Read En la Tierra del Fuego Online

Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (57 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
11.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«Ah, Cornelius», pensó.

Ella se consumía de preocupaciones por sus hijos y por Lukas, casi añoraba con dolor tener al pequeño Ricardo entre sus brazos para consolarlo. Pero cuando pensó en la posibilidad de no volver a ver a Cornelius, lloró.

La colonia poseía tres caballos: uno pertenecía a los Von Graberg, otro a la familia Glöckner y el tercero a los Steiner. Cornelius propuso que se alternaran para que en un caballo fueran montados dos hombres, pero Quidel les explicó espontáneamente que él renunciaría a montar y que iría a pie. De ese modo podía seguir mejor el rastro de los mapuches.

Cornelius se preguntó para sus adentros si ese era el único motivo que el indio tenía o si no estaba más bien intentando evitar otro conflicto con Poldi. Su primera preocupación fue si Quidel podría aguantar aquella dura marcha; sin embargo, poco a poco fue comprobando que su amigo podía seguir sin esfuerzo el trote de los caballos.

Los mapuches no utilizaban sillas e incluso los colonos alemanes, impelidos por la necesidad, debían renunciar a ellas, ya que en la región del lago no había un solo maestro artesano capaz de fabricarlas. En su lugar, colocaban pieles de oveja y mantas de lana sobre los lomos de los caballos y los aguijaban con unos anchos cinturones de cuero. Aquello tenía una ventaja: de ese modo también disponían de mantas para pasar la noche. Asimismo, alrededor de los lomos de los caballos llevaban atada una maleta, una gran cartera de cuero con las provisiones: algo de café tostado, pan y queso.

A pesar del triste estado de ánimo, solo con sumo esfuerzo pudo reprimir Cornelius la carcajada que tuvo ganas de soltar cuando vio a Poldi. Este, por lo visto, pensaba que tenía que pertrecharse para la mayor aventura de su vida y se había puesto toda la ropa que poseía: no solo llevaba las botas de montar con las espuelas, sino también varias camisas, un poncho y, encima, dos sombreros, uno sobre otro: uno de paja y otro de fieltro.

—Te morirás sudando —le dijo Fritz haciendo un gesto de incredulidad con la cabeza.

Pero solo le prohibió llevar la pistola: la única arma que poseían los colonos. El propio Fritz se hizo cargo de ella. Ahora bien, Poldi no se dejó quitar, bajo ningún concepto, su cuchillo de monte. Cornelius lo vio brillar cuando el joven cortó un largo trozo de cuerda para atar los caballos de noche y se la enrolló sobre los hombros. Cornelius se preocupó. Es cierto que Poldi no se había lanzado contra Quidel por segunda vez, pero su odio hacia el mapuche era inequívoco, imposible de pasar por alto. ¿Cómo se comportaría aquel chico cuando dieran con los hombres que habían atacado la colonia? Y, a decir verdad, ¿acaso iban a encontrarlos tan fácilmente?

Quidel confiaba en que podría leer el rastro y les mostró en silencio el primer tramo del camino que tendrían que recorrer. Las superficies despejadas que venían a continuación de la tupida selva revelaban todavía la presencia de humanos: había manzanares, vallas y caminos trillados. Pero a medida que cabalgaban, aquella tierra se tornaba cada vez más virgen y silvestre. Tras la primera noche, ya no encontraron ni un ser humano más, solo manadas de cabras y caballos salvajes. Cornelius le ofreció a Quidel su caballo en varias ocasiones, pero el indio siempre rechazó su ofrecimiento. Por lo menos, Fritz marcaba un ritmo más lento para que el mapuche no se agotara. A eso del mediodía del segundo día, cuando el sol empezó a caer sobre ellos y a abrasarlos de un modo implacable, Cornelius saltó de su caballo y marchó a pie al lado de su amigo. Este les indicó que debían seguir con dirección a las cordilleras cubiertas de nieve.

—Es tal y como me lo imaginé. Atravesaron esas montañas a caballo.

—¿Y cuando los encontremos…? —preguntó Cornelius—. ¿Qué debemos hacer? ¿Crees que nos devolverán a nuestras mujeres sanas y salvas?

Quidel se encogió de hombros.

—Todos esos hombres eran jóvenes. No creo que su cacique estuviera con ellos. Y es con él con quien debemos hablar.

En ocasiones, Cornelius había oído hablar a Quidel acerca de un cacique, pero nunca había intentado averiguar quién era esa persona. Dado que los mapuches vivían en pequeños clanes, no tenían grandes ciudades, por lo que Cornelius sospechaba que se trataba de un jefe de la tribu, y así lo confirmó entonces Quidel cuando Fritz le preguntó.

—Nuestros clanes se llaman
lobches
—respondió—. Y cada lobche tiene un cacique, que es el juez supremo y el consejero. Tiene que ser un hombre razonable, generoso y debe saber hablar bien. Es como un padre para los habitantes de la aldea.

—¿Y no hay nadie que esté por encima de él?

—Los lobches de una región se reúnen regularmente y eligen, entre los caciques, a dos líderes, los toquis; uno de ellos es el responsable de que las cosas vayan bien en tiempos de paz y el otro asume las mismas responsabilidades en tiempos de guerra. Antes, este último tenía el poder por muy poco tiempo, pues las guerras entre las tribus no duraban mucho. Pero entonces llegaron los españoles… ¿Y cuánto tiempo ha reinado la paz desde entonces?

Los ojos oscuros de Quidel reflejaron su tristeza.

—Pero Chile se independizó de España en 1818 —objetó Fritz.

—Sí, pero pocos años después se dijo que los mapuches tendrían los mismos derechos que los ciudadanos chilenos —respondió Cornelius en lugar de Quidel—. Sin embargo, apenas nadie ha respetado eso. Los chilenos de origen español esclavizaron a muchos mapuches y los obligaron a trabajar en las minas.

—Y ahora —añadió Quidel—, se adentran en nuestros territorios y arrasan a nuestra gente.

—¡Bah! —se inmiscuyó Poldi de repente. Cornelius no se había dado cuenta de que había estado escuchando la charla con atención—. Se dice que el gobierno chileno les ha comprado a los indios sus tierras. ¿Por qué iban a comprarlas entonces, si hubieran podido tomarlas por la fuerza?

—Puede ser —dijo Cornelius—. Pero lo cierto es que el gobierno chileno ha pagado muy poco. Los mapuches, por su parte, no ven la tierra como una propiedad personal. La agricultura la practican muy poco. Cuando el suelo ha sido sobreexplotado, se marchan a otro sitio. No sabían lo que hacían cuando entregaron sus tierras al gobierno.

—Pues si no entienden de agricultura, no podrán reprocharnos entonces que hayamos puesto sus tierras a producir. ¡Qué diablos! —dijo Poldi cerrando los puños y alzándolos al cielo—. ¡Cada vez que recuerdo cómo han pisoteado nuestros cultivos! ¡Y cómo prendieron fuego a los establos!

—Esos fueron unos pocos —le respondió Cornelius—, fueron…

—¡Una maldita banda de indios, eso es lo que son!

Cornelius ya se disponía a replicar algo a aquel comentario iracundo, pero Fritz se le adelantó.

—¡Eh! ¡Si no sabes controlarte, puedes darte la vuelta ahora mismo!

Poldi guardó silencio, ciertamente, pero en señal de protesta empezó a cabalgar veinte pasos por detrás de ellos. Aunque nadie dijo nada, en el fondo, todos se sintieron aliviados.

—Dijiste que los hombres no matarían a las mujeres —le dijo Cornelius a Quidel cuando Poldi hubo desaparecido de su campo visual—. Pero ¿acaso debemos temer que las…? Ya sabes… Que las… —Cornelius no podía pronunciar la palabra.

—¿Qué las violen? —Quidel concluyó la frase en su lugar—. Bueno, nuestros hombres pueden tener varias mujeres y, en otra época, que hubiera un par de españolas entre ellas les daba cierto prestigio. Pero de eso hace mucho tiempo.

Fritz sacudió la cabeza y puso cara de asco y, a la vez, de preocupación.

Quidel guardó silencio durante un tiempo y luego rompió su mutismo:

—El tal general Saavedra, que ha traspasado hace poco con su ejército la frontera de la región de la Araucanía, también prende fuego a casas y cultivos y ordena matar a los hombres; pero a las mujeres y los niños los toma prisioneros. Conocí a una mujer que lo vivió en carne propia y…

El nativo empezó a buscar la palabra adecuada, pero no la encontró.

—Nunca me lo contaste —dijo Cornelius, confundido, pues no estaba seguro de si su amigo simplemente había querido ahorrárselo o si, a pesar de la familiaridad que había entre ellos, creía que el sufrimiento de su pueblo era algo que solo le incumbía a él y a nadie más.

—¿Y por qué debía contártelo? —respondió Quidel de un modo bastante hosco, poco habitual en él—. Tenemos el deber de hablar de nuestros sueños, no de nuestras penas.

—¿Hablar de vuestros sueños? —Esta vez fue Fritz quien intervino, lleno de curiosidad.

—Lo que pensemos para nuestros adentros es cosa nuestra —respondió Quidel—. Pero sí que tenemos la obligación de contarles nuestros sueños a otros. En ellos podría haber una visión que nos envía Dios y por eso no debemos callárnoslos.

—¿Y cómo sabéis qué es un sueño común y corriente y qué puede ser un mensaje de Dios?

—La machi, la curandera, se encarga de interpretarlo. Pero, además, eso uno lo siente.

Cuanto más calor hacía, más parca se tornaba la charla. En cierto momento, cada uno se dedicó únicamente a observar el camino que tenía delante. Bajo el vuelo circular de los cóndores, atravesaron la alta meseta y Cornelius, que hasta entonces había creído, erróneamente, haber descubierto de cuando en cuando huellas de cascos, no podía decir ya si estaban avanzando en la dirección correcta.

Quidel, en cambio, les iba mostrando el camino sin vacilar.

—De saber que alguien como yo los sigue, habrían borrado mejor el rastro —les explicó con un asomo de sonrisa.

Cornelius se debatía entre el alivio y la preocupación. Puede que de veras consiguieran alcanzarlos, pero ¿cuándo? Además, ¿qué barbaridades tendrían que soportar las mujeres hasta entonces?

«¡Oh, Elisa, Elisa! —pensó invocando la imagen de la mujer en su interior—. Voy de camino a ti. No te abandonaré…»

Sabía muy bien que tanto los animales como ellos mismos necesitaban un descanso, pero, pese a ello, tener que montar el campamento por segunda vez para pasar la noche le pareció un retraso intolerable. ¿Cómo estaría pasando Elisa esas noches que, repentinamente, eran tan frías?

Los hombres se alternaron para dormir y vigilar el fuego. Cuando le llegó a Cornelius el turno de descansar, casi tuvo que forzarse a mantenerse tumbado y tranquilo y a cerrar los ojos. Inquieto, empezó a arañar el suelo con los pies. En algún momento, lo venció el sueño, pero se despertó de inmediato, sobresaltado.

Oyó unos murmullos. Fritz y Quidel estaban sentados muy juntos al lado del fuego, charlando, algo que sorprendió a Cornelius. Y aunque Fritz mostraba más respeto por el mapuche que Poldi y le hacía preguntas, hasta ahora Cornelius no había tenido la impresión de que fuera mucho el interés del mayor de los Steiner por la cultura de Quidel.

Cornelius pasó por encima de Poldi, que roncaba, y fue adonde ellos.

—¿De qué habláis? —preguntó. Fritz se sobresaltó un poco, de un modo apenas perceptible, como si el otro lo hubiese sorprendido haciendo algo prohibido.

—De sueños —le respondió Quidel escuetamente—. Solo de sueños.

Ahora era Cornelius el que estaba verdaderamente sorprendido, pero no quiso agobiar a Fritz. La expresión de su cara, normalmente huraña, parecía ahora triste y perdida.

¿Sería la preocupación por las mujeres lo que pesaba en su estado de ánimo? ¿O acaso estaba pensando en los muertos: en Richard von Graberg y en Tadeus Glöckner?

Cornelius sabía que Fritz era capaz de hacer cualquier cosa por su familia, pero desconocía qué persona le era más querida y qué cosas habría hecho por amor o por pasión, no solo llevado por su sentido del deber.

En silencio, aguardaron el amanecer. Las montañas se cubrieron de un color rosa cuando los primeros hilillos de luz se tejieron alrededor de sus cumbres.

—Esta tierra es muy hermosa —dijo Fritz en voz baja—. Y apenas nos damos cuenta porque solo miramos el suelo que tenemos bajo nuestros pies.

Cornelius se alegró de que partieran temprano, pero su tensión no alcanzaba a disminuir su cansancio. Una pesadez invencible caía sobre sus párpados. A veces cerraba los ojos y continuaba cabalgando a ciegas.

En cierta ocasión, estuvo a punto de quedarse dormido y, cuando se despertó sobresaltado, vio que los otros se habían detenido y apuntaban agitados a la lejanía. Al principio solo se veían unos puntitos negros y al final los puntos se convirtieron en siluetas. Era la primera vez, después de varios días, que volvían a encontrar seres humanos: conducían una caravana de mulas que venía de Argentina con un cargamento de sal.

Eso fue por lo menos lo que les explicaron los hombres que la llevaban, cuyas palabras tradujo Quidel.

—Se trata de comerciantes en son de paz —les dijo.

Pero Poldi no se dejó convencer tan fácilmente.

—¡De eso nada! —exclamó con un siseo de rabia—. Son pieles rojas y quién sabe lo que realmente se traen entre manos.

Entonces, se llevó la mano a la empuñadura del cuchillo de monte, pero Fritz se inclinó y le agarró el brazo.

—¡No es hora de jueguecitos ni de hacerse el héroe! ¡A nosotros no tienes que demostrarnos nada!

—¿¡A qué viene eso de demostrar!? ¡Yo solo quiero rescatar a las mujeres!

—¿Ah, sí? ¿Son las mujeres las que te interesan? ¿Cuál de ellas específicamente? ¿Se trata de veras de Magdalena, Katherl y Elisa, o más bien quieres demostrarle a Barbara lo valiente que eres? Pero no, tú no quieres demostrarle nada, lo que pasa es que no sabes qué hacer con tu impotencia, ahora que Tadeus está muerto y tú sigues casado con Resa. Eres tan transparente, Poldi. No creas que yo no sé…

—¡Cierra el pico! —lo interrumpió Poldi con rudeza. En cualquier caso, lo bueno fue que guardó silencio y no volvió a intentar sacar el cuchillo.

Quidel intercambió otras palabras con los hombres y entonces la caravana siguió su camino.

—¿Y bien? ¿Han visto a las mujeres? —le preguntó Cornelius ansioso. Estaba recuperado y fresco de nuevo.

—Hombre, aunque las hubieran visto, mentirían —dijo Poldi sin poder contenerse.

—En realidad no han visto a nadie —dijo Quidel—. Pero sí que saben de la existencia de una gran colonia de nativos. Está más o menos a un día de marcha de aquí.

Capítulo 27

El resto del camino lo recorrieron en silencio. Tras otra noche a la intemperie, la tensión fue creciendo. Parecía que Poldi iba a reventar de impaciencia y mientras a Cornelius continuaba inquietándolo el poco dominio de sí que tenía el joven, Fritz mostraba un aspecto pensativo, ensimismado. El único que parecía sentirse a gusto era Quidel. Con paso ligero, recorría los trechos más agrestes y empinados, que los caballos solo conseguían vencer a duras penas; la mayoría de las veces el indio llegaba a lo alto mucho antes que los demás y los esperaba allí. En cierto momento, dejó de hacerlo: continuaba caminando, tal vez con la certeza de que los otros podrían seguir sus huellas. Lo que no revelaba era si aún seguía el rastro dejado por los mapuches. Poldi planteó en voz alta sus dudas al respecto, pero Cornelius le aclaró con firmeza que no había otra persona en el mundo en la que confiara más que en aquel indio.

BOOK: En la Tierra del Fuego
11.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Avow by Fine, Chelsea
Dark Friends by Mark Butler
The Bond (Book 2) by Adolfo Garza Jr.
History by Elsa Morante, Lily Tuck, William Weaver
Farewell to the East End by Jennifer Worth
Tell Me No Lies by Branton, Rachel
Time Out by Jill Shalvis