Christine se puso primero pálida, luego roja. Su voz sonaba a veces hosca, pero jamás había gritado como ahora; sus gestos siempre habían sido decididos, pero nunca tan frenéticos ni nerviosos. Manoteó en el aire y pataleó.
—¡No puede irse ahora! ¡Ahora no! ¡Lo necesitamos! ¡Ahora lo necesitamos más que nunca! ¡No puede eludir su responsabilidad así, sin más! —Entonces se le acabaron las palabras; y una vez más repitió—: Pero ¿por qué ahora? ¿¡Cómo puede largarse precisamente ahora!?
Todos estaban allí, en un círculo, callados y cohibidos.
Finalmente, Poldi dejó de remover el suelo con los pies y le dijo con cautela:
—Tal vez era el momento justo para hacerlo…
—¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede abandonarnos así, sin más? —dijo Christine, enfurecida, y miró a su hijo más joven como si este tuviera la culpa de la decisión de su hermano mayor.
Por un instante, pareció que Poldi iba a retroceder asustado, pero el chico le sostuvo la mirada a su madre y le dijo con firmeza:
—Durante años él ha hecho lo que tú has querido. Ahora déjalo hacer lo que le apetezca.
Christine lo miró atónita.
—Nos enviará cada céntimo que gane —continuó Poldi—. Seguirá partiéndose la espalda por nosotros. Pero esta vez lo hará a su manera.
Dicho esto, Poldi se volvió y se alejó. Se hizo el silencio. Elisa se sintió aliviada al ver que sus hijos corrían hacia ella en compañía de Annelie, que tenía un aspecto tan demacrado como antes, y estaba pálida y perdida como tras sus muchos abortos. Elisa se lanzó sobre sus hijos y quiso abrazarlos a todos al mismo tiempo. Lu y Leo se mostraron rígidos y se zafaron rápidamente de su abrazo, mientras que Ricardo, en cambio, se acurrucó junto a ella lloriqueando. Al cabo de un rato, la propia Elisa se obligó a apartarlo.
—¿Y Lukas? ¿Dónde está Lukas?
Annelie la llevó a donde estaba su marido. Las heridas de su cabeza estaban ocultas tras un pesado vendaje. En unos pocos días, había adelgazado muchísimo y ni siquiera la radiante sonrisa que esbozó al verla pudo ocultar el dolor y la preocupación que se habían grabado en su rostro gris.
—¡Gracias a Dios! —dijo repetidas veces—. ¡Gracias a Dios que has regresado!
Ella no pudo decir nada, solo le tomó las manos en silencio y las apretó.
—Jule me ha prohibido levantarme —le explicó—. Me siento como mi padre.
—La herida de tu padre fue tan grave que nunca pudo volver a caminar. Pero tú… ¡Tú te pondrás bien!
Las lágrimas afluyeron a sus ojos; Elisa no estaba segura de si las provocaba el alivio por haber regresado sana y salva, o la tristeza porque no todos sus seres queridos habían sobrevivido; o quizá fuese la vergüenza por haber besado a Cornelius.
Ya habían enterrado a sus muertos. El mismo día del ataque había surgido una discusión sobre qué lugar era más apropiado para hacerlo: si una franja de bosque cercana o uno de los cementerios de las localidades más grandes. Barbara prefería para Tadeus esa última opción, por lo menos hasta que supo que los chilenos, católicos en su mayoría, solo les permitían a los inmigrantes protestantes enterrar a sus muertos en las zonas extramuros de sus cementerios, no dentro de ellos.
Entonces llegaron a un rápido consenso, le había contado Jule a Elisa. Si para enterrarlos bastaba cualquier terreno no consagrado, entonces era mejor sepultarlos bien lejos de una iglesia que tenía a aquellos muertos por unos pecadores. Así pues, escogieron como cementerio un pequeño pedazo de tierra situado entre el bosque y la escuela, en el que ahora se veían dos cruces de madera: una para Tadeus Glöckner y otra para Richard von Graberg.
Y ahora todos se habían reunido allí para despedirse. Ni siquiera Lukas había querido dejar de acudir, a pesar de que apenas podía sostenerse en pie y aún le salía sangre a través del vendaje.
Ante aquellas tumbas, Elisa se sintió infinitamente abandonada. Richard von Graberg no había sido jamás un pilar estable de la comunidad y Tadeus Glöckner había sido un hombre discreto, que jamás llamaba la atención, del que nadie sabía nada especial, pero cuando Elisa examinó a los colonos presentes, estos parecían como huérfanos, desconcertados, desamparados. Annelie parecía un pajarito caído del nido y Barbara estaba completamente rígida, incapaz de mirar a nadie a los ojos. Christine lloraba sin parar y Elisa no estaba segura de si lo hacía por los muertos, que al fin y al cabo no eran personas muy próximas a ella, o si lloraba por Fritz, el hijo que no había vuelto, o si sencillamente lloraba por todos ellos, que no sabían qué les depararía el destino.
Cornelius dijo una oración por los fallecidos. A Elisa le pareció que su voz se iba haciendo más tenue a cada palabra. Solo poco después comprendió que el viento las iba amortiguando poco a poco. El calor de los días pasados había sido el último estertor del verano. En espacio de muy pocas horas bajó mucho la temperatura.
Elisa se estremeció cuando el viento le levantó la falda. Tuvo la sensación de que el frío le mordía las extremidades y que ya no iba a separarse de ella. Brevemente, volvió la cabeza, apartándola de las tumbas, y contempló los campos destruidos y los graneros en ruinas. Se había enterado de que, salvo el gallo viejo y los caballos, todos los animales estaban muertos.
Elisa sintió un escalofrío aún más intenso. El invierno parecía estar llegando ese año antes de lo normal.
Greta estaba de pie en el umbral de la casa.
No se atrevía a salir al exterior, pero al mismo tiempo no estaba dispuesta a volver a entrar en la vivienda, mucho menos después de que Viktor le hubiera exigido en varias ocasiones que lo hiciera. Su hermana hizo como si no lo hubiera escuchado.
—Están llorando a los muertos —dijo la joven en voz baja—. Nosotros… deberíamos estar con ellos.
Desde la casa no se podían ver las tumbas, pero se oía un murmullo a lo lejos. Por lo menos ella creía oírlo: tal vez solo era el viento que silbaba alrededor de la casa.
—¡No irás a ninguna parte! —le dijo Viktor con tono autoritario. El pánico se traslucía en su voz. Greta sabía que su hermano no estaba tras ella, y también sabía que no se atrevía a acercársele; era como si hubiera un hechizo invisible alrededor de ambos.
Greta se dio la vuelta hacia él lentamente, pero se mantuvo en el umbral.
—¿Y si me apetece ir?
Viktor sacudió la cabeza y se lo veía tan desesperado como si hubiera perdido a un pariente muy cercano, no a uno de los Von Graberg o de los Glöckner.
—¡Tú no compartes su luto! ¡Bien puedes ahorrarte el darles el pésame! Solo quieres ir adonde ellos para ver a Cornelius, eso lo sé yo muy bien. Pero sácate a ese hombre de la cabeza. Cornelius ama a Elisa, solo a ella.
Viktor hablaba con una voz obstinada, como la de un niño pequeño.
Greta bajó la cabeza y se miró las puntas de los zapatos.
—¿Qué sabes tú de eso?
Con suma cautela, su hermano se acercó un paso.
—Yo lo único que sé es que yo te quiero más de lo que Cornelius podrá quererte nunca.
Greta soltó una carcajada seca. Unas veces sentía miedo de Viktor; otras, lo que sentía era un gélido desprecio; y otras, se preguntaba desesperada cuánto más podría soportar el tono terco y quejumbroso de su hermano.
—¿Y a mí eso de qué me sirve? —le dijo ella rabiosa—. Tú no eres más que mi hermano…
La joven no alzó los ojos, pero percibió por el rabillo cómo su hermano atravesaba finalmente el límite de aquel círculo maldito y se abalanzaba sobre ella. No estaba segura de si su intención era abrazarla o pegarle. Las dos cosas pasaban con bastante frecuencia y ambas ocurrían de un modo tan repentino y arbitrario que la mayoría de las veces ella no era capaz de preverlas. Entretanto, había aprendido que todo pasaba más rápido si ella no se resistía, si simplemente lo dejaba hacer: al igual que los sollozos de Viktor y sus justificaciones cada vez que le pegaba una bofetada. Casi siempre le besaba las marcas rojas que le habían quedado en las mejillas y que, en los días siguientes, cobraban un color morado. Y, en esos casos, ella podía sentir cómo sus lágrimas pegajosas le corrían por las mejillas y, cuando estas llegaban a sus labios, podía incluso saborearlas.
Hoy, sin embargo, Viktor no le pegó; solo la cogió por los brazos y la arrastró dentro de casa. Aunque Greta estuvo a punto de golpearse con el umbral, pudo mantenerse en pie.
—No vas a ir, ¿verdad? ¿Vas a ir? —Ahora, el pánico era mucho más perceptible en su voz, como si lo importante no fuera la presencia de su hermana en aquella ceremonia fúnebre, sino una decisión última, la de seguir compartiendo sus vidas o no. Las comisuras de los labios de Greta se curvaron en una sonrisa. Sabía perfectamente qué efecto causaba aquella sonrisa. En una ocasión, de pie ante la superficie en calma del lago, ella había visto su reflejo y se había sonreído de ese modo: era una sonrisa de tormento y al mismo tiempo sarcástica, triste y cruel.
—No, no voy a ir. Me quedo.
La sonrisa de Greta se acentuó y entonces su hermano la soltó, tremendamente confuso, como si lo que había deseado hacía un momento fuera, en realidad, su mayor castigo.
El otoño fue frío, húmedo y gris. ¿Siempre había sido así esa época del año? ¿Siempre había brillado el sol tan poco, o era que la vida parecía tan sombría porque la cosecha se había malogrado y las bocas abiertas de los graneros dejaban ver su interior vacío?
Elisa apenas recordaba cómo había sido el tiempo en el último año; sin embargo, sí que recordaba muy bien cómo había mirado con orgullo los montones de patatas y los sacos de cereal, y también recordaba la gratitud por no tener que seguir racionando las comidas, por no tener que pasarse semanas enteras comiendo solo hierbas, como en los años posteriores a su llegada. Ahora se habría sentido feliz teniendo a mano nada más que aquellas hierbas en cantidad suficiente.
Algunos de los vecinos tiroleses se habían mostrado dispuestos a darles algo de su propia cosecha, pero también ellos tenían que alimentar a sus familias. Su generosidad los ayudaría temporalmente, pero no durante todo el invierno.
No solo Elisa estaba preocupada. Tampoco Annelie podía ocultar su desánimo. Pocas veces pronunciaba el nombre de Richard y Elisa jamás la había visto llorando por él, pero sus ojos no brillaron cuando propuso que recogieran cuantas nueces de avellano pudieran, pues se las podía cocinar y comer. Había oído hablar de una corteza pegajosa y de buen sabor de la que también podrían alimentarse, pero primero debía enterarse de cuál era su aspecto. Aunque Annelie estaba siempre pensando en la comida, ahora le faltaba esa determinación, esa disposición a luchar para, con lo poco que tenían, hacer muchas cosas. No cocinaba ni horneaba nada y tampoco iba al bosque para buscar frutos u hongos.
Nada de lo que se decía parecía incumbirle.
Cuando a Annelie se le agotaron las ideas sobre cómo conseguir la mayor cantidad de comida posible, Christine propuso que los hombres salieran a cazar jabalíes.
La respuesta fue un desentendimiento general. Aquel propósito ya había demostrado ser inútil en el pasado. Sabían, en efecto, que había jabalíes en la selva, pero eran tan asustadizos que se los veía solo en muy contadas ocasiones y la maleza baja era tan tupida que resultaba imposible perseguirlos.
Por ese motivo, los hombres —Poldi, Cornelius, Andreas y Lukas— decidieron no salir de caza, sino hacer un viaje a Puerto Montt, el antiguo Melipulli. En los comienzos, habían ido a aquella ciudad a buscar sus raciones, pero en cuanto tuvieron sus primeras cosechas abundantes dejaron de ir allí a mendigar y empezaron a hacerlo para comprar salchichas y embutidos, jamón y hierbas, y a veces también mantequilla y pan.
Elisa ayudó a Lukas a prepararse para aquel viaje. En un tono aparentemente alegre, su marido habló de la ciudad como si esta fuese una distracción, una posibilidad de alejarse otra vez de la región del lago para ver cuánto había cambiado todo allí. Hacía tiempo que las antiguas barracas habían sido demolidas y en su lugar habían surgido una fábrica de cerveza, un taller de reparaciones y una fábrica de tejas y ladrillos. Se habían establecido allí muchos constructores de barcos, sastres, carniceros y panaderos, y el tal Franz Geisse había fundado, además de un colegio para niños, una escuela para niñas.
Lukas seguía hablando y hablando, pero, cuando se llevó el hatillo con las pocas provisiones al hombro, soltó una queja.
Elisa lo miró preocupada. A su marido no le gustaba hablar de los dolores que la herida de la cabeza le provocaba, y nunca dejaba que su mujer lo examinara. Eso solo podía hacerlo Jule.
—No pasa nada, no pasa nada. —Eso era lo único que tenía que decir sobre el tema y, al principio, los temores por la inminente llegada de aquel invierno prematuro habían desviado la atención de Elisa del estado de su esposo. Ahora, sin embargo, lo examinó con detenimiento y pudo comprobar, asustada, que las cavidades de sus ojos eran profundas y oscuras. Esos ojos no solo daban fe de un desgaste físico, sino también de sus continuos malestares, aunque Lukas se prohibía a sí mismo expresar cualquier dolor.
—¿Estás seguro de que puedes hacer ese viaje a Puerto Montt? ¿No es preferible que te quedes? —le preguntó Elisa.
—¡Bah, qué dices! —exclamó él con desenfado—. Tal vez ir hasta Osorno sería demasiado, pero conseguiré llegar a Puerto Montt.
Elisa lo dudaba; sabía muy bien cómo eran aquellas marchas: los hombres apenas tenían vituallas, debían transitar por arduas zonas enlodadas y de tupida selva, dormir bajo los árboles…
—Basta con que los otros… —empezó a decir ella.
—¡Por favor! —la interrumpió Lukas—. ¡Tengo que hacerlo!
Su mirada cansada se volvió de pronto suplicante y solo entonces comprendió Elisa lo impotente que Lukas debió de haberse sentido cuando los mapuches la secuestraron y él no pudo estar entre los hombres que partieron para liberarla. Y había otra razón que lo movía: el deseo de sustituir a su hermano Fritz, cuya ausencia su madre lamentaba más que la de los hombres que habían muerto en el ataque.
—No tienes que pedirme permiso —murmuró Elisa de mala gana—. Si piensas que tienes que ir, ¡adelante!
—Sí, pero también debes saber que lo hago por ti… Por nuestros hijos.
Elisa siguió la mirada de Lukas. Leo y Lu no habían perdido la fe en que la vida era una gran aventura y el mundo, en esencia, un sitio lleno de promesas. Los chicos ayudaban con energía en la reconstrucción de los graneros y los almacenes. A ella, en cambio, la preocupaba más el pequeño Ricardo. Estaba más callado que de costumbre, parecía asustado y se aferraba a ella constantemente. A veces se quejaba de dolores y su madre no sabía si estos se debían a la humedad del clima, a la falta de comida o al miedo de que el horror pasado se cerniese sobre ellos nuevamente.