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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (53 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Ricardo dejó de luchar por arrancarle a su abuela una señal de afecto. Annelie, en cambio, se reía de aquellas dos gallinas peleonas.

—Imagínate —le dijo a Elisa—. Jule afirma que hace algún tiempo sorprendió a Christine leyendo un libro. Uno de esos libros que nos han llegado de Valdivia. Pero Christine, por supuesto, no quiere admitirlo.

Elisa se encogió de hombros. En lugar de seguir escuchando aquella larga pelea entre Christine y Jule, su mirada se deslizó nuevamente hasta donde estaban Greta y Cornelius, que seguían allí juntos, con familiaridad.

Al parecer, a Annelie no se le escapó aquella mirada.

—¡Ven! —le dijo a su hijastra. Mientras, Ricardo parecía haber captado al menos la atención de su abuelo Jakob, que lo sentó sobre sus piernas inertes—. Ayúdame a meter las cosas en casa.

Las ramas crujían bajo los pasos de Poldi, que avanzaba velozmente, se agachaba y miraba a su alrededor una y otra vez. Aunque no se veía a nadie a la redonda y aunque estaba seguro de que Resa no lo seguía, se sentía observado. Al principio de su matrimonio todo había sido muy diferente. Ella se pasaba todo el tiempo pegada a él, literalmente, y cuando él conseguía quitársela de encima para encontrarse en secreto con Barbara, Resa esperaba a que llegara y, con ojos recelosos, le preguntaba molesta:

—¿Dónde has estado?

Pero, entonces, ella había dado a luz a su primera hija y todo había cambiado. Había mujeres como Elisa, que se ataban a sus recién nacidos en un hatillo a la espalda y que, pocos días después del parto, ya estaban a pie de surco, trabajando en las labores del campo, llevando la vida de antes, con la única diferencia de que de vez en cuando tenían que parar para amamantar o cambiar a los pequeños. Y también había mujeres como Resa, cuyo universo entero se venía abajo con el nacimiento de un hijo. Ella había sufrido mucho durante todo el embarazo y se había quejado y, cuando por fin la primera hija llegó, se sentía siempre cansada, con demasiadas responsabilidades encima, y estaba siempre de mal humor. Trataba a Poldi como si este fuera una carga adicional para ella y, cuando su marido se marchaba de casa, se sentía muy aliviada.

Poldi se dio otra vez la vuelta; oyó un ruido entre la maleza, pero pensó que sería uno de esos coloridos pájaros que alzaba el vuelo hacia el cielo vidrioso. Sí, Resa no los estaba vigilando, los demás colonos estaban demasiado ocupados comiendo y bebiendo, pero, no obstante, debían protegerse de cualquier mirada curiosa.

En otra época, la ribera occidental del lago había estado desierta; había suficientes lugares solitarios donde encontrarse. Pero durante los últimos años habían seguido llegando al lugar más emigrantes alemanes. Los buques que los traían se llamaban Australia, Alfred, Fortunata y Reiherstieg. Un año arribaron solamente dos o tres familias, pero otro llegaron cien, y todas iban directas a la región del lago, donde se seguían entregando parcelas.

Entre la oscuridad de los árboles, Poldi se sentía algo más seguro, por eso empezó a caminar más erguido y aceleró el paso. No tardó mucho en llegar a un espacio cubierto y protegido por espesas ramas. Del último lugar en que se habían encontrado habían tenido que salir huyendo a toda prisa, cuando oyeron los pasos firmes y las voces de un grupo de hombres; hasta este sitio, sin embargo, nadie les había seguido el rastro nunca.

No tuvo que esperar demasiado. Escuchó la risa de ella a lo lejos. Barbara solía reír ahora mucho más que antes y lo hacía de un modo más estridente y espontáneo, y Poldi nunca estaba seguro de si ello era síntoma —como antaño— de su alegría de vivir, o de si aquella risa era provocada por su timidez y su complejo de culpa para con su malhumorada hija. De todos modos, ninguna de las dos cosas era suficientemente fuerte como para acabar con sus ansias de placer.

Sin decir palabra, él se arrojó sobre ella. Era raro que tuvieran tiempo para ponerse a charlar, para mostrarse cariñosos o simplemente para mirarse. Poldi se abrió el pantalón y ella se levantó la falda. Ya no había inseguridad entre ellos, ya no había aquellos tímidos tanteos, ni temblores ni estremecimientos. Hacía tiempo que sus cuerpos se conocían; ya no había extrañezas que superar, solo la avidez de satisfacer aquella lujuria, y lo más rápido que se pudiera, con la mayor intensidad.

Y solo cuando ambos se separaron, jadeantes, y se apoyaron en el tronco de un árbol, dejando enfriar sus cuerpos, se dijeron las primeras palabras.

—Cuando me alejaba del lugar de la fiesta, hace un rato, Jule me ha mirado de un modo muy extraño —murmuró Barbara.

Parecía agobiada, cosa poco habitual en ella, aunque lo cierto es que Barbara no solía revelar sus verdaderos sentimientos. Las alegrías de su amor secreto eran algo que ambos compartían, y con la carga que eso suponía, pues ella estaba engañando a su marido y a su hija, y él hacía lo propio con su esposa, si bien cada cual debía llevar su parte por sí solo.

—Jule mira a todo el mundo de ese modo. A decir verdad, por lo que parece, nos desprecia a todos.

—Bueno, no fue una mirada de desprecio, sino la de alguien que sabe algo… —respondió Barbara, y se encogió de hombros—. ¿Piensas que alguien se ha percatado de que los dos desaparecemos con regularidad? —le preguntó Barbara a Poldi finalmente.

Este último negó con la cabeza.

—No lo creo. A Tadeus siempre le ha dado igual lo que hagas, pienses o digas.

Barbara suspiró. Poldi sabía que su mayor preocupación era que Tadeus se enterara de su pasión secreta. Y aunque aquella vez a su marido no se le habían escapado las palabras de entusiasmo de quien más tarde se convertiría en su yerno y las había aceptado con un gesto entre generoso y sonriente, no parecía haber considerado en serio la idea de que aquellos sentimientos llevaran a Poldi a algo más que a ciertas miradas furtivas y algún que otro rubor de vergüenza; y mucho menos habría pensado que Barbara pudiera corresponder al chico.

Especialmente desde que Poldi se había casado con su hija Resa, Tadeus lo trataba como a todo el mundo: siempre con cortesía, con pocas palabras, y siempre juzgando con cuánta eficiencia la otra persona cumplía con sus labores diarias, sin intentar saber cuáles eran los anhelos, los deseos y las esperanzas que movían al otro.

—No —reafirmó Poldi—, estoy seguro de que Tadeus no sabe nada de lo nuestro. Y Resa se pasa todo el tiempo ocupándose de los niños.

Entonces Poldi se separó de Barbara y se abrochó los pantalones. Se examinó la cabeza pasándose la mano por el pelo para sacudirse las hojas y las ramas que se le habían enganchado.

—Tú… Deberías ayudarla más —murmuró Barbara.

—¡Bah! —exclamó Poldi con ligereza—. Ella no quiere. La casa es lo suyo y lo mío son las labores del campo. Y ella también lo ve así.

Barbara se quedó apoyada en el tronco del árbol.

—Y a ti eso te viene de maravilla, ¿no es cierto? Te da igual cómo se sienta. Lo principal es que no te endilguen trabajo extra.

—¿Me estás hablando como una severa suegra, como la madre que se preocupa por su hija? ¡Si lo fueras de verdad, no deberías estar aquí!

Aquel tono envenenado era muy poco habitual en él y, apenas dijo aquellas palabras, Poldi lo lamentó. A veces se machacaban el uno al otro, a veces discutían y a veces parecía que se odiaban.

Pero luego volvía a haber entre ellos momentos de tranquilidad, de sosiego, en los que pesaba más la idea de que no podrían seguir así por mucho tiempo. Entonces se miraban en silencio, se separaban y cada cual regresaba por su camino, decididos a no encontrarse más. Pero después, al cabo de no mucho tiempo, se sentían impelidos a reunirse de nuevo, movidos por la lujuria, por el deseo mutuo de tocar sus cuerpos, por el placer de hacer algo prohibido y secreto.

Barbara se mostró ofendida por un instante, pero aquel sentimiento no duró mucho. Se apartó del tronco del árbol, se acercó a Poldi y le acarició la mano. Tal vez lo hacía con la intención de apaciguarlo, pero él lo interpretó de otra manera. Aunque parecía que acababa de saciar su deseo, este despertaba ahora nuevamente. Con un jadeo, Poldi la agarró con fuerza y la empujó de nuevo contra el árbol. Le arrancó la ropa del cuerpo, tiró del escote y le dejó los pechos al desnudo. Poldi los agarró, pero de repente se detuvo.

Barbara se quedó petrificada bajo él. Ella también había oído el ruido. Ambos escucharon atentamente lo que venía del bosque.

—¿Qué es eso? —exclamó.

Se acercaban unos pasos, o mejor dicho, no eran pasos: era un trote, no parecía provenir de unos pies humanos, sino de caballos. La comunidad en la que vivían solo tenía tres caballos, un lujo impensable en los primeros años. Trataban aquellas bestias con sumo cuidado, nadie estaba autorizado a montarlas si no lo aprobaban todos. El ruido de cascos no parecía provenir de dos o tres animales, sino de toda una manada. Y fue entonces cuando oyeron el grito salvaje, estridente y furioso. No era un alarido emitido por un ser humano, sino por un grupo de animales enloquecidos.

—¡Dios mío!

Las miradas de ambos se encontraron y entonces echaron a correr. Mientras corría, Barbara se abotonó el vestido. Las ramas crujieron, el lodo salpicó, una llovizna cayó de los árboles. Al cabo de un rato habían atravesado el bosque y llegado al límite de los campos talados. Desde allí podían divisar las propiedades de los Von Graberg, la escuela de Jule —que estaba muy cerca— y la parcela de los Steiner, que lindaba a la derecha con la de los Von Graberg. Lo que no se veía era la casa de Greta y Viktor, situada en el extremo más exterior de la colonia. De los terrenos de los Glöckner, situados a la izquierda de los de la familia Von Graberg, solo podía verse el techo de la casa y de las posesiones de Cornelius —una estrecha franja de terreno entre las parcelas de los Mielhahn y los Steiner— únicamente se divisaba la valla.

El ruido de aquel trote de caballos hacía temblar el suelo; los agudos gritos les herían los oídos.

—¡Dios mío! —gritó de nuevo Barbara cuando vieron quiénes eran los jinetes que ahora rodeaban las casas y lo que llevaban en las manos.

Poldi se quedó petrificado, pero Barbara continuó corriendo; o por lo menos, lo intentó.

Después de haber dado algunos pasos, se le desató el vestido —que solo se había atado a medias—, tropezó con la tela y cayó rodando por la pendiente. Poldi se lanzó tras ella y se inclinó para ayudarla.

—¿Te has hecho daño?

—Dios mío… Están todos allí…

Por un instante, él no entendió a lo que se refería Barbara. Entonces recordó que todos los habitantes de la colonia se habían reunido en la casa de los Von Graberg para celebrar la inauguración de la escuela de Jule. Pero ya era demasiado tarde para alertarlos. Demasiado tarde.

Capítulo 25

Aparecieron como de la nada, desde todas partes. Tenían que acercarse a la colonia sin hacer ruido para de repente empezar a lanzar aquellos gritos terribles. Antes de que Elisa pudiera ver a los atacantes desconocidos, pensó que eran niños los que provocaban aquel ruido, no los suyos, claro, que todavía eran muy pequeños para eso, pero sí tal vez los niños de la colonia vecina, la de los tiroleses.

Pero entonces vio que el primer jinete venía hacia ellos y un instante después se encontró en medio de una marea de plumas. Delante de ella, un pollo sin cabeza dio sus últimos pasos antes de caer al suelo entre sacudidas. Los jinetes estaban masacrando a las gallinas una tras otra. Algunos asestaban los golpes con sus armas desde los caballos, otros lo hacían después de haber saltado de las bestias.

Al principio, Elisa no sintió miedo alguno, solo indignación por lo que les estaban haciendo a sus gallinas, las mismas que ellos le habían robado a Konrad y que habían transportado a través de la selva; aquellas cuyos huevos habían sido un manjar en los primeros y difíciles años y cuyos polluelos tanto quería Ricardo.

Cuando las plumas empezaron a llover sobre ella, aún no se había dado cuenta de qué estaba sucediendo realmente ni por qué. Aquellos hombres pegaban gritos y destruían todo lo que caía en sus manos: ya no solo mataban gallinas, sino también gansos y patos, y lo hacían con las caras deformadas por muecas de ira y odio.

Elisa conseguía pensar a duras penas. «Cuánta carne —se dijo cuando, sin entender nada, vio aquellos animales muertos—. Cuánta carne. Jamás podremos comérnosla toda, se pudrirá, qué lástima…»

El clamor fue creciendo y al cabo fue reemplazado por unos silbidos estridentes que sonaban como gritos de guerra. Elisa creyó que le iban a reventar los oídos, pero de repente todo quedó en silencio. No porque aquellos hombres hubieran dejado de gritar. Ella veía sus bocas abiertas, veía cómo las patas de los caballos revolvían el polvo del suelo. Pero el impacto había hecho que su sangre palpitara con tal fuerza que se quedó sorda para todo lo demás, insensible, rígida, sobre todo cuando se vio obligada a presenciar cómo los jinetes se apartaban de las aves de corral y empezaban a pisotear los campos de trigo. En vano… Todo lo que habían hecho había sido en vano.

¡Cuántas horas de trabajo quedaban destruidas de un solo pisotón! Horas en las que habían ido ganando terreno a la selva, quemando las raíces y evacuando los restos calcinados; horas de labor con el arado, preparando el suelo para sembrar trigo, patatas y verduras en aquella tierra abonada con cenizas. Horas que pasaron viendo con orgullo cómo crecía el cereal, a la espera del momento en que pudieran cosecharlo con la hoz, dejando los mazos sobre el campo abierto. Este año la cosecha prometía ser tan buena como en los anteriores y de esa manera iban a quedar compensados todos los esfuerzos: los dolores de espalda, las manos llenas de callos y ampollas, la piel curtida por el sol.

Pero ahora todo había sido en vano… En vano.

Con todo, mayor que la preocupación por la cosecha destruida era el horror que Elisa sintió cuando vio que el humo se elevaba ante sus narices. Soltó un grito. Era el primer sonido que escuchaba por encima del rumor de su sangre. Elisa se dio cuenta de que algunos de aquellos jinetes llevaban antorchas en las manos: primero prendieron fuego a los graneros y a las alacenas, luego a los establos. Y más penetrante y horrorizado que su propio grito era el mugido de las vacas.

Entonces, por fin, pudo liberarse de su rigidez. Se dio cuenta de que tenía un cubo lleno de agua en las manos. «La vajilla de Annelie», pensó. Había ido hasta el lago en busca de agua para poder lavar juntas la vajilla…

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