenía la boca tan reseca y áspera que por un momento no pudo saborear sus labios ni apenas sentir nada. Pero entonces las manos de la joven rodearon el cuello de Cornelius, lo atrajeron. Todo desapareció en ese instante: el mareo, los dolores, el miedo. Dejó de oír el rumor del mar y los llantos de la gente que, a su alrededor, lamentaba la pérdida de sus posesiones. Ahora en su mundo solo existía él, Cornelius, y aquel mundo le era muy familiar, estaba lleno de amor y de felicidad. La presión de los labios del joven era vacilante; solo al cabo de un rato se volvió más exigente. Ella abrió la boca, lo saboreó con mayor intensidad; un cosquilleo le recorrió el cuerpo cuando sus lenguas se encontraron. Su cuerpo ya no estaba tan entumecido y la garganta ya no le ardía, su piel ya no estaba agrietada y pegajosa.

Elisa se apretujó más contra él, quería que cada fibra de su cuerpo probara su cercanía y tuvo la agradable y esperanzadora sensación de que todo lo que hasta entonces parecía perdido o destrozado volvería a sanar y a mostrar su plenitud porque ahora estaba junto a él.

Capítulo 10

Cuando la niebla se despejó del todo, vieron por primera vez las verdes colinas tras el pantanoso suelo de arena. Sin embargo, pronto se levantaron unas nubes y el sol desapareció y luego, hacia el mediodía, llovió con tal fuerza que todos se quedaron acurrucados y encogidos, intentando protegerse precariamente con lo que llevaban puesto. Y así como ellos no veían el momento de admirar aquellas tierras, en ellas ya había empezado a circular la noticia sobre la desdicha de los recién llegados. Cuando los profundos charcos empezaron a encresparse en la arena a causa de las primeras gotas aisladas, aparecieron a caballo unos hombres vestidos con uniformes oscuros y estropeados, a todas luces soldados que les hablaban con insistencia con voces graves y extrañas. Eran los primeros chilenos de origen español que Elisa veía.

—¿Qué… qué es lo que dicen? —le preguntó la joven a Cornelius, que había aprendido rudimentos de español.

Se habían separado después del beso, pero cuando empezó a llover se quedaron sentados muy juntos. Para asombro de Elisa, el pastor Zacharias, que había podido escapar del barco en uno de los primeros botes salvavidas, no había empezado a gritar a voz en cuello su alivio ni a lamentar su destino, sino que —de forma muy parecida al padre de Elisa— se había dejado caer sobre la arena, embotado, y no había alzado la vista durante varias horas. Solo ahora, cuando aquellos hombres empezaron a hablarles a todos, levantó la cabeza. No solo parecía cansado, sino profundamente perturbado.

—Parece que quieren saber cuántas personas han conseguido llegar a tierra —explicó Cornelius— y cuántas han perdido la vida entre las llamas o entre las olas.

Los hombres bajaron de los caballos. Algunos parecían furiosos, otros, indiferentes; unos pocos mostraban compasión. Buscaron en sus alforjas y sacaron unas latas de metal en las que guardaban su ración. Ante la perspectiva de recibir comida, los niños los abordaron entusiasmados; en cambio, los adultos permanecían sentados, recelosos, sin saber a ciencia cierta qué debían esperar de aquellos extraños soldados.

Solo Cornelius, así como uno de los camareros, se puso en pie por fin.

Durante un rato, Elisa estuvo observando a los dos hombres mientras hablaban con los soldados; luego ambos regresaron. Llevaban en la mano un trozo cuadrado de pan, tan seco e insípido que parecía horneado a base de arena (no de harina). Elisa, no obstante, se obligó a comerlo. Sin embargo, tras haberlo tragado con sumo esfuerzo, no se sintió confortada, sino infinitamente cansada y desnutrida. Lo único que la mantenía despierta era el beso que había intercambiado con Cornelius. Todavía podía sentir en sus labios el rastro de los suyos y ambos siguieron lanzándose miradas mientras Cornelius ayudaba a los soldados chilenos a repartir más pan.

Estaba viva. Y él también estaba vivo. No había otras certezas en la vida de Elisa.

—¿Y bien? ¿Qué han dicho los soldados? —le preguntó Jule después.

Su voz sonaba dura y comedida a la vez, como siempre, como si jamás hubiera estado lloriqueando por su libro, aunque tenía los ojos bastante hinchados.

—La corriente llevó los botes salvavidas muy hacia el norte —pudo informar el camarero—. Corral, nuestro puerto de destino, está más cerca de lo que pensábamos. Nos llevarán a una pequeña localidad, algunos kilómetros al sur de allí.

Elisa miró al hombre y por primera vez se dio cuenta realmente de su presencia. ¿Cuántos hombres de la tripulación habrían muerto? Seguramente el capitán, que se había tenido que quedar en el barco hasta el final. Y también muchos pasajeros, que habían tenido que pagar con sus vidas la expedición a un nuevo mundo.

Pero ella, Elisa, vivía. Y Cornelius también.

Cuando por fin se pusieron en camino, el sol ya atravesaba las nubes. Sin embargo, el suelo seguía estando fangoso. Los primeros pasos le costaron a Elisa un enorme esfuerzo, pero cuando se acostumbró al trote uniforme, pudo poner un pie tras otro con normalidad, como todo el mundo. Era, en realidad, más fácil caminar que pensar o meditar sobre qué había ocurrido, sobre qué iba a ser ahora de ellos, sobre cuánto habían perdido.

Las gaviotas chillaban sobre sus cabezas. En las pequeñas charcas se mecían los pelícanos, esos pájaros de enormes picos.

—¡Mira eso! —exclamó Poldi con una voz que parecía entusiasmada. No había en ella ya aquel horror, aquel cansancio; parecía haberse despojado de todo miedo y de toda miseria, como si de ropas viejas se tratase. Solo Fritz no levantaba ya la cabeza como antes para hablar de animales o explicar sus peculiaridades.

Era él quien llevaba ahora en brazos a la pequeña Katherl, cuyos ojos seguían abiertos como platos.

—Puede que esté viva, pero… —murmuró Jule.

Elisa no fue la única que la oyó hacer aquel comentario, también Annelie la había oído. Con ojos igualmente vacilantes, tal y como Jule acababa de mirar a Katherl, así miró la joven señora Von Graberg a su marido Richard. Fue entonces cuando Elisa vio que Annelie llevaba a su padre casi a rastras.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Elisa en voz baja.

—Todo… saldrá bien. Solo tenemos que… —respondió Annelie balbuceante, y al momento se interrumpió, pues a lo lejos empezaron a descollar los techos de las primeras casas. Por lo visto, los habitantes ya habían oído hablar de ellos, porque habían salido para verlos pasar no con una abierta hostilidad, pero tampoco con cara de buenos amigos. Se mantuvieron allí envarados hasta que los recién llegados pasaron; Elisa no estaba segura de si lo hacían por curiosidad o porque estaban vigilando sus propiedades.

En realidad, no se atrevió a mirar a aquellas gentes a la cara, tomó nota de ellas por el rabillo del ojo y percibió que todos eran algo más bajitos y de piel más oscura que ellos y que llevaban unas túnicas de mucho colorido.

—¡Qué curioso! —exclamó Poldi—. ¡Mira el aspecto de esas casas! ¡No tienen tejado!

Aquellas casas, por lo menos, prometían cierto ambiente hogareño, a diferencia del deteriorado cuartel adonde los llevaron los soldados. Aquel era un lugar lamentable, maloliente, lleno de bichos, y parecía que durante muchos años nadie se había molestado en mantenerlo limpio. Había varios edificios aledaños, apenas mejores que unas barracas; estaban vacíos y habían sido transformados en alojamientos. A Elisa le daba todo igual. Se sentía aliviada de haber llegado por fin, le daba igual adónde.

Ya no tenía hambre ni sed, así que apretó una vez más la mano de Cornelius —durante el viaje habían caminado todo el tiempo cogidos de la mano— y se dejó caer en el suelo. No le importó que estuviera frío y duro, tampoco le importó que ni siquiera hubiera una fina esterilla sobre la que tumbarse, lo cierto es que se acostó y quedó sumida al instante en un sueño profundo y despejado.

La despertaron los intensos chillidos de unos pájaros; unos pájaros con picos enormes que se peleaban por unos peces y se agredían duramente unos a otros. «Estaos quietos —fue todo lo que se le pasó por la cabeza—. Estaos quietos, dejadme dormir…»

Pero los chillidos no se acallaron, se hicieron incluso más estridentes; Elisa alzó la cabeza, abrió sus ojos hinchados y vio que los que se peleaban no eran pájaros, sino personas: se trataba precisamente de los soldados chilenos, que parecían muy enfadados por algo. La joven se frotó los ojos cansados y se dio la vuelta. Su padre yacía inmóvil y miraba fijamente la manta que lo cubría; no parecía haber notado que Annelie le había cogido la mano. Christine había atraído hacia ella a la pequeña Katherl y le acariciaba las mejillas sin importarle demasiado la pelea de los soldados. Jule, por el contrario, dirigía atentamente la mirada hacia aquellos hombres, al igual que Cornelius.

—¿Qué está pasando? —preguntó Elisa. Cuando se incorporó, le dolieron todas las extremidades, pero se sentía descansada.

—Se están peleando, pero no entiendo muy bien por qué. Hablan un español muy distinto del que yo aprendí. Por lo visto, se trata de qué van a hacer con nosotros. Uno de ellos pretende enviarnos a Melipulli.

—¿Dónde está eso?

—No lo sé —admitió Cornelius—. Y también mencionan a cada rato el nombre de un tal Vicente Pérez Rosales. Pero no sé quién es.

Elisa se dejó caer hacia atrás. El cansancio había desaparecido, pero ahora la embargaba el desánimo. Había venido a ese país para tomar las riendas de su propia vida y ahora se veía a merced de una turba de soldados que no se ponían de acuerdo sobre qué debía ocurrir con ellos.

La riña de aquellos hombres se fue haciendo cada vez más escandalosa y los gestos que la acompañaban eran cada vez más violentos. Pero de repente se escuchó un grito y la algarabía de voces cesó. Los soldados se volvieron rápidamente; Elisa alzó de nuevo la mirada. Había confiado en que algún oficial interviniera, tranquilizara a sus hombres e impartiera órdenes claras, pero el hombre que entró en ese momento en la barraca no llevaba uniforme.

A Elisa aún le resultó más asombroso el hecho de que, cuando habló, no empezó haciéndolo en el desconocido idioma español, sino en alemán.


Habt keine Sorge.
No os preocupéis —dijo dirigiéndose a todos—. Yo me haré cargo de vosotros a partir de ahora.

Durante un buen rato, los soldados españoles permanecieron en la barraca, algunos con gesto vacilante, visiblemente aliviados por la intervención de aquel hombre. Pero después de que el desconocido hablara, desaparecieron.

—¡Bienvenidos, compatriotas! —exclamó el desconocido con tal entusiasmo que parecía estar saludando a unos buenos amigos tras una separación larga y dolorosa. Se encontró con miradas cansadas. Solo Fritz examinó al hombre con ojos penetrantes.

—¿Es usted alemán? —preguntó el chico.

Los pantalones del hombre brillaban como si estuviesen llenos de grasa, pero no estaban tan deteriorados como los harapos que ellos mismos llevaban sobre el cuerpo; tenía la piel del rostro algo hinchada, con los poros muy abiertos, pero no estaba pálida ni reseca por la sal, como las de ellos. Por encima de un cinturón bien ajustado se abombaba una barriga prominente.

—Mi nombre es Konrad Weber —dijo acercándose y mostrando una sonrisa jovial. La mirada que recorrió la barraca, sin embargo, parecía fría—. Sé por lo que habéis pasado, lo sé muy bien. Hace cinco años yo mismo emprendí ese largo y peligroso viaje. Con mi esposa y mis dos hijos. Fuimos de los primeros en venirnos a Chile, pertenecíamos a esas nueve familias, por cierto, que viajaron a Corral con el Catalina. Y de allí seguimos nuestro viaje a Valdivia. Las familias Hokel, Aubel, Hollstein, Bachmann y Krämer viajaban con nosotros. Debéis de estar agotados, desnutridos; además, os sentiréis perdidos en este paraje extraño.

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