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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (22 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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A pesar del miedo por la pequeña Katherl, Elisa sintió una oleada de alivio. Cornelius había logrado salir ileso del barco. Estaba vivo. Por lo menos hasta ahora…

Elisa gritó su nombre.

A diferencia de antes, ahora pareció transcurrir una eternidad hasta que las dos cabezas aparecieron otra vez en la superficie del agua. Sin querer, Elisa contuvo el aliento, como si ellos dos pudieran resistir más tiempo sin aire si ella también renunciaba a la cuota que le correspondía. Entonces también vio al pastor Zacharias sentado en uno de los botes salvavidas; se había tapado la cara con ambas manos, pero a través de sus dedos miraba de reojo el panorama que tenía delante una y otra vez buscando a su sobrino.

—¡Katherl! —gritó Poldi.

—¡Cornelius! —llamó Elisa.

Por fin la cabeza del joven Suckow emergió de nuevo entre las olas. Alzó las manos con desamparo para indicar que no había conseguido rescatar a la niña. Parecía indeciso sobre si sumergirse o no de nuevo.

—¡Eso no servirá de nada! —oyó Elisa decir a uno de los marineros—. La pequeña se ha ahogado. Esos dos deberían procurar salir del agua fría, de lo contrario, van a morir también.

Pero en ese preciso instante —mientras la mujer que estaba a su lado se persignaba—, Fritz emergió de nuevo y sobre sus hombros traía un bulto inerte.

Elisa se recostó, sin fuerzas. Sentía las extremidades tan tensas y frías como si fuese ella la que hubiera estado en aquellas aguas gélidas; sintió también un dolor en el pecho. Gracias a Dios.

—¡Katherl! ¡Katherl! —gritaba Christine.

Los dos hombres habían nadado hasta el bote donde estaba la familia Steiner, que entretanto ya había sido depositado en el agua con seguridad; Fritz les alcanzó el cuerpo inerte de la niña y dejó que lo izaran y lo metieran dentro de la embarcación.

Elisa sintió cómo Poldi se acurrucaba junto a ella.

—¿Vive Katherl todavía? —preguntó el chico, balbuceando y paralizado por el susto.

No fue Christine la que se inclinó sobre su hija, sino Jule. Primero Elisa no pudo distinguir bien lo que la señora Eiderstett estaba haciendo con la pequeña, pero luego vio que Jule le mantenía tapada la nariz, pegaba sus labios a los de la niña y le insuflaba el aliento de sus pulmones.

Al cabo de un rato, Elisa creyó escuchar un ruido parecido a un resoplido, pero no estuvo segura de si provenía de Jule, de Christine —que no había parado de sollozar— o de la niña. Varios cuerpos le impedían ver bien. Y así como todos los ojos se habían vuelto hacia la operación de salvamento de la pequeña Katherl, ahora, la gente, alterada, comenzó a señalar el casco del barco en llamas. Una espesa nube de humo salía de él y avanzaba en dirección a los botes, envolviéndolos. Los marineros empezaron a remar con todas sus fuerzas para sacar de allí las embarcaciones.

Elisa no pudo cerciorarse de que Katherl seguía con vida ni de que Cornelius había conseguido llegar sano y salvo al bote.

En ese momento, en el barco, estaban llenando el último bote de salvamento. Era demasiado pequeño para acoger a todas las personas que quedaban y que ahora se agolpaban en torno a la embarcación dando gritos. Los dos hijos de los Mielhahn ya estaban sentados dentro, pero a Lambert, que cargaba algo pesado sobre sus hombros, lo empujaron hacia atrás. ¿Se trataba de su mujer desmayada, a la que había tenido que arrastrar a cubierta? ¿O serían sus pertenencias?

Desde tan lejos, Elisa no podía distinguirlo bien, solo pudo ver que Lambert arrojaba su carga y se abría paso con los puños, hasta llegar por fin al bote.

A continuación, bajaron la embarcación. Greta estaba sentada muy tiesa y parecía sonreír.

Viktor, por el contrario, lloraba y gritaba. Probablemente, supuso Elisa, estaría clamando por su madre. Entonces Lambert alzó la mano, cerró el puño y le pegó a su hijo hasta que este ya no se movió más.

«¿Cómo puede hacerle eso a un niño? —se preguntó Elisa—. Y nada menos que ahora, cuando esas criaturas han perdido a su madre…»

La joven tosió, tenía la sensación de que la garganta le iba a reventar y apenas podía mantener los ojos abiertos. El bote salvavidas se iba alejando cada vez más del barco en llamas. En un gesto de desesperación, Elisa se agarró la falda y se tapó la cara con la tela para protegerse del penetrante olor y del calor del fuego. Acto seguido, cerró los ojos.

Cuando Elisa volvió en sí, el humo había remitido y el calor había dejado paso a un frío gélido. Sentía los ojos hinchados, solo pudo abrirlos un poco, con lo cual pudo distinguir que, sobre su cabeza, el cielo azul se bamboleaba violentamente de un lado a otro. Solo al cabo de un rato se dio cuenta de que no era el cielo lo que se bamboleaba de aquella manera, sino el barco. Entonces se incorporó. Un dolor punzante le atravesó la cabeza, pero sobre todo se le clavaba en la nariz y en la garganta.

Ella no era la única que tosía sin cesar. Todos intentaban tomar aire y se quejaban de dolores, a causa del frío y de los miembros entumecidos. Vio caras perdidas, confusas. Solo Poldi se había quedado dormido a su lado y su expresión relajada no revelaba nada del horror que acababan de dejar atrás.

La voz del marinero, que seguía remando, graznó al cabo de un rato para anunciar:

—¡Tierra a la vista!

Elisa se dio la vuelta rápidamente y, en efecto, a lo lejos vio una estrecha franja de costa, aunque también esa visión oscilaba ante sus ojos. El mareo se apoderó de ella; cerró los ojos y se agarró al borde de la embarcación. Durante la hora siguiente, solo los abrió un instante para cerciorarse de que estaban aproximándose a tierra. Por suerte, no les esperaban allí unos afilados arrecifes, sino una amplia playa de arena enmarcada por unos prados; se trataba, ciertamente, de una playa virgen, pero al menos no era un sitio peligroso para atracar. El viento aullaba con intensidad y lanzaba el bote de un lado para otro. Por un momento Elisa pensó que el mareo la vencía y que iba a vomitar. Pero lo reprimió con todas sus fuerzas, segura de que su dañada garganta no lo resistiría. Poldi pegó un salto cuando el bote chocó contra el fondo arenoso.

—¡Katherl! —fue lo primero que gritó.

El marinero soltó los remos. Había empleado todas sus fuerzas para llevarlos a tierra y ahora ya no le quedaban para llevar el bote hasta la orilla. La mayoría de los pasajeros no esperaron a ello, se lanzaron al agua —que a más de uno le llegaba a la cintura, mientras que otros la tenían al cuello— y todos fueron avanzando a duras penas hasta la orilla y se dejaron caer en ella.

Elisa se había quedado sentada, muy quieta, y solo se volvió cuando Poldi gritó varias veces el nombre de Katherl. El otro bote salvavidas, en el que habían encontrado sitio la familia Steiner y Juliane, había llegado a la playa poco después que el suyo.

—¿Cómo está Katherl? —gritó Poldi.

Christine sujetaba a la niña muy apretada contra su cuerpo.

—Respira —respondió la madre con voz asfixiada.

Ahora se habían acercado lo suficiente y Elisa pudo ver la cara de la niña. Se asustó. Aunque tenía los ojos bien abiertos, la pequeña Katherl no se movía. Tenía la piel inflamada y de un tono azulado y la boca torcida en una sonrisa extraña. Daba igual lo que dijera Christine, la niña parecía estar muerta.

Pero eso no fue lo único que provocó su espanto. Examinó todo el bote, buscándolo, pero Cornelius no estaba entre los pasajeros. ¿Lo habrían trasladado en otro bote salvavidas? ¿Acaso se había…? No, Elisa no se atrevió a pensarlo.

—Tenemos… Tenemos que llegar a la orilla. —La voz de Annelie sonó muy baja en su oído. Por primera vez se preguntó cómo su madrastra, tan debilitada por el aborto, había sobrevivido a aquella noche de frío. Pero cuando alzó la vista, vio que Annelie saltaba ágilmente del bote y luchaba con las olas, que chocaban contra su barriga.

—Ven, Richard —exhortó Annelie a su marido, pero este estaba como petrificado y ni siquiera levantó la cabeza. Elisa trepó hasta donde estaba él y le cogió la mano.

—Papá…

Tampoco hubo reacción. Parecía tener menos vida que la pequeña Katherl, que casi se había ahogado.

Elisa miró a Annelie reclamando su ayuda.

—¿Qué es lo que tiene?

Annelie se encogió de hombros.

—No lo sé. Desde que nos rescataron del barco, no ha dicho una sola palabra.

Le castañeteaban los dientes y sus labios tenían un color azulado. Rápidamente, Elisa avanzó hacia la orilla para ponerse a salvo de aquellas frías aguas. Algunos hombres tiraron del bote, por fin, para traerlo hasta la playa, a fin de que el resto de los pasajeros pudiera descender con más facilidad de la embarcación.

—¡Bueno, di algo! —Elisa oyó que Annelie le hablaba a Richard con insistencia.

—¡Di algo! —le exigían también Christl y Magdalena a su hermana pequeña. Christine había abandonado el bote con la pequeña en brazos y se había dejado caer en la arena para mecer a Katherl. La niña todavía tenía los ojos muy abiertos, pero aún no articulaba sonido alguno.

Hubo otra persona que soltó un sollozo con tal desesperación que Elisa tuvo que darse la vuelta. Durante horas había oído gritos de tormento, quejas, lamentos y gemidos, pero ninguno de aquellos sonidos le había llegado tanto hasta los tuétanos como aquel. Era Jule, que lloraba de una manera desconsolada. Aquella mujer hosca y decidida, que hasta entonces no había mostrado un solo sentimiento que no fuera hastío o desdén, estaba ahora arrodillada en la arena, como un bulto miserable, quejándose a voz en cuello y golpeándose el pecho con las manos.

Annelie se apartó de Richard.

—¡Santo cielo! ¿Qué le pasa?

Elisa miró desconcertada las lágrimas que se abrían paso en los ojos de la mujer.

—¡Mi libro! —gritó Jule Eiderstett, desesperada—. He perdido mi libro. ¡Era mi posesión más valiosa!

Christine Steiner levantó la cabeza. Por primera vez, desde hacía varias horas, parecía notar que el mundo estaba formado por algo más que ella misma y su niña inerte.

—¡Mi libro! —volvió a vociferar Jule—. ¡He perdido mi libro!

—Aquí todo el mundo lo ha perdido todo —le respondió Christine fríamente—. Alégrate de no tener que lamentar la pérdida de ningún ser querido.

Jule alzó la cabeza y, para asombro de Elisa, las lágrimas cesaron al instante.

A lo lejos, en medio de la niebla matutina, aparecieron las siluetas de otros botes salvavidas, que al final atracaron en la playa.

Elisa miró a su alrededor, como buscando algo. El dolor en la garganta y las náuseas disminuyeron. Ahora solo contaba el miedo por él.

¿Dónde estaba Cornelius?

Elisa se abrió paso entre el tumulto. Al principio, en cuanto llegaban a la orilla, la mayoría de aquellas personas miraban el mar sobrecogidas y con cara inexpresiva como si siguieran viviendo una pesadilla. Sin embargo, poco a poco empezaban a comprender que no iban a poder despertar y que, si bien habían salvado la vida, no habían podido salvar ninguna de sus pertenencias.

En voz alta, la gente lamentaba la pérdida de dinero, joyas y recuerdos personales que había traído desde sus lugares de origen: pero sobre todo lamentaba la pérdida de semillas. Tal y como se les había aconsejado, habían llevado consigo semillas de avena y trigo, de cebada y centeno, de guisantes y alubias, de remolacha, zanahoria, cebolla y col. Elisa aún recordaba nítidamente que, en el transcurso del viaje, se habían producido largas discusiones sobre las variedades de fruta que se podrían cultivar en Chile, sobre si las semillas de manzanas y cerezas, de peras, membrillos y ciruelas, de moras, arándanos y fresas prosperarían o no en esas tierras. Pero ahora todo, absolutamente todo, estaba perdido.

Las quejas fueron perdiendo intensidad a medida que Elisa se fue alejando de aquella pobre muchedumbre. A lo lejos se veía atracar otro bote salvavidas; los pasajeros que bajaron de él no caminaban erguidos, más bien se tambaleaban y terminaban cayendo al suelo, que en algunos lugares era arenoso, en otros punzante y duro, y en otros estaba cubierto de una hierba dura de color verde claro, de bordes puntiagudos, que también crecía cerca de la orilla de aquellas saladas aguas. Un hombre empezó a golpear el suelo, como si intentara cerciorarse de que, efectivamente, se encontraba por fin sobre tierra firme. Una mujer alzó las manos al cielo, llorando.

Muy pronto Elisa empezó a escuchar otra vez quejas similares a las de antes. La voz que más se hacía oír era la de una mujer cuya pena no era provocada por la pérdida de las semillas de cereales, sino por la de sus semillas de flores.

—Solo he venido a este sitio porque me prometieron que podría tener un jardín. Un maravilloso jardín en el que las plantas pueden crecer silvestres, todas mezcladas. Margaritas y flores de Pascua, dientes de león y zapatos de Venus. ¿Y ahora qué? ¡Lo he perdido todo! ¡Jamás podré tener un jardín!

—¡Alégrate de que hayas podido salvar la vida! —le dijo un hombre en tono gruñón.

Elisa continuó avanzando. Sentía la boca reseca, pero así y todo empezó a gritar el nombre de Cornelius. Aunque apenas se la escuchaba entre tanto lamento y tanto llanto.

Aquel era, pues, el momento de la llegada, el momento que tantas veces se había imaginado, que tan íntimamente había anhelado. Y esto era Chile, la tierra de las promesas, de la esperanza, del nuevo comienzo: una agreste franja costera llena de gente desfallecida, de paso torpe y extraviado.

La niebla matutina se iba despejando. Unos rayos de sol aislados empezaron a atravesar las nubes y Elisa alzó la mano para protegerse de aquella luz molesta. La joven se volvió en todas direcciones y empezó a reconocer algunas caras que le resultaban familiares; pero la de Cornelius no estaba entre ellas.

Finalmente, se tropezó con uno de los camareros del barco, que contemplaba su uniforme desgarrado con una expresión de profunda confusión.

—Ni después de la tormenta tuve un aspecto tan miserable —gruñó el hombre.

—Por favor —le dijo Elisa en tono suplicante—, estoy buscando a Cornelius Suckow. Es el sobrino del pastor. Conoce al pastor, ¿verdad? Todos lo conocen. Él…

El camarero levantó la vista y la dirigió a un punto que estaba más allá de la joven.

—Solo hay tres posibilidades, jovencita. O se quemó en el barco, o se ahogó, o ha sido evacuado con el bote —respondió el hombre hoscamente, y la dejó allí plantada.

De repente la vencieron los mareos. La costra de sal que se le había formado en la piel parecía contraerse y le dolía, la lengua parecía tan agrietada como sus labios. Entonces, de repente, Elisa cayó de rodillas y creyó que no iba a poder moverse más, que no iba a poder alzar su cuerpo y luchar contra la presión que sentía sobre los hombros. Las lágrimas afloraron a sus ojos; eran lágrimas de agotamiento, de miedo, de horror.

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