En la Tierra del Fuego (46 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Muy buenas! —le gritó el hombre que llevaba los remos. Annelie conocía a casi todos los colonos que se habían establecido en las orillas del lago, pero aquel hombre era un desconocido. Por su manera de hablar, su dialecto parecía suabo, algo semejante al de los Steiner.

—No tenemos nada para canjear —se apresuró a gritarle ella. La última vez que habían aparecido unos forasteros, habían llegado desde Valdivia con la esperanza de que ellos les dieran trigo—. La cosecha de patatas fue abundante, pero…

—¿Vive aquí una tal señora Von Graberg? —la interrumpió bruscamente el hombre.

Annelie asintió confundida.

—No busco nada de comer, solo traigo una carta.

Entretanto, el bote ya había llegado a la orilla y el desconocido saltó al agua, que le llegaba por las rodillas, a fin de superar el último tramo que lo separaba de ella. Annelie retrocedió instintivamente; acostumbrada a estar rodeada de caras conocidas, la presencia de un extraño le daba miedo. Pero el hombre no pareció notar nada y metió la mano en el bolsillo de su camisa.

—¡Vengo desde Valdivia!

—Si le apetece, puedo traerle una jarra de vino de manzana —murmuró Annelie—. Debe de haber hecho un viaje muy largo.

Las palabras de la mujer no mostraban demasiada hospitalidad, pero el hombre tampoco aceptó el ofrecimiento, solo le extendió rápidamente la carta.

—Tengo que continuar —dijo él, y saltó de nuevo al bote, antes de aclarar a qué señora Von Graberg iba dirigida la misiva, si a ella o a Elisa.

Annelie se lo quedó mirando hasta que el hombre desapareció tras la pared de bruma y el lago se calmó de nuevo. Solo entonces se dio cuenta de que, sin querer, había estrujado la carta entre sus manos. Con cuidado, la alisó de nuevo, la abrió y empezó a leer. Ya desde las primeras líneas supo que la carta no iba dirigida a ella, pero su curiosidad pudo más que su mala conciencia. Mientras leía la carta, se dio la vuelta varias veces para ver si alguien la observaba o incluso si alguien había notado la visita de aquel desconocido. Pero no, estaba sola.

Aunque Annelie leyó dos veces al vuelo aquellas palabras escritas, luego no podía repetir cuál era el contenido de la carta, solo sabía que la misiva era de Cornelius. La leyó entonces por tercera vez y se enteró de que el joven Suckow había enviado a su tío de regreso a Alemania y que este lo había engañado de la manera más ruin.

No solo le había ocultado la carta que ella, Elisa, le había escrito hacía tiempo, sino que le había contado la mentira de que ella había muerto, una noticia que lo había sumido en la más profunda tristeza. Pero el tío no se había atrevido a llevar aquel juego sucio hasta sus últimas consecuencias, pues aunque le había ocultado la carta, no la había destruido. Por casualidad, la había encontrado y ahora por fin sabía que ella estaba bien y conocía el lugar donde vivía.

La mirada de Annelie se posó en las últimas líneas.

Cornelius le escribía que ahora no tenía dinero y que tenía que ponerse a trabajar para ganar algo. Pero después… Después iría en su busca.

«Espera un poco más», concluía el hombre.

¿Qué significaba «un poco más»? ¿Una semana, un mes, un año? ¿Tal vez incluso más?

Annelie sintió un escalofrío. Antes, cuando le había pedido ayuda a Jule, creía que su decisión era algo que solo les incumbía a ella y a Richard. Pero ahora se le pasaba por la cabeza que ella jamás habría tomado esa decisión, jamás se habría atrevido a tomarla, de no haber sido porque contaba en secreto con Elisa, con la joven, fuerte y sana Elisa; de no haber sido porque confiaba en que Richard, aunque no podía tener un hijo de ella, por lo menos iba a tener un nieto lo más pronto posible.

«Espera un poco más…»

¡Pero ella no podía esperar más! ¡No podía seguir allí, sin hacer nada, esperando a que Elisa se casara y tuviera hijos! ¡Eso tenía que suceder cuanto antes! ¿Qué sino un nieto iba a compensar a Richard de no poder tener su propio hijo, un hijo salido de las entrañas estériles de Annelie? Es cierto, no serían sus hijos, pero habría niños en casa… Niños que Richard podría ver crecer, lleno de orgullo, niños que llenarían de vida la colonia y para los que ella podría cocinar.

Los hijos de Elisa.

Los hijos de Elisa y de… Lukas.

Por Lukas no tendría que esperar. Si por Lukas fuera, la tomaría por esposa hoy mismo.

La mirada de Annelie no repasó otra vez aquellas líneas escritas por Cornelius. En su lugar, la mujer de Richard miró fijamente al lago y estrujó la carta. Tenía las manos empapadas en sudor y parecía que el corazón quería salírsele por la boca.

Con cautela, se volvió en todas direcciones y vio que estaba todavía a solas, a orillas del lago. Primero tuvo intención de ocultar la estrujada carta en su delantal, pero apenas la guardó, volvió a sacarla de nuevo.

Entonces la rompió en pequeños trozos y arrojó al agua los pedazos. Por un instante, las tiras de papel flotaron en la superficie; Annelie pudo ver con claridad cómo la escritura se diluía en el agua. Entonces el oleaje se fue llevando los trozos de papel, deshaciéndolos.

Al cabo de un rato ya no había ni rastro de ellos. El lago estaba tan quieto que parecía que ella nunca había engañado a su hijastra ocultándole aquella señal de vida de su amado; que nunca un bote llegado de Valdivia, guiado por un desconocido, se había acercado por allí surcando las aguas.

Annelie espió por la rendija de la ventana cuando Elisa regresó a casa. La luz del atardecer era opaca y la bruma que había estado cubriendo el lago se había convertido en una niebla espesa. Lukas estaba al lado de su hijastra, pero se detuvo brevemente delante del umbral de la puerta y se despidió de ella.

—¿No te apetece cenar con nosotros? —oyó Annelie que preguntaba Elisa. El joven negó con la cabeza y, poco después, Elisa entró sola en la casa.

Rápidamente, Annelie se alejó de la ventana y le quitó a su hijastra de las manos el cubo que traía.

—¿Sabes ya lo que vas a hacer? —le preguntó sin saludar.

—¿Lo dices por lo de los nuevos canales? —preguntó Elisa mirándose las manos.

Ya se las había lavado, pero debajo de las uñas aún tenía tierra. Los bordes de su falda estaban llenos de lodo y en las trenzas del cabello, que ya empezaban a deshacerse después de un largo día de trabajo, se habían quedado atrapados varios terroncitos y ramas.

—Es terrible eso de tener que cavar cada vez nuevos canales —continuó ella—, pero ese lodo que anega los campos…

—No me refiero a eso —la interrumpió Annelie.

La madrastra de Elisa se dio la vuelta un momento, pero a Richard no se lo oía por ninguna parte. Hacía ya un rato, se había retirado al último rincón del salón y dormía profunda y plácidamente. Tampoco Jule, que vivía con los Von Graberg, estaba presente. A pesar de lo tarde que era, estaba paseando al aire libre, buscando la soledad y dándoles vueltas a sus ideas sobre la escuela, o incluso puede que buscando un trozo de terreno adecuado donde erigirla.

—No me refiero a eso —repitió Annelie—. ¿Sabes ya lo que le dirás a Lukas? Él ya te ha preguntado si quieres convertirte en su esposa.

Elisa alzó la vista perpleja. Tenía las mejillas algo enrojecidas a causa del aire fresco. Y aunque no estaba del todo limpia, aunque tenía la ropa toda manchada y el pelo algo desgreñado, a Annelie su hijastra le pareció bella como nunca se lo había parecido en los últimos meses. La típica obstinación infantil de antaño había desaparecido y había dejado paso a la expresión de una mujer enérgica, voluntariosa y, al mismo tiempo, discreta y reservada.

A veces, Annelie la miraba y pensaba cuánto le gustaría ser ella: menos débil, menos parlanchina… Y menos taimada y mentirosa.

Elisa jamás haría una cosa como la que ella había hecho hoy: esconderle una carta; jamás se mostraría tan interesada ni pensaría, en el trato con otras personas, tanto en el provecho propio; jamás habría antepuesto el frío cálculo al afecto sincero por los demás.

Annelie suspiró. Ella no había podido evitarlo.

—¿Qué iba a decirle? —replicó Elisa—. Ya te he dicho que rechacé su petición hace tiempo.

—Es cierto —dijo Annelie—, pero también sé que él ha repetido su solicitud varias veces en los últimos meses. Lukas es un hombre callado y tranquilo, pero muy persistente. No va a desistir con tanta facilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que aquí no hay demasiadas mujeres a las que pedirles matrimonio.

Elisa se miró otra vez las manos, pero esta vez —y de eso Annelie estuvo segura— ni se fijó en la tierra que tenía bajo las uñas.

—Yo… No puedo aceptarlo —susurró la joven con voz más ronca.

Annelie volvió a soltar un suspiro, pero entonces se acercó a Elisa con determinación, le cogió una mano, luego la otra, se las apretó y la miró directamente a los ojos.

—¿Has pensado en tu padre? —le preguntó su madrastra.

Elisa frunció el ceño.

—¿Qué tiene que ver mi padre con esto? Ni siquiera estoy segura de que se haya dado cuenta de que Lukas y yo…

Elisa se interrumpió; pocas veces hablaban con tanta franqueza sobre la manera ciega en que Richard reaccionaba no solo a todos los asuntos del día a día, sino ante ambas mujeres. Era cierto que había recuperado cierta vitalidad y a veces les sonreía, pero, desde que se había visto afectado por aquella enfermedad, su manera de actuar y su pensamiento parecían girar únicamente en torno a sí mismo.

—Lo sé —se apresuró a decir Annelie—. Pero no me refiero a eso. Tu padre… Tu padre se siente muy perdido aquí. Es verdad que está mejor que en aquella hacienda de Konrad Weber, pero aún no ha acabado de llegar a este país. Aquí no tiene recuerdos de tiempos más felices, no tiene raíces. Pensé que le iría mucho mejor si… si por fin llegaba a tener un hijo. Pero yo he fracasado en eso. Mi vientre es estéril.

Elisa le retiró las manos con brusquedad.

—Bueno, solo porque hayas perdido dos criaturas eso no quiere decir…

—No han sido solo dos veces —la interrumpió Annelie rápidamente—. Ha sucedido con mayor frecuencia, pero, en fin, eso no viene al caso ahora. Ah, Elisa, sé que pretendes darme consuelo, pero las cosas son como son, y yo… Todos debemos resignarnos a que sea así: no puedo tener hijos.

Elisa abrió mucho los ojos.

—Pero…

Una vez más, Annelie le agarró las manos y esta vez Elisa no se las retiró.

—Yo no puedo darle un hijo a Richard, sencillamente, no puedo —dijo su madrastra en voz baja. Al decirlo, sintió cómo sus mejillas se ponían rojas de vergüenza. Sin embargo, no estaba mintiendo, era solo una verdad a medias: no se trataba de que no pudiera, sino de que no iba a intentarlo nunca más—. ¡En cambio, tú sí, Elisa! —se apresuró a continuar Annelie—. ¡Tú eres una mujer fuerte y saludable! Podrías darle a luz a tu padre unos nietos y así le brindarías un nuevo significado a su vida. En tu vientre, el fruto crecería bien sano, prosperaría, no se asfixiaría ni moriría de hambre, como en el mío.

—¡No digas eso!

—¡Pero es así! Puedo cocinar decentemente, puedo tejer lino y hacer faldas. Pero no puedo hacer nada más.

El silencio se cernió sobre ambas mujeres. Annelie reprimió un nuevo suspiro y vio cómo el ceño de Elisa se fruncía aún más. Y aunque su hijastra no lo dijo, ella pudo oír perfectamente lo que estaba pasando por su cabeza, podía percibir el dolor, la añoranza, esa esperanza desolada.

«Una palabra —pensó Annelie—, solo tendría que decirle una palabra para hacerla feliz… Solo tendría que contarle lo que decía aquella carta y ella esperaría a Cornelius… Durante días, durante semanas, durante meses si fuese necesario, durante años incluso.»

Elisa era paciente; pero ella, Annelie, no.

—¿Cuánto tiempo mantendrás la esperanza de que os volveréis a encontrar? —le preguntó la madrastra—. ¿Cuánto tiempo aceptarás con resignación no recibir de su parte ninguna señal de vida?

No tuvo necesidad de pronunciar su nombre, ambas sabían a quién se refería.

—Pero yo se lo prometí…

—¿Qué le prometiste? ¿Malgastar tu vida? ¿Sacrificarle tu futuro? ¡Elisa, mira a tu alrededor! Nosotros, aquí, luchamos cada día por sobrevivir, ponemos todas nuestras fuerzas y nuestro empeño en dominar esta tierra salvaje, en doblegarla. ¡Y esa obra no es solo para nosotros, sino también para nuestra descendencia! ¡Ah, Elisa, me gustaría tanto tener hijos, pero esa felicidad me estará negada! ¡Para ti, en cambio, esa posibilidad existe! ¡No te aferres a ningún sueño que jamás se hará realidad! Cornelius es un buen hombre, sin duda; es inteligente, amable y es también muy atractivo, pero no está aquí. ¡Y aunque estuviera, no sería ni la mitad de buen agricultor que Lukas!

—Me cae bien Lukas, pero es tan…

—Ya…, es tan simple y callado como su padre —dijo Annelie terminando la frase de su hijastra—. ¡Bah, pues alégrate de eso! Jakob tuvo ese terrible accidente y desde entonces es tan solo una carga para su familia. Sin embargo, antes hizo todo lo que estaba en sus manos para alimentar a su mujer y a sus hijos. Trabajó duro, incansablemente, tomó decisiones…

Jakob había hecho todo lo que Richard no había hecho, todo lo que Richard no podía hacer.

Annelie no lo dijo y tampoco era necesario que lo dijera. Entonces, la mujer de Richard vio cómo la confusión se apoderaba del rostro de su hijastra; había en él desgarramiento, tristeza y una duda que la corroía —y estaba claro que no era la primera vez que sentía ese resquemor.

—¿Y qué debo hacer entonces? —exclamó Elisa—. Ya casi no puedo soportar no haber sabido nada de él en tanto tiempo y que…

Se interrumpió. Y justo a tiempo consiguió reprimir un sollozo.

—Por lo menos, piénsatelo, analiza si Lukas es o no el hombre apropiado para ti —le dijo Annelie—. Estoy más que segura de que hará todo por ti, te lo entregaría todo. Y sería para vuestros hijos un buen padre, un padre magnífico incluso.

Entonces la mujer cerró los labios y se dio la vuelta con rapidez. No quería que Elisa viera que sus mejillas se habían ruborizado aún más.

«Lo siento mucho —iba pensando mientras se acercaba a la cocina—, lo siento infinitamente.»

Capítulo 21

Christl se miró con expresión de desdicha.

—¿De verdad tengo que ponerme estos harapos miserables para asistir a la boda de Lukas y Elisa? —exclamó con indignación.

En los últimos años había tenido que soportar con disgusto que su ropa se redujera a aquellos harapos, pero nunca ese disgusto había sido como en los últimos días. Era habitual que todos los colonos, sin excepción, llevaran las camisas manchadas y los pantalones y las faldas harapientas; entre ellos, la ropa de la propia Christl no llamaba tanto la atención. Pero ahora Elisa recibiría un vestido nuevo, confeccionado con el primer lino que habían tejido en las ruecas que ellos mismos habían hecho. ¡Y solo ella!

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