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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (52 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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En ese momento, Jule mencionó los nombres de las hijas de Poldi y, al decirlo, les echó una mirada severa: una de ellas protestó, otra soltó una risita y la tercera gritó. Resa había dado a luz a sus hijas una tras otra, tan rápido como Elisa a los suyos. Pero mientras que los hijos de esta última se habían ido educando unos a otros y sabían cómo comportarse en cada caso, las chicas de Poldi y Resa (Frida, Kathi y Theres) se pasaban la vida lloriqueando y peleándose, se mordían y pellizcaban o se tiraban de los pelos. Nadie lo reconocía, pero todos se alegraban de no tener cerca a aquellas chicas, incluso su abuela Christine, a la que le gustaban los niños y adoraba reunir a su familia en torno a ella; incluso ella se alegraba de que las niñas no estuvieran. Elisa tuvo que dominarse para no poner los ojos en blanco de impaciencia, algo que Jule hizo abiertamente cuando mencionó en voz alta a los niños de la vecindad tirolesa y anunció:

—Magdalena Steiner asumirá la educación religiosa de los niños.

Había un tono de burla en su voz, con lo cual daba a entender que no consideraba que esa parte de la educación fuera demasiado significativa.

Los demás, en cambio, asintieron con gestos de aprobación. Lenerl se había destacado hasta ese momento por mantener vivas algunas tradiciones religiosas: en los últimos años, ella se había ocupado de que el día seis de diciembre Santa Claus y su siervo Ruperto acudieran a donde estaban los niños y les regalaran un árbol de Navidad, que en aquel país se hacía con un mañío, no con un abeto. También se ocupaba de que el Jueves Santo los niños visitaran a sus padrinos y de que estos les hicieran regalos. El Domingo de Pascua escondía huevos que intentaba pintar de colores con la ayuda de Annelie, aunque hasta entonces no lo habían logrado, ya que los huevos siempre salían con un color ocre o marrón y jamás mostraban color verde, azul o rojo.

—Y de las clases sobre la vida de los animales y las plantas se ocupará Fritz —continuó Jule—. A él le debemos, a fin de cuentas, todo lo que sabemos sobre la flora y la fauna de aquí.

La mirada de Jule ya no era burlona, sino que mostraba un sincero respeto. Elisa dirigió la mirada hacia su cuñado. Era el único de los Steiner que no se había casado y Elisa no recordaba haberlo visto sonreír en los últimos años. Nadie trabajaba más duramente que Fritz y tampoco nadie se mostraba tan rápido y solícito cuando se lo necesitaba. Siempre remolcaba consigo a su padre, el paralítico Jakob, y se ocupaba incansablemente de su madre y de sus dos hermanas solteras. Pero, con cada mes que pasaba, parecía mostrarse también más duro consigo mismo y con los demás, más egoísta e inaccesible. Elisa sospechaba que, en su fuero interno, era muy infeliz; un par de semanas atrás había dicho algo al respecto en voz alta por primera vez:

—Aquí, soy yo el que se ocupa de todo y de todos, pero ¿de mí quién se ocupa?

A Elisa no le dio la impresión de que aquella queja fuera dirigida a ella, sino de que, casualmente, había sido ella quien la oyó.

—¿A qué te refieres? —le había preguntado.

—Lukas se siente feliz cuando puede trabajar la madera y hacer muebles. Y a Poldi le encanta hacerse el holgazán, pero se siente orgulloso cuando está trabajando en el campo o en los establos. Sin embargo, Elisa, ¿sabes una cosa? No estoy nada orgulloso de mi trabajo. Solo lo hago porque es necesario. Pero no es algo que me guste hacer, no me nace del corazón.

—¿Y qué es lo que te gustaría hacer?

Él no lo expresó, del mismo modo que ella jamás admitía el dolor que sentía por lo de Cornelius. Pero es probable que Fritz supiera algo de sus sentimientos por aquel igual que ella sabía de la pasión de Fritz por las ciencias naturales, pasión que antes había podido cultivar en el museo de Stuttgart y a la que ahora solo podía dedicar tiempo cuando iba a Valdivia a buscar cerveza. La cerveza la continuaba produciendo Carlos Anwandter, que además de la fábrica era dueño de una farmacia y sabía mucho sobre hierbas y plantas, un tema sobre el que le encantaba departir con Fritz Steiner.

—En fin —dijo Jule concluyendo su discurso. Todos suspiraron con alivio, pues no estaban acostumbrados a estarse de pie, quietos, durante tanto tiempo; Resa, en especial, se sintió más que aliviada, pues ya apenas conseguía sujetar a las fierecillas de sus hijas—. Bueno, ya he hablado bastante y vosotros habéis estado ahí de pie suficiente tiempo. Ahora deberíamos celebrar como se merece el hecho de que dispongamos de una escuela propia.

Como siempre, Annelie los invitó a un banquete, pero, a diferencia de lo que hacía antes, cuando, casi en un acto de magia, sacaba algo de la nada, hoy la mesa puesta al aire libre estaba a punto de doblarse bajo el peso de los muchos platos.

Para esa ocasión festiva, habían sacrificado casi una docena de reses. Annelie había adobado la carne con aceite y hierbas aromáticas y la había puesto a asar en la parrilla, al igual que el cordero rebozado con harina. De guarnición había mazorcas de maíz dulce y patatas, calabaza y judías.

En un caldero enorme situado junto a la parrilla, se cocinaba un guiso de cebollas, zanahorias y paca, un roedor que tenía una carne sumamente tierna y que se podía cazar sobre todo en las proximidades de los grandes lagos. Esto último era algo que todos tenían que admitir, hasta los que en un principio no habían querido probarlo porque no lo conocían. En otro caldero, Annelie había puesto a hacer una sopa de pescado con anguilas, mero de agua dulce y mucho ajo, y, además, en una sartén se freían unos huevos.

Desde su tercer aborto, la mujer de Richard no había vuelto a intentar hacer una tarta de ruibarbo, pero había empezado a emplear las moras que uno de los inmigrantes de las últimas expediciones, un tal Adolf Ellwanger, había traído hasta el lago de Llanquihue. Y no menos imprescindible para aquellas gruesas y jugosas tartas que tanto les encantaban a los niños era algo que había traído otro inmigrante, Heinrich Wiederholz, que había sido el primero en criar abejas en el sur de Chile, con lo que introdujo la producción de miel. Annelie ya tenía su propia colmena, que se alimentaba sobre todo del néctar de las blancas florecillas de los ulmos y que no solo le proporcionaba una miel espesa y de color ámbar, sino también una cera de olor embriagador.

Como sucedía siempre, los ojos de Annelie brillaban mientras repartía los alimentos. Físicamente, el deleite por la comida era algo que no se le notaba mucho, pues seguía siendo muy delgada aun después de que los años de vacas flacas hubieran terminado; pero el placer de llenarles el plato a los demás sí que seguía siendo el mismo.

—¿Y quién se va a comer todo eso? —preguntó Elisa cuando su madrastra le entregó su ración.

Al parecer, a Richard, que llevaba una eternidad masticando su primer trozo de carne, se le pasó lo mismo por la cabeza. Si se tomara su apetito como rasero de su estado de ánimo, entonces no podría decirse que este había mejorado mucho desde aquellos primeros meses tan duros. Eso pensaba Elisa. Pero por lo menos en tomar cerveza de Valdivia sí que su padre se empleaba a fondo. Y más que los jóvenes, Richard tenía cierta proclividad a beber más allá de lo que la sed le pedía, y no porque quisiera emborracharse, sino porque la cerveza le recordaba su patria alemana. Cuando cerraba los ojos y se imaginaba que estaba allí de nuevo, viviendo en su antigua finca, parecía por un momento reconciliado con aquella vida en el extraño país, y lo mismo sucedía durante las horas que pasaba en compañía de sus nietos.

Elisa dejó el plato en cuanto se comió la mitad. Como la cerveza, la vajilla venía de Valdivia. No tenía muchas piezas, y la mayoría tenía que comer en platos comunes y corrientes hechos con bambú, pero aquel era el tesoro más preciado de Annelie, y ella misma había supervisado el peligroso traslado de las piezas: aquella fue la única ocasión en la que había salido de la colonia situada a orillas del lago.

Annelie contempló el plato de Elisa.

—¿Tú también has comido suficiente?

—¡Por supuesto! —se apresuró a contestar Elisa.

Annelie hizo una mueca dubitativa, pero antes de que pudiera decir nada, Elisa señaló hacia donde estaba la fogata.

—¿Qué está haciendo ella ahí? —se le escapó.

Annelie se dio la vuelta. Sin hacer ruido, como siempre, Greta se había acercado al sitio donde estaban reunidos los demás pobladores. Elisa no recordaba haberla visto, en los últimos años, caminando deprisa o hablando en voz alta. Greta siempre aparecía de repente, como salida de las entrañas de la tierra.

Y del mismo modo sigiloso en que se había aproximado, se mezcló ahora entre los pobladores de la colonia. No saludó a ninguno de ellos, sino que se dirigió directamente hacia donde estaba Cornelius.

Elisa oyó cómo él pronunciaba el nombre de Greta y, de pronto, instintivamente, sintió aquel dolor punzante al ver que el rostro de la joven se iluminaba y que Cornelius, solícito, le ofrecía de comer de su propio plato.

Elisa no vio si Greta aceptaba o no el ofrecimiento, ya que ambos le estaban dando la espalda, pero los dientes le rechinaron imperceptiblemente. En verdad, podía entender muy bien ese afán de Cornelius por mostrarse solícito y atento. Greta causaba la impresión de ser un pajarito caído del nido. Pero a Elisa le molestaba que la hermana de Viktor rechazara cualquier gesto afectuoso de otras personas, mientras que, cuando se los prodigaba Cornelius, aceptaba esos mismos gestos con su sonrisa más adorable. Sabía que no podía reprocharle eso a aquella mujer, sino que debía alegrarse de que por lo menos Greta confiara en una persona de la comunidad que no fuera el raro de su hermano. Sin embargo, cuando la vio hablando animadamente con Cornelius, con las mejillas enrojecidas, tuvo la sensación de que Greta se estaba comportando de un modo inadecuado, que tomaba algo que no le correspondía y que no merecía.

—¿Cómo ha conseguido eludir a su hermano? —dijo con amargura.

Lo normal era ver a los hermanos siempre juntos. Christl, con su lengua viperina, afirmaba que Viktor tenía a su hermana como esclava y que a veces le pegaba como antes hacía su padre, Lambert; pero Christl hablaba mucho cuando los días se hacían demasiado largos. Lo que sí era indudable era que, con los años, Viktor se había ido aislando cada vez más y solo se dejaba ver en ocasiones debido a la insistencia de su hermana. Llevaba años sin afeitarse, su barba crecía, llena de mugre, y ya le llegaba hasta el pecho; el cabello, por su parte, le caía hacia delante y le tapaba la frente. Las hijas pequeñas de Resa y de Poldi siempre se asustaban al verlo y Elisa podía entender muy bien esa reacción.

Annelie se encogió de hombros.

—Cornelius es el único que es amable con ella de todo corazón; no irás a reprochárselo.

—¿Acaso he dicho yo algo que indique que se lo reprocho? —le contestó Elisa. Pero en realidad lo que había tenido en la punta de la lengua era que incluso deseaba que Cornelius encontrara por fin una esposa. ¡En cualquier caso, de ningún modo podía ser Greta la mujer adecuada para él! Mucho más apropiada sería Lenerl, que desde hacía poco se negaba a responder cuando la llamaban por el diminutivo y obligaba a todos a que la llamaran Magdalena. Con esta, Cornelius leía a veces la Biblia, pero jamás se había mostrado con ella tan atento como con Greta.

De repente, un penetrante grito de «¡mamá!» sacó a Elisa de sus pensamientos. Ricardo tiraba de su falda y le mostraba un pedazo de carne dura que no podía masticar. Siempre se sentía molesto si algo no le salía bien, o si no le salía como quería, como cuando sus hermanos mayores lo molestaban o no era capaz de mantener su ritmo en las carreras, o cuando resbalaba y los pantalones se le cubrían de barro.

Elisa le apartó el trozo de carne, lo cogió en brazos y lo abrazó con fuerza. Lukas no sabía relacionarse muy bien con su hijo más pequeño y lo consideraba algo débil, debido a que siempre se estaba quejando. Elisa, por el contrario, siempre se mostraba conmovida cuando su pequeño ponía aquella carita de desesperación y a menudo sentía que el chico era el encargado de manifestar lo que a ella le oprimía el corazón y debía permanecer oculto por prudencia.

Hoy la pena de Ricardo no se prolongó mucho tiempo. Al cabo de un rato, empezó a insistir para que su madre lo soltara y, cuando esta por fin lo hizo, corrió hacia donde estaba su abuela. Normalmente, los ojos de Christine brillaban al ver a sus nietos, pero, aunque esta vez le abrió los brazos a Ricardo, no le prestó demasiada atención.

Desde que Jule había empezado a acariciar aquellos planes de fundar una escuela, Christine había estado de su parte, aunque no podía admitirlo abiertamente, o solo lo había hecho en muy contadas ocasiones. No se cansaba de soltar sus pullas; y del mismo modo incansable, Jule seguía encontrando placer en llevarle la contraria.

—Bueno, ha llegado el momento —gruñó Christine—. Ahora nuestros niños pronto estarán en condiciones de leerles algo en voz alta a nuestras vacas. Esperemos que no por ello se olviden de cómo se las debe ordeñar.

—¿Es que acaso tú preferirías que de tanto ordeñarlas se les quede esa mirada estúpida que tienen las propias reses? —respondió Jule—. Aquí hay trabajo todavía para muchas generaciones, nadie se olvidará de cómo hacerlo. Pero de Alemania hemos traído más cosas que arados y bueyes, y eso debemos preservarlo.

—Pero lo asombroso es que seas tú precisamente la que pretenda educar a nuestros hijos; tú, que no te ocupaste de los tuyos, sino que decidiste abandonarlos.

—Si tienes miedo de que eche a perder a tus nietos, puedes sentarte en la escuela mientras esté dando clases para vigilarme.

—¡Bah! No sé qué podría aprender yo de ti. Aquí solo puede aprenderse algo usando las propias manos, no la mente.

—Pero no irás a negarme que es mucho mejor que la mente sepa qué hacen las manos.

—¿Y dónde queda el corazón en todo esto? No tengo la impresión de que te caigan bien los hijos de Christl, de Poldi y de Elisa. ¿Y ahora vas a pasar tanto tiempo con ellos?

—Créeme —le ladró Jule—; me gustaría mucho más dar clases a los adultos que a los niños, pero si tengo que hacerlo, me daré por satisfecha con la segunda mejor opción.

—¡Solo alguien como tú puede hablar así! ¡No sabes apreciar el mayor tesoro que hay en la vida: la juventud!

—Si ser joven significa lloriquear como las hijas de Poldi, soltando mocos, protestando y chillando, entonces prefiero ser una anciana prehistórica.

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