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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (51 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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El mapuche no se movió.

—Sí —repitió Konrad—. Sé quién le hizo eso a tu hermano y si quieres puedo decírtelo.

Una vez más se percibió una agitación en aquellos ojos negros. De un modo apenas perceptible, la mirada se dirigió hacia algo que estaba detrás de Konrad, a no demasiada distancia. Y este no tuvo ni que volverse para saber qué era.

«¡Qué fáciles de manipular son estos bandidos!», pensó Konrad.

Bueno, al fin y al cabo, él había puesto esa botella de aguardiente allí a propósito, para que estuviera bien visible.

—¿A qué esperas? —le dijo Konrad en tono reprobatorio a su hijo Gotthard, que había seguido con la cabeza gacha aquel curioso encuentro entre su padre y el mapuche—. ¿Es que no piensas ofrecerle nada de beber a nuestro huésped?

Gotthard abrió los ojos desmesuradamente.

—Pero… Es que ya no nos queda mucho, y debemos…

«¡Qué chico tan estúpido!»

—¡Vamos! ¡Haz lo que te digo! —lo interrumpió el padre con severidad—. Para nuestros huéspedes siempre tenemos suficiente.

Con gesto vacilante, Gotthard le alcanzó la botella al mapuche. En un primer momento, este se mostró orgulloso e hizo un gesto negativo, pero al ver que Konrad lo aprobaba con un movimiento de cabeza, la tomó. Konrad chasqueó la lengua imperceptiblemente, al ver cómo aquel brebaje corría en torrentes por la garganta del indio.

«¡Vaya desperdicio!»

En realidad, el aguardiente era la mejor manera de dominar a aquellos pieles rojas; a ellos y a esos españoles desposeídos.

En realidad, él, Konrad, sabía cómo tratar con ellos.

Después de que la mayoría de los inmigrantes alemanes abandonaran su hacienda, él había reclutado a algunos indios como mano de obra desoyendo, incluso, la advertencia de que eran demasiado poco fiables.

—¡Y ni se te ocurra invitarlos a tu mesa! —le habían aconsejado—. Lo entenderían del modo equivocado. Creerían que tienen tu rango.

Bueno, a él jamás se le habría ocurrido invitarlos a su mesa. Konrad era generoso con el aguardiente, pero tacaño con la comida. Casi todos habían sucumbido al influjo de aquel brebaje y estaban tan ávidos de él que hasta trabajaban para conseguirlo. ¿Por qué fiarse de la moral cuando uno podía someterlos de un modo mucho más fácil?

En fin, se los pudiera someter o no, fueran trabajadores o vagos, lo cierto es que entendían demasiado poco de agricultura como para convertir su hacienda en una empresa boyante.

Cuando el mapuche bajó la botella de aguardiente, el brillo de sus ojos negros era más frío aún.

Konrad vio que unos bichos reptaban por sus trenzas.

«¡Qué asquerosidad!» ¿Iba a tener que llevarse como recuerdo de Chile, además, piojos y sarna?

—En fin… —dijo Konrad, y su risa, a medida que pasaba el tiempo, se hacía cada vez más forzada—. ¿Quieres saber quién ahorcó a tu hermano?

El mapuche asintió. Hasta ahora no había dicho ni una sola palabra. Pronto estaría demasiado borracho para entenderlo, pero era de esperar que no tanto como para no clamar una cruel venganza.

—Fueron algunos de los colonos que se han establecido a orillas del lago de Valdivia. El lago que vosotros llamáis Purahila, Quetrupe o Llanquihue. Son las familias Steiner, Von Graberg y Glöckner.

Konrad asintió reafirmando sus palabras. Tres años antes había enviado allí a Moritz para que espiara y este había regresado con cierto brillo en los ojos, sobre todo mientras hablaba de las magníficas casas, de los numerosos campos de cultivo y de los establos.

—¡Nosotros también podríamos estar viviendo así! —le había reprochado a su padre.

—¿Es que a mi hijo, tan fino él, ya no le basta mi hacienda?

—Sí, claro, pero también es cierto que podríamos sacar más partido de ella.

—¿Es que acaso yo he venido aquí para trabajar con mis propias manos? —le había replicado Konrad.

Cuando Konrad pensaba en eso, fruncía el ceño. Solo con sumo esfuerzo conseguía ocultar la amargura que se apoderaba de él.

—Presta atención, buen hombre —dijo Konrad Weber acercándose al mapuche—. El mayor daño que les podéis hacer a esas familias es matar a sus hombres, secuestrar a sus mujeres y arrasar sus cultivos. Quemad sus casas y sus establos, entonces no tendrán nada, absolutamente nada. Entonces ellos sabrán lo que se siente cuando, como os hicieron a vosotros, alguien les arrebata la tierra.

Cuando el olor del aguardiente le llegó a la nariz, Konrad se pasó la lengua por los labios. De pronto tenía sed. Quería beber algo fuerte, potente, algo que le hiciera olvidar.

Konrad Weber suspiró. Tal vez había sido un error regalarle a ese maldito piel roja una de sus últimas botellas.

Capítulo 24

Todos los colonos se habían reunido delante del edificio que más tarde haría las veces de escuela. Todos habían hecho su aportación, ya fuera en forma de madera, de clavos, de herramientas o brindando su propia mano de obra. Y ahora había llegado el momento de contemplar aquella obra llenos de orgullo, y la más orgullosa de todos era Jule, que se disponía a pronunciar un discurso. Por lo menos así lo había anunciado, aunque en un principio no dijo nada, sino que esperó un rato, tal vez con la intención de disfrutar cada instante, porque un sueño largamente acariciado se había hecho realidad, o tal vez porque de ese modo dejaba que se acallaran los murmullos y podría empezar a hablar cuando se hubiera hecho silencio.

Elisa veía que aquel era un propósito inútil: jamás había silencio entre ellos, mucho menos con la cantidad de niños que los rodeaban, la mayoría de los cuales no podían estarse quietos, los suyos menos que ninguno.

Finalmente, Jule se dio por satisfecha con que por lo menos los adultos le prestaran atención y empezó a pronunciar sus solemnes palabras:

—No somos los primeros alemanes en Chile que fundan su propia escuela. Tampoco somos los primeros que consideran que transmitirles a las siguientes generaciones nuestra propia habilidad para leer y escribir es sumamente importante. Pero tal vez sí somos los primeros habitantes de una colonia tan pequeña como la nuestra en permitirse el lujo de tener una escuela como esta.

Entonces, Jule miró el edificio con satisfacción. Estaba formado por un salón enorme en la planta baja y una pequeña recámara encima, en la que ella iba a vivir a partir de entonces. Elisa no podía evitar la sospecha de que era eso lo que más le interesaba a Jule, lo que más ilusión le hacía, más aún que la propia escuela: poseer su propio hogar, no tener que compartir casa con nadie. La soledad era para Jule un bien muy preciado. Si estaba en compañía de demasiadas personas, se volvía más gruñona y hosca que de costumbre.

—Hace ocho años —continuó la mujer— se fundó en Osorno la primera escuela alemana, y le siguieron varias en Melipulli (que ahora se llama Puerto Montt), en Valdivia y, hace poco, en La Unión. Es decir, en los lugares más poblados, la gente puede darse el lujo de emplear a maestros formados para tal fin. Aquí tendréis que daros por satisfechos conmigo. —Su voz no dejaba lugar a dudas de que no solo se consideraba capacitada para llevar a cabo esa labor, sino que se tenía por la mejor—. También es cierto que nuestra escuela no está tan bien equipada como las de otros lugares, y ni siquiera tenemos encerados. Pero, de todos modos, hay que decir que disponemos de sillas y mesas suficientes. —Al decirlo, dedicó a Lukas una mirada de agradecimiento, ya que había sido él quien las había fabricado; no obstante, su mayor elogio no estuvo dirigido a él—. Y sí que tenemos, sobre todo, una cosa: mapas para colgar en la pared —dijo, y continuó—: Y eso hay que agradecérselo a una persona.

Jule se dio la vuelta y Elisa siguió el trayecto de su mirada, aunque, como siempre, verlo a él le provocaba un dolor punzante.

Cornelius estaba de pie, con la cabeza algo baja, detrás de Jule, pero no muy lejos. Desde que se había encontrado con ellos siete años atrás, se había unido a la comunidad como un miembro que llamaba poco la atención. Era aceptado por todos, pero no a todos les caía bien. Elisa sabía que trabajaba duro y que cultivaba su propia parcela con laboriosidad y, puesto que había recibido poca tierra —por ser un hombre soltero y sin hijos—, tampoco tenía demasiados campos de cultivo. Cornelius no se quejaba del trabajo ni se jactaba de él, la mayoría de la gente lo consideraba un labrador esforzado, pero no un campesino auténtico. Lo miraban con ojos benévolos y condescendientes, no amistosos, lo que enfadaba bastante a Elisa, si es que aquella mujer se permitía ya, a esas alturas, sentir algo por él. Cornelius, por lo menos, tenía a Quidel, su fiel amigo. Pero el mapuche se había revelado como un compañero inconstante que desaparecía a menudo por espacio de varias semanas. Tampoco ese día Elisa lo había visto asomar por allí.

—Tal vez deberías decir tú algunas palabras, ¿no te parece? —dijo Jule animando a Cornelius—. Esta escuela te debe a ti tanto como a mí.

Cornelius se apresuró a negar con la cabeza.

—Yo solo he prestado mi ayuda como todos los demás. Es tu sueño, el sueño por el que tú tanto has luchado.

—Y para el que tú has dibujado, en una labor abnegada, un montón de mapas.

En efecto, en las paredes de madera del nuevo edificio colgaban un mapa de Alemania, uno de Europa y uno de América del Sur.

Hacía varias semanas que Elisa se había enterado de que Cornelius iba a ser el encargado de dibujarlos; se lo había contado Christl, que, ante Elisa, solía pronunciar su nombre a la ligera, ya que no sabía nada del dolor profundo que asolaba a su cuñada. Sin embargo, hasta hoy, Elisa no había podido ver aquella obra admirable.

Elisa sintió que una mano la agarraba. Alzó la vista y vio que Lukas, que estaba de pie a su lado, le sonreía. «¡Qué estúpido ha sido mirar a Cornelius de un modo tan llamativo!», pensó.

Por el momento, no sabía si Lukas conocía o no ese desgarramiento interior que consistía en desear que Cornelius se quedara allí para siempre y, al mismo tiempo, querer que se marchara de nuevo. Ella hacía todo lo que estaba a su alcance por apartarse de su camino, pero vivía para disfrutar de los escasos momentos como este, cuando lo tenía cerca.

—La escuela ha quedado bonita —le murmuró Lukas.

Elisa se apresuró a asentir.

Cornelius seguía negándose a completar el discurso de Jule, de modo que esta última volvió a tomar la palabra y habló del gran valor que tenía la educación. Elisa no escuchó aquellas palabras. Para no tener que ver más a Cornelius, su mirada se deslizó hacia los niños que asistirían a esa escuela, en especial hacia sus dos hijos mayores.

El primero llevaba el nombre de su padre, Lukas, pero para diferenciarlos, todos lo llamaban Lu. El segundo se llamaba Leopold, como su tío —que también era su padrino—, y todos lo llamaban Leo. Habían venido al mundo con una escasa diferencia de tiempo y se parecían como hermanos gemelos no solo en estatura y aspecto, sino también por su manera de ser: habían tardado bastante en aprender a hablar y eran bastante parcos en palabras; miraban a sus padres con curiosidad mientras estos trabajaban y muy pronto empezaron a ayudar en las labores. Les encantaba recorrer la selva y empezaron a hacerlo en cuanto aprendieron a caminar, y también les gustaba excavar en la tierra durante horas. El día anterior habían descubierto los restos de recipientes y molinos de mano, utensilios que tal vez pertenecían a aquellos indios que habían habitado a orillas del lago Llanquihue mucho antes de que los colonos alemanes llegaran.

Elisa estaba agradecida de que estuvieran tan apegados y de que fueran tan independientes, y también le extrañaba un poco que no parecieran necesitar nada. En realidad, era harto comprensible, pues ella siempre había tenido muy poco tiempo para ellos. Tras los partos, se había recuperado rápidamente. Como hacían las chilenas, envolvió a sus hijos, todavía lactantes, en unas telas que se colgaba al cuerpo cuando salía a trabajar al campo y, cuando se volvieron muy pesados, los dejaba en el suelo, como también hacían las madres chilenas, para que los chicos aprendieran a caminar por su cuenta. Nadie tenía tiempo para enseñarles. Y antes de que pudiera darse cuenta, los dos críos de regordetas mejillas se habían convertido en unos mozos larguiruchos que se las apañaban para desenvolverse en el mundo sin su ayuda. La sonrisa melancólica de Elisa se volvió cálida cuando observó a su tercer hijo, que se aferraba a su falda.

Llevaba el nombre de su abuelo, Richard, pero todos lo llamaban Ricardo, pues muchos de los colonos se habían ido acostumbrando a llamarse por la variante española de sus nombres de pila. Elisa no estaba segura de por qué lo quería a él más que a sus hermanos mayores: quizá porque, en el año en que Ricardo nació, la cosecha tuvo excedentes por primera vez y ella tuvo más tiempo para el chico; o quizá porque era demasiado pequeño como para jugar con sus hermanos mayores y por tal razón parecía algo perdido muchas veces.

Elisa le acarició el pelo. A diferencia del cabello de Lu y Leo, que era duro como las cerdas de un cepillo, el de Ricardo era muy suave. No había transcurrido demasiado tiempo desde que el agua bendita había humedecido su cabecita en el bautizo; y el encargado de la ceremonia había sido Cornelius, a quien, tras su llegada, Christine y Jule habían designado pastor de la comunidad. A fin de cuentas, su tío había sido pastor, y esos lazos familiares podían sustituir la formación que Cornelius nunca había llegado a tener. Él había declarado a voz en cuello que no era digno de ese cargo, pero Jule le cerró la boca con brusquedad, de modo que al hombre no le quedó otro remedio que ceder.

—Aquí solo cuenta que alguien tenga habilidades para hacer algo, y no cuánto tiempo lo ha estudiado —le había dicho Jule—. ¿Acaso aquí no somos todos maestros y veterinarios, farmacéuticos, carpinteros y sastres?

A ella, sin duda, lo que más le gustaba era dar clases.

Elisa reprimió el recuerdo del bautizo de Ricardo —que había sido tan bonito como doloroso, sobre todo el momento en que Cornelius sostuvo en brazos a su hijo más pequeño— y volvió a prestar atención a la voz de Jule, que estaba hablando precisamente de los niños a los que iba a dar clases. Después de los nombres de Lu y Leo, se mencionó el de Jacobo, el hijo de Christl, la cual se había casado con Andreas Glöckner unos meses después de que su hermano Poldi contrajera nupcias con Resa, la hermana de aquel. Christl solo tenía palabras elogiosas para su marido y lo alababa como el más trabajador de todos los hombres de la colonia y el único que, a fin de cuentas, sabía tocar la armónica; sin embargo, a veces su boca se torcía en una mueca y, de repente, todo el brillo desaparecía de sus ojos. Los espíritus que le daban la vitalidad parecían despertar únicamente cuando podía maldecir a Viktor con voz estridente y rabiosa.

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