El hombre se hallaba de espaldas a Elisa, pero antes de que se diera la vuelta hacia donde estaba ella y esta pudiera asegurarse de quién era, desapareció dentro de una ruca.
—¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Qué ocurre? —gritó Elisa una y otra vez.
Magdalena se encogió de hombros, sin saber qué hacer, y el silencio se extendió sobre ellas.
Elisa estaba agachada en una postura tan rígida que al final se le entumecieron los pies y tuvo que levantarse. La sangre le volvió a bajar a las extremidades causándole un cosquilleo. Entonces vio que Magdalena también miraba hacia fuera, tensa, pero cuando sus miradas se encontraron brevemente, no se dijeron palabra alguna, como si la esperanza de ser salvadas fuera a desaparecer inmediatamente si se dejaban llevar por ella demasiado pronto.
Elisa ya se disponía a agacharse otra vez cuando de repente hubo movimiento delante de la tienda. Unos pasos sonoros golpearon el suelo y entonces alguien abrió la puerta con brusquedad. Por un momento muy breve el sol las cegó de tal modo que Elisa solo pudo ver la silueta de un hombre alto que se acercaba a ella y el primer sonido que salió de sus labios fue una expresión de alivio.
«Cornelius…» Cornelius había venido a salvarla. Sin embargo, cuando el hombre empezó a proferir aquellos gritos, Elisa supo que se había equivocado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre llevaba el pelo demasiado largo para ser Cornelius y de que tenía una expresión de muy mal humor, y una cara malvada.
Los ojos oscuros centelleaban mientras seguía gritándoles; al final, el hombre la cogió del brazo y la arrastró consigo.
Magdalena soltó un chillido de miedo, pero Elisa se sentía incapaz de gritar. La boca se le quedó reseca, y se enredó con sus propios pies.
A continuación, dos siluetas saltaron al mismo tiempo sobre el hombre y liberaron a Elisa; eran Magdalena, que tenía una expresión tremendamente seria, y la mujer mapuche, que empezó a gritar con nerviosismo. Bastó un solo golpe para apartarlas a ambas y a Magdalena la alcanzó con tal fuerza que la arrojó al suelo. Elisa aún pudo ver cómo la pequeña Katherl —que excepcionalmente no estaba riendo— se inclinaba sobre su hermana; pero entonces, el hombre la arrastró al exterior. La mujer mapuche cesó de gritar, tal vez a causa de la indignación, o tal vez por miedo.
Aunque al principio Elisa había seguido al hombre sin ofrecer resistencia, ahora intentó liberarse, por lo que gritó con fuerza pidiendo auxilio. Pero el hombre quebró toda su resistencia de un modo brutal, arrastrándola por el pelo en lugar de por el brazo. El dolor hizo que a Elisa se le saltaran las lágrimas cuando el indio, de un tirón, le arrancó varios mechones de pelo. Con un alarido, Elisa cayó de rodillas, pero con eso solo consiguió que el hombre tirara de ella con más brutalidad.
Durante un buen rato, su universo entero quedó formado por el dolor, el miedo y la oscuridad.
Elisa había cerrado los ojos con fuerza y, cuando por fin volvió a abrirlos, toda imagen había desaparecido tras un borroso velo. No se veían personas ni animales por ninguna parte y tampoco las rucas. El hombre la había llevado hasta un bosquecillo con el suelo cubierto por una alfombra de agujas secas de coníferas. Algunas se le clavaron con fuerza en las plantas de los pies cuando el hombre por fin le soltó el pelo y la arrojó al suelo.
Rápidamente, Elisa se dio la vuelta y se apartó el pelo de la cara. La piel le ardía como el fuego y entonces alzó la vista temerosa.
—¿Por qué me miras? —la increpó el hombre—. ¡Esto es lo que puedes esperar de mi gente!
Elisa no estaba segura de si había entendido bien sus palabras. ¿Cómo es que aquel hombre dominaba su idioma? Jamás lo había oído hablar alemán, pero tal vez hasta ahora no lo había hecho por orgullo, y no porque no supiera hablarlo.
En eso, el hombre continuó:
—El cacique no ha querido escucharme, me ha expulsado de la comunidad. Considera que nuestro ataque ha sido un error. ¡Bah! Y al final ha preferido escuchar a ese que tan bien se entiende con los blancos. ¡Pero ese no es un auténtico mapuche! ¡No puede serlo quien pacta con el enemigo!
Las palabras del indio le iban llegando a Elisa muy lentamente.
«Quidel… Tal vez estuviera hablando de Quidel…»
Entonces le vino a la mente la cara seria de aquel mapuche tan callado y discreto. Tal vez había guiado hasta allí a los hombres y ahora estaban negociando su liberación… Y era eso lo que este hombre quería impedir a toda costa.
Elisa quiso levantarse, pero en ese instante un puño le golpeó el pecho con brutalidad y le cortó la respiración.
—¡No te muevas! —le ordenó el indio. En su mirada todavía fría apareció un destello peligroso. Solo en ese momento, Elisa se dio cuenta de que el hombre estaba ocupado con sus pantalones y entonces comprendió lo que se proponía.
—¡No, por favor! —le suplicó Elisa, al tiempo que intentaba ponerse en pie nuevamente. Una vez más, el hombre la golpeó, aunque esta vez no lo hizo con tanta fuerza; de todos modos, ella sintió cómo se le cortaba el aliento cuando el hombre se arrojó sobre ella y, primero, le agarró la cara con ambas manos y palpó con ellas cada centímetro de su suave piel, para luego deslizarlas más abajo y abrirle las piernas con violencia.
—¡No! —La voz de Elisa había perdido toda su fuerza, no era más que un tenue balbuceo.
—Por eso mataron a mi hermano a sangre fría. ¡Porque se supone que violó a una blanca! Pero él no hizo nada semejante, ¿y sabes por qué? —Con gesto amenazante, el rostro del hombre se acercó al de ella. Ella sintió cómo su saliva le caía sobre la cara—. ¡Porque él siempre despreció a las mujeres blancas! ¡Le parecían feas! Jamás hubiera tomado a una de esas mujeres, hijas de los que han ocupado nuestra tierra por la fuerza.
Elisa ya iba a lanzar golpes a su alrededor, pero el hombre le agarró las muñecas con fuerza y se las clavó contra la tierra por encima de la cabeza.
—Siento lo de tu hermano —dijo ella.
—¡Por lo menos debería haber una razón para que lo hayan matado!
Con una exclamación de enfado, el hombre la golpeó en la cara. Ella no supo cuántas veces lo hizo, solo sintió que la piel se le iba a abrir. Cuando su cabeza dejó de moverse de un lado a otro a causa de los golpes, sintió cómo las agujas de los pinos se le clavaban en la nuca.
Durante un rato, solo pudo yacer allí tumbada, inmóvil; apenas notó nada cuando el hombre le tiró de la falda, se la levantó y empezó a manosearle la piel desnuda.
Un líquido cálido le corrió por la mejilla, tal vez fuera saliva, o tal vez sangre. Cuando los dedos de él se le clavaron en los muslos, Elisa recobró sus fuerzas. Ahora tenía las manos libres y entonces volvió a lanzarle un golpe. El hombre se limitó a reír y apretó aún más su cuerpo contra el de ella, con mayor lujuria.
Las manos de Elisa golpearon en el vacío; creyó que iba a asfixiarse bajo el peso del cuerpo del indio. Y cuando el cielo, hasta entonces claro, se oscureció sobre ella, estuvo segura de que iba a desmayarse. Tal vez eso tuviera su lado bueno, le pasó entonces por la cabeza; por lo menos así no tenía que presenciar lo que aquel indio le estaba haciendo. El dolor que sentía en la cara, en el cuero cabelludo y en la nuca seguía siendo intenso. Pero no, Elisa no se desmayó, el cielo solo se había oscurecido porque de repente había aparecido una figura que se inclinó sobre el mapuche y lo apartó de ella con fuerza. Elisa rodó hacia un lado y, por un instante, permaneció tumbada, jadeando; luego se llevó la mano a los labios, que estaban hinchados e insensibles. Cuando se incorporó, sintió mareos. Por un instante no vio ni oyó nada y, cuando su mirada se despejó de nuevo, el mapuche había desaparecido y quien estaba de pie, ante ella, era Cornelius.
De repente ya no sentía dolor, ni miedo, ni horror, solo calidez. Cornelius le cogió la mano sin percatarse de que estaba cubierta de sangre y la atrajo hacia él.
—¿Dónde…? ¿Dónde está…? —balbuceó ella.
—No tengas miedo, ¡se ha ido!
Ella no le preguntó cómo había conseguido que el mapuche huyera. Hasta mucho más tarde no se puso a especular sobre si Cornelius había conseguido ahuyentarlo solo con unas palabras amenazantes, si había usado los puños o si había echado mano de una pistola. En ese momento aquello no contaba, solo contaba que Cornelius estuviera allí, que la abrazara, que le apretara la cabeza contra su pecho. Poco a poco la respiración se le fue calmando, pero sus piernas seguían temblando.
—Ese hombre quería vengar a su hermano —balbuceó ella—. Quería violarme para vengar a su hermano.
—Ya ha pasado, Elisa. Quidel ha hablado con el cacique. Él no ha tenido nada que ver con el ataque, fue un asunto organizado por los mapuches más jóvenes. Cuando el cacique anunció que os iba a dejar en libertad, comenzó una discusión e incluso hubo forcejeos. Si no hubiéramos contenido a Poldi, él mismo habría ahorcado a algunos de esos hombres. Al final ha salido con un ojo magullado. Pero ahora…
Cornelius estuvo un rato hablándole para tranquilizarla, pero Elisa solo entendió algunas palabras y la promesa que había en ellas. Lo único que acertaba a entender plenamente era que él estaba allí, con ella.
En un principio le bastó mantenerse apoyada contra él. Sin embargo, en algún momento le pareció demasiado poco; poco para demostrarse a sí misma que estaba viva, que ya nadie la amenazaba, que era libre otra vez. Entonces Elisa le rodeó el cuello y lo apretó más contra su cuerpo. Aunque los pies ya se le habían calmado, el temblor subía y le llegó hasta el pecho. A continuación, sollozó y las lágrimas se abrieron paso. Lloró, y él la sujetaba y, cuando por fin dejó de llorar, Elisa no sabía si habían pasado horas o tan solo unos instantes.
Ella apartó la cabeza del pecho de él, pero no lo soltó.
—Pensé que nunca volvería a verte. Pensé que tendría que vivir en este sitio extraño… sin ti…
Él le acarició la mejilla y, aunque la caricia fue suave y cautelosa, a ella le recordó los golpes que el mapuche le había propinado y el dolor. Le ardía el cuero cabelludo y sentía que no solo tenía los labios hinchados, sino también el ojo derecho.
—Lukas… —dijo ella.
—Aún vive —se apresuró a decirle Cornelius—. Lo hirieron gravemente en la cabeza, pero Jule se ha ocupado de él. Ya sabes, uno puede fiarse del poder curativo de sus manos. Y tus hijos están todos bien.
—Pero ¿y papá? —murmuró Elisa con voz apagada.
—Richard y Tadeus están muertos.
Por un momento permanecieron en silencio el uno junto al otro; Elisa no sabía qué decir para expresar con palabras aquella horrible pérdida. Una vez más, él quiso apretar su cabeza contra su pecho, pero entonces ella se resistió.
Aquello todavía era poco, demasiado poco.
Los dolores cesaban y los recuerdos tormentosos se iban desvaneciendo, ya no contaba el miedo por lo que pudiera venir. Elisa alzó la cabeza y lo miró a la cara. Por un instante, mantuvieron la distancia entre ellos dos, pero entonces ella se acercó más y lo besó en la boca. Lo besó del mismo modo que lo había besado muchos años atrás, después del incendio del barco, con ternura y cuidado primero, luego con avidez y pasión, con calidez, con desesperación. Jamás había besado a Lukas de aquel modo, nunca había encontrado ese calor entre sus brazos, ese anhelo de abrazarlo con más y más fuerza para no soltarlo jamás. Los labios le dolían a causa de los golpes, pero ese dolor era poco en comparación con la agradable naturalidad con la que su boca se abrió, sus lenguas chocaron y encontraron el ritmo adecuado para saborearse. Elisa le pasó la mano por la cabeza, por la nuca, por la espalda, al tiempo que se preguntaba cómo había podido renunciar a él durante todos aquellos años, sin sentir sed, sin morir de hambre, de pena.
Sin embargo, sí que era posible que esa pena la hubiera convertido en otra Elisa, en una Elisa muy distinta, cuya vida solo consistía en cumplir con sus obligaciones; en una mujer que se había prohibido aquella dicha, que en esa circunstancia jamás habría besado a Cornelius, sino que se habría consumido de preocupación por su marido, Lukas, gravemente herido…
Los recuerdos regresaron, espantando aquel calor. Eran recuerdos relacionados con los terroríficos mugidos de las vacas, con su padre al ser derribado de un golpe, con Lukas, que yacía inmóvil, sin que ella supiera cómo de graves eran sus heridas.
Abruptamente, Elisa se separó de Cornelius y lo miró con fijeza.
—¡Dios mío! ¡¿Qué estamos haciendo?!
—Elisa…
Casi sintió dolor al separarse de él. Pero lo hizo, retrocedió unos pasos lentamente, se dio la vuelta y echó a correr. Sus pies se enredaron con la maleza; las agujas y las espinas le rasgaron la piel, el sol la abrasó de un modo implacable.
No llegó demasiado lejos, pues muy pronto la venció el agotamiento. El agotamiento… y la confusión.
—Elisa…
Cornelius la había seguido, pero ahora mantuvo la distancia. No volvió a abrazarla y, en silencio, ella le dio las gracias y al mismo tiempo lo maldijo por no hacerlo.
—Ah, Elisa… —empezó diciendo él otra vez—. Elisa. —Por un momento no pudo decir otra cosa que su nombre. Entonces otras palabras salieron de su boca—. Sé que he esperado demasiado. Me dejé llevar durante mucho tiempo por los caprichos de mi tío. Todo es culpa mía. Cuando por fin os encontré, ya era demasiado tarde. Pero tienes que saber una cosa: vine hasta aquí solo por ti y me he quedado por ti. ¡Jamás quise atormentarte con mi presencia! ¡Solo quería hacerte feliz! Tal vez fue un cálculo fallido, pero…
Las ansias por besarlo de nuevo, por sentir su boca, sus mejillas, su frente, sus ojos, fueron más poderosas. El calor que recorrió su cuerpo solo de pensarlo fue casi insoportable. Nunca había sentido un calor semejante en las noches que había pasado con Lukas, esas noches tranquilas, oscuras, con abrazos rápidos, no del todo desagradables, pero siempre tímidos. Con Lukas se sentía arropada, pero sus labios nunca habían ardido de aquel modo, nunca todo su ser había clamado por él, jamás se había apoderado de ella esa lujuria, esos deseos de abrazarlo y de derretirse con él. El calor abarcó todo su cuerpo, le recorrió la espalda, endureció sus pechos, hizo que las piernas le temblaran y sintió un nudo en la boca del estómago.
Su voz, por el contrario, sonó fría y sobria cuando volvió a hablar.
—Esto no puede volver a pasar jamás. ¿Me oyes? ¡Jamás!