Read En la Tierra del Fuego Online

Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (54 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Apresuradamente, Elisa quiso lanzarse con el cubo contra el fuego, apagarlo como pudiera y salvar de algún modo al ganado, pero inmediatamente se vio en el suelo, con el agua fría salpicándole las piernas. No había tropezado, tal y como había creído en un primer momento. Una sombra se le había acercado, la había derribado y ahora estaba encima de ella. Pero no, no era una sombra, era uno de aquellos hombres de pelo largo y piel oscura. Finalmente, el hombre la levantó de un tirón y se la echó a la espalda. Elisa gritó, pataleó, dio golpes en todas direcciones. En algún momento debió de propinarle a aquel hombre uno que le causó dolor porque a continuación el indio la dejó caer. Elisa se dio con el hombro contra el suelo y tuvo la sensación de que se había roto todos los huesos.

—¡Elisa!

Apenas había conseguido incorporarse cuando vio que su padre venía hacia ella, con las manos en alto, blandiendo amenazadoramente una hoz; sí, su padre, quien a menudo se mostraba tan parsimonioso; el melancólico Richard, cuyo poco afán de trabajo se atribuía, indulgentemente, a una enfermedad, y no a la holgazanería. Ella misma, sin ir más lejos, lo había defendido varias veces y, en silencio, se preguntaba atormentada por qué su padre no le preguntaba nunca cómo estaba, por qué aceptaba agradecido que le hubiera dado unos nietos, pero sin pensar jamás en los sacrificios que ella había hecho para tenerlos. Sin embargo, ese mismo hombre no dudaba ahora en empuñar una hoz —una igual a la que ella había empleado tantas veces— para salvar a su hija aun a riesgo de su propia vida.

—¡No! —gritó Elisa.

Ella vio venir el caballo mucho antes que él; el jinete se dirigió a Richard, pero no detuvo la bestia cuando llegó a donde estaba su padre, sino que le estrelló algo contra la cabeza mientras pasaba por su lado. Elisa no había visto qué era; solo que la fuerza con la que asestó el golpe había bastado para romperle los huesos.

Brotó un líquido de color rojo y, aunque en ese instante Elisa ya supo que su padre no iba a sobrevivir a esa agresión, Richard von Graberg no cayó, sino que se mantuvo erguido momentáneamente. Sus miradas se encontraron: la de él era una mirada despierta, mucho más despierta que la que había exhibido en los últimos años. No había dolor ni espanto en ella, no había discordia ni aquel vacío de indiferencia que tanto dolor le había causado a Elisa; solo había orgullo y amor: y los había en abundancia, como si su padre nunca hubiera tenido que luchar demasiado para mostrar tales sentimientos.

Entonces Richard von Graberg se desplomó.

—¡Papá!

Elisa quiso correr hacia él, pero no pudo. Unas zarpas la agarraron por detrás y le oprimieron las muñecas para luego tirar de ellas y colocárselas a la espalda. Amargamente, Elisa intentó defenderse con gritos y patadas. Pero la fuerza implacable de aquella sujeción no disminuía.

—¡Auxilio! —gritó la mujer, pero sus energías mermaban—. ¡Auxilio! Pero…

De repente la mujer enmudeció. No lejos del lugar donde estaba su padre y donde ahora se extendía un charco de sangre, Elisa vio escabullirse a Annelie.

Huía hacia una de aquellas fosas cavadas en el suelo en las que guardaban las patatas.

Primero, se hundió en ella todo lo que pudo y, luego, asomó la cabeza repentinamente y miró con ojos temerosos hacia donde estaba su hijastra. Toda la resistencia que Elisa estaba oponiendo a su agresor se paralizó. Con cada fibra de su cuerpo intentó hacerle una señal a Annelie para indicarle que no se moviera y que no acudiera en su ayuda. Porque, además, Annelie no estaba sola. Llevaba a Ricardo en brazos, que se retorcía y gritaba llamando a su madre. Elisa vio que Annelie le tapaba la boca con la mano al chico para atenuar los gritos y luego terminó agachándose para esconderse en el fondo de aquella zanja donde estaba a salvo.

Elisa se sintió tan aliviada al saber que Ricardo estaba bien protegido que se dejó arrastrar por su agresor. Solo después de haber avanzado varios pasos, cuando ya pensaba que en cualquier momento aquellos tirones harían que los brazos se le desprendieran, cuando sus piernas estuvieron cubiertas hasta las rodillas de rasguños sangrantes, volvió a ofrecer resistencia.

Sí, Ricardo estaba a salvo, pero ¿dónde se habían ocultado sus otros dos hijos?

De nuevo, empezó a dar patadas a su alrededor y por un instante su propósito pareció tener éxito: el agresor la soltó y ella entrevió una cara marcada por una cicatriz, sobre la que caía el pelo negro recogido en trenzas. Pero en cuanto Elisa, arrastrándose, se hubo alejado un poco del hombre, este la agarró y ahora le ató las manos con unas cuerdas. Lo hizo con tal firmeza que ella perdió la sensibilidad de los dedos. Ya apenas podía ver nada, pues desde los establos se elevaba una nube de humo espesa y penetrante, y fue entonces cuando se dio cuenta de que las vacas ya no mugían. ¿Las habrían puesto a buen recaudo o se habrían quemado?

El hombre arrastró a Elisa hasta donde estaba su caballo. Allí el aire aún no estaba infectado por el humo y Elisa pudo ver con claridad hacia donde estaba la escuela, que aún no había atraído la atención de los agresores.

En su fuero interno, rezó para que aquello siguiera siendo así porque entonces vio que Jule y Christine habían ido a ocultarse dentro del edificio. O mejor dicho, solo Jule se escondió, mientras Christine se alejaba precipitadamente de la casa. Pero no llegó demasiado lejos. Apenas había dado unos pasos cuando Jule salió corriendo tras ella, la agarró y la obligó a regresar. Las dos mujeres abrían la boca desmesuradamente. Se gritaban la una a la otra como no se había visto antes en ninguna de sus peleas. Elisa no podía entender lo que se decían, solo vio que Jule había conseguido imponer su criterio y que había podido llevar a Christine tras una pared protectora.

Las dos mujeres estaba bien resguardadas; sin embargo, cuando Elisa volvió la cabeza, un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo. Una vez más todo en ella enmudeció, también se acallaron los estridentes gritos de los agresores y el crepitar de la madera al quemarse, solo quedó el latido de la sangre que fluía por su cuerpo. Lukas yacía en el suelo, estaba inmóvil, como su propio padre muerto.

—Lukas… —Su boca dio forma a las sílabas del nombre de su marido, pero en ese instante el hombre la arrojó sobre el lomo del caballo y solo vio que la tierra daba vueltas y que se había levantado polvo y sintió que su cabeza se bamboleaba por encima del suelo.

—Lukas…

El hombre tiraba frenéticamente de las riendas de su caballo y, cuando Elisa consiguió por fin erguirse un poco, se dio cuenta de cuál era el motivo de la prisa. Hasta ese momento los atacantes habían tropezado con muy poca resistencia, pero ahora esta empezaba a organizarse. Por fin llegaba la ayuda: Barbara, Poldi, Fritz, Andreas, Tadeus y un par de hombres de los pueblos vecinos, todos armados, con lo primero que pillaron a mano: hachas, machetes, hoces, ganchos. Elisa vio que uno de ellos derribaba de su caballo a uno de los agresores y lo golpeaba.

—¡Los niños! —le gritó Elisa a Barbara—. ¡Ve a ver qué pasa con mis hijos!

No estaba segura de que su voz se hubiera oído en medio del vocerío de la lucha. Ya no pudo gritar nada más. El hombre la golpeó en la cabeza, se montó sobre el caballo, detrás de ella, y aguijó a la bestia con más impaciencia que antes.

«Este hombre no llegará muy lejos —confiaba Elisa—, las vallas lo obligarán a detenerse.» Las vallas… Esas vallas que habían ido construyendo con tanto esfuerzo, a base de troncos y ramas. Sin embargo, el hombre continuó galopando, sin parar, sin que ningún obstáculo se lo impidiese. Probablemente, él y sus hombres habían derribado las vallas antes de irrumpir en el pueblo.

«Pero Fritz y Poldi —se consolaba pensando Elisa—, Fritz y Poldi los harán detenerse… O Lukas…»

Pero no, Lukas yacía allí… Inmóvil como su padre, Richard. ¿Estaría muerto también?

Con más intensidad aún que el griterío, se oyó ahora cómo entrechocaban cuchillos y hoces. Elisa buscó por última vez a Lukas con la mirada, pero no lo vio, lo que vio allí tumbado fue otro cuerpo empapado en sangre: era Tadeus Glöckner.

«¡Dios mío! ¡Están matando a todos los hombres!»

Eso fue lo último que pensó. Entonces recibió otro golpe en la cabeza, puede que dado con la intención de que se estuviera quieta por fin. Y esta vez fue tan violento que su mundo se hundió en la oscuridad.

Cuando Elisa volvió en sí, todavía yacía atravesada sobre el lomo del caballo. Cada paso que el animal daba le provocaba un dolor fortísimo en el estómago. No sabía qué era peor, si las ganas de vomitar que sentía o el dolor en el pecho que le cortaba el aliento.

Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para alzar la cabeza. Primero no vio nada, solo los pies de aquellos hombres desconocidos que calzaban unas sandalias de cuero polvorientas. Con un gemido consiguió seguir alzando un poco más el cuerpo y entonces vio el cabello largo y trenzado que a aquellos hombres les caía sobre la espalda, sujeto por unas cintas plateadas, y también vio que vestían coloridos ponchos de largos flecos. Había alguno que tenía una cinta de cuero sobre la frente, otros llevaban unos pañuelos.

Los hombres mantenían las miradas tan fijas en el camino que apenas se dieron cuenta de la suya. Todos los gritos se habían acallado y las caras de los agresores ya no estaban deformadas en aquella mueca de odio. Aunque iban vestidos con unas ropas extrañas, no eran distintos de cualquier hombre. Nada parecían tener en común con aquellos monstruos que habían atacado la aldea un momento antes, que habían destruido los cultivos y prendido fuego a los establos y que, a continuación, habían agredido a su padre, a Tadeus Glöckner, a Lukas…

Cuando el recuerdo de aquel horror retornó con toda su fuerza, las lágrimas rodaron por las mejillas de Elisa. Ella dejó caer de nuevo la cabeza, vencida por unos mareos aún más intensos y por aquella sensación de horror.

De repente, no lejos de ella oyó una risa, un sonido claro, cálido, con el que no había contado en aquella situación miserable.

—¿Katherl? —se le escapó.

Una vez más alzó la cabeza: en efecto, era la hija tonta de los Steiner, a la que también habían arrojado sobre un caballo y a la que no parecía molestarle en absoluto aquel rudo trato. Y Katherl no era la única prisionera. La mirada de Elisa se cruzó con los ojos inexpresivos, casi apagados, de Magdalena.

—Magdalena…

Los mareos y los dolores eran cada vez más insoportables y, cuando Elisa dejó caer la cabeza, de nuevo todo se volvió negro a su alrededor. Cuando despertó, ya no estaba sobre el caballo, sino sobre un suelo arenoso. Un aliento cálido la golpeó en la cara y sintió que una mano le acariciaba la mejilla. Se sobresaltó dando un grito y empezó a lanzar golpes a su alrededor para resistirse al agresor.

—¡Elisa! —Una voz familiar la hizo detenerse—. Elisa, soy yo.

«Magdalena… —pensó—. También se han llevado a Magdalena…» Elisa dejó caer las manos. Magdalena estaba sentada junto a ella y no lejos de ambas estaba Katherl, que seguía riendo con más fuerza que antes, como si aquella estrafalaria excursión le pareciera divertida. Elisa sintió un dolor punzante en las sienes. Se llevó las manos a la cabeza y sintió que tenía una costra en el pelo: sería lodo, o quizá sangre.

—Los niños… ¿Qué ha pasado con los niños? —preguntó con voz apagada.

—Están bien —respondió Magdalena en voz baja. Su mirada era todavía inexpresiva, era como si aquello por lo que estaban pasando no le importase nada—. He visto cómo Barbara los escondía.

—Pero ¿y mi padre…? ¿Y Lukas…? ¿Y Tadeus…? ¿Están todos muertos?

Magdalena se encogió de hombros.

—No lo sé.

Elisa echó un vistazo a su alrededor. Los caballos la miraban con ojos impávidos. Los hombres, en cambio, estaban inclinados sobre un manantial situado no muy lejos de aquel claro en que habían parado a descansar. Al escuchar el rumor del agua, Elisa cobró conciencia de lo secos y agrietados que tenía los labios, pero no se atrevió a llamar la atención y pedirles agua a aquellos hombres.

—¿Adónde nos llevan? ¿Qué se proponen hacer con nosotras?

—No lo sé…

Magdalena cerró los ojos y empezó a murmurar algo; probablemente buscaba fuerza en una oración como hacía a menudo. Katherl, por su parte, no paraba de reír.

Jule se incorporó y se frotó los codos doloridos. Aunque había pasado la última hora escondida hecha un ovillo en el interior de la escuela, tenía la sensación de haber recibido todos y cada uno de los golpes que les habían asestado a los demás pobladores. Lo había observado todo a través de las rendijas, por lo menos mientras no tuvo que contener a Christine a la fuerza para que no corriera a ayudar a los demás. La resistencia de la mujer había aflojado pronto y ahora no hacía más que mirarla con gesto de reproche.

—Casi me rompes los huesos —gruñó Christine.

Jule se encogió de hombros:

—Claro, tú habrías preferido que te los rompieran los mapuches, y no yo, ¿no es cierto?

Christine no respondió, sino que soltó un grito y se precipitó afuera. Cuando Jule la siguió, vio a Lukas en medio de los campos destrozados. Las dos habían visto cómo los mapuches golpeaban a Richard, pero no que también habían alcanzado al hijo de Christine. Mientras esta última se agachaba junto a su hijo, Jule aprovechó para buscar a otras víctimas.

No lejos de la escuela vio a Poldi y a Barbara arrodillados uno al lado del otro. Primero pensó que habían sido el horror y el nerviosismo lo que los había hecho hincarse de hinojos, pero enseguida vio que allí, ante ellos, yacía Tadeus, con las extremidades cruzadas de modo poco natural, con los ojos abiertos e inertes. No tuvo ni siquiera necesidad de examinarlo para saber que estaba muerto. También Poldi y Barbara parecían haberlo comprendido, pero no se sentían capaces de decir palabra alguna ni de hacer ningún movimiento.

Tras ellos estaban Lu y Leo, pero no eran los niños despiertos y ávidos de aventuras que ella conocía, sino dos críos asustados que se agarraban de las manos y primero miraban fijamente al fallecido Tadeus con una expresión de desconcierto y luego observaban a su hermano Ricardo, que lloraba en brazos de Annelie, la cual estaba saliendo con él de un agujero cavado en la tierra. Ricardo gritaba desesperado llamando a su madre.

Barbara se sacudió la rigidez que la atenazaba y se levantó de golpe.

—¡Los niños no deberían ver esto! —les dijo con energía y, a continuación, se llevó a Lu y a Leo lejos del muerto y tomó a Ricardo en brazos. Quiso acariciarle la frente, pero el chico empezó a dar golpes a su alrededor y continuó clamando a gritos por su madre.

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