—Fuerza y honor son su vestidura; y se ríe de lo por venir —continuó Poldi. Su lengua golpeaba pesadamente contra sus dientes.
Christine lo miró fijamente, de mal humor.
—¡Bueno, haz algo! —le indicó a Fritz.
Decidido, el hermano mayor se acercó a Poldi, lo cogió por los hombros y lo retiró del centro. Poldi se enredó con sus propios pies y cayó contra Fritz, con tal fuerza que este solo pudo mantener el equilibrio con un gran esfuerzo.
—Y la mujer más bella, más inteligente y virtuosa de todas… Esa mujer para la que vale la pena trabajar… La que tiene la risa más bonita y los hoyuelos más bonitos y el pelo más brillante… —A Poldi se le atragantaban las palabras—. Esa mujer es…
Asombrada, Elisa miró a Resa, con la que Poldi acababa de bailar. ¿Se referiría a esa chica demacrada?
—Sí, la única mujer con la que se puede hablar… y reír… y cantar… Sobre todo cantar…
—¡Es mejor que vayas a tomar un poco de aire fresco!
Fritz cogió a su hermano Poldi por el cogote y quiso obligarlo a salir, pero aquel se resistió a su hermano mayor.
—¡Barbara! —balbuceó finalmente—. ¡Es Barbara Glöckner!
Un silencio sepulcral se cernió sobre ellos. Parecía que nadie respiraba. Poldi se tapó la boca con la mano, tal vez porque estaba arrepentido de haber dicho aquello, o tal vez porque sentía ganas de vomitar y estaba a punto de echar fuera el vino de manzana. Christl le lanzó a su hermanito unas miradas venenosas. Parecía que Resa iba a romper a llorar, Barbara bajó la mirada y empezó a escudriñar el suelo, mientras Andreas no hacía más que examinar su armónica. Solo Tadeus soltó una sonora carcajada, en un tono que nadie esperaba y que los hizo estremecerse. Porque Tadeus jamás reía.
—¡Tiene razón, qué se le va a hacer! —exclamó. A Elisa su voz le sonó demasiado chillona, bastante poco natural, pero aquel hombre no dejaba de reír con ganas y de repente atrajo a Barbara hacia él y conminó a su hijo a que siguiera tocando.
—¿A qué viene ese silencio? —gritó exaltado—. Pensé que nos habíamos reunido para bailar. ¡Así que bailemos!
Él mismo no bailaba, sino que soltó a Barbara en el mismo instante en que su hijo Andreas empezó a tocar de nuevo la armónica. Poldi, por su parte, corrió hacia fuera. Para cómo había estado tambaleándose apenas un momento atrás, sus pasos sonaron ahora mucho más firmes y decididos.
—El aire fresco le hará bien —dijo despectivamente Fritz, que parecía tener ganas de propinarle a su hermano un par de sopapos. Pero en lugar de seguir a Poldi, se dirigió a Resa y le pidió un baile, y era obvio que no lo hacía por que tuviera ganas de bailar, sino por obligación, para paliar de algún modo el penoso comportamiento de su hermano menor.
También Lukas arrastró a Elisa hasta la pista de baile; solo Viktor no se dejó llevar a ello por segunda vez, ni por su hermana ni por Christl.
—Dime una cosa, ¿tu hermano ha perdido la cabeza? —le preguntó Elisa confundida—. ¿Qué mosca le ha picado?
Lukas no pudo responder a aquella pregunta. Torpemente, apretó a Elisa más contra él.
—Yo solo quería hablar de algo contigo, preguntarte una cosa —empezó a decir el joven, como si aquella desagradable salida de su hermano jamás hubiese tenido lugar—. Así que lo mejor es que lo suelte sin muchas palabras, pues no soy muy buen hablador. —Lukas se mordió los labios brevemente antes de llenarse de valor—. Elisa —dijo entonces—, ¿quieres casarte conmigo?
Afuera, la noche envolvió a Poldi en cuanto dio unos pasos; estaba fría y ventosa. Al joven no le importó, siguió caminando y finalmente echó a correr, clavando sus pies en el suelo con tal fuerza que a cada paso levantaba trozos de tierra. Todavía tenía aquel sabor ácido en la boca, pero su borrachera parecía barrida de un soplo, tras ella solo habían quedado la vergüenza y la incomodidad. Le hubiese gustado seguir corriendo para siempre, pero, de repente, su pie cayó en un hueco y todo su cuerpo aterrizó en el suelo con brusquedad. Por lo visto, había metido el pie en uno de los pequeños canales que se cavaban entre los campos para drenar aquel suelo pantanoso.
—¡Maldito país! —exclamó. Le dolía el tobillo, pero la cabeza le dolía más—. ¡Es un maldito país!
Aquella maldición no le salía del corazón, pues a él, en el fondo, le gustaba vivir en Chile. Aunque la esperanza de que la espalda le doliera menos después de haber huido de aquel Konrad no se había cumplido. No obstante, a él le gustaba pasar la mayor parte del tiempo al aire libre, en un sitio que nunca llegaba a ser tan frío como su país de antaño. Cuando recordaba Alemania, veía sobre todo aquella habitación lúgubre y estrecha en la que solía haber tan poco sitio para él y para todos sus hermanos. En Chile, además —y esta era la diferencia más importante—, estaba Barbara. Barbara, la mujer en torno a la cual giraban todos sus pensamientos, día y noche, y en los últimos tiempos sobre todo de noche. Poldi soñaba con ella y lo hacía de un modo que jamás se hubiera permitido estando despierto, con todas sus facultades alerta. Soñaba y la veía cantando con él, bailando con él, acunándolo entre sus brazos, se veía a sí mismo escondiendo su cabeza entre los senos firmes de ella y la veía luego abriendo sus piernas para él. Cuando se despertaba, la cabeza le ardía y el sudor le empapaba la frente y, unas pocas semanas atrás, había sucedido por primera vez: se había despertado en medio de un charco cálido y pegajoso. A medida que aquel charco se endurecía más y más, se había ido quedando petrificado, el sudor de la frente le formó una costra y su piel ardiente se enfrió; entonces Poldi sintió que se moría de vergüenza.
Ahora, con sumo esfuerzo, pudo controlarse y levantarse. Tenía mojadas las perneras. Su madre, como siempre, pondría el grito en el cielo si llegaba a casa —que ella siempre mantenía impecable— con todo aquel lodo.
Poldi se estremeció al oír unos pasos.
«¡Vaya, estupendo!», pensó. Probablemente Fritz lo hubiera seguido para instigarlo a contar su comportamiento inapropiado. Fritz, que siempre se creía en la obligación de hacer el papel de padre —sobre todo después del accidente que Jakob había sufrido— y que en la mayoría de las ocasiones solo hablaba con sus hermanos para impartirles órdenes breves y poco amables.
Poldi lo maldecía a menudo en su fuero interno, pero no se atrevía a enfrentarse a él abiertamente. Sin embargo, ahora pensó obstinado: «Ya tengo dieciséis años. Ya soy un adulto. No puede decirme nada».
Entonces enderezó la espalda y caminó hacia donde estaba la silueta, y comprobó que no era su hermano mayor el que estaba allí, delante de él, con los brazos cruzados. Era Barbara, que lo había seguido y que ahora veía cómo se incorporaba con sumo esfuerzo.
Había estado a punto de proclamar a voz en cuello que ya era un adulto, pero ahora volvía a sentirse como un niño al que alguien regaña, aunque la mujer no había dicho una palabra y solo había empezado a hacer un gesto negativo con la cabeza, en silencio.
Entonces sintió que su enfado se hacía más violento que su vergüenza.
—Nadie puede prohibirme decir algo bueno sobre ti, ¿no? —fue lo que dijo el joven.
—Poldi… —La voz de Barbara sonó ronca. ¿Estaba enfadada o solo cohibida?
Él se acercó a ella y, aunque no la tocó, sintió el calor que emanaba del cuerpo de aquella mujer. Tal vez otros le atribuyeran una figura demasiado enjuta y fibrosa, para él su cuerpo era suave y regordete. Él la había observado cuando estaba con sus hijos, cuando los mimaba, y no dejaba de hacerlo aunque ellos rezongaran: Andreas, porque ya se sentía demasiado mayor para que su madre lo tratara como un niño; y Resa, porque era tan distante como su propio padre. Era cierto que su madre, Christine, a veces lo había atraído hacia ella para abrazarlo, pero jamás lo hacía de forma tan continuada ni con tanto cariño, y cuando Poldi veía la manera en que Barbara trataba a sus hijos, solo sentía una envidia ferviente.
Cuánto deseaba que Barbara lo acariciara de ese modo, que lo abrazara…
—Te estás poniendo en ridículo —lo riñó ella brevemente—. A ti… y también me pones en ridículo a mí.
El enfado de Poldi desapareció y también su obstinación. Ya ni siquiera había atisbo de vergüenza en su mirada: solo un anhelo de acercarse a ella. Y ese anhelo era tan fuerte que tenía la boca reseca.
—Yo… no puedo evitarlo —balbuceó él.
—¿El qué? —le preguntó ella con hosquedad.
A Poldi le faltaban las palabras. No podía explicar aquellas ansias que hacían que el latido de su corazón le recorriera todo el cuerpo, arrastrando consigo un calor tan doloroso como magnífico.
Se asfixiaría si no cedía a aquellas ansias. Sin previo aviso, se acercó a ella, la cogió sin más por los hombros, inclinó la cabeza hacia delante y la besó en plena boca. Lo que hacía era tan tremendo que no podía parar, pues ello significaría tener que pensárselo dos veces. Pero Poldi no quería pensar, solo sentir: quería sentir esa boca suave y húmeda, esa boca cálida que ahora no se cerraba, como él había temido, sino que se abría, cediendo a sus labios ávidos, aunque solo fuera por un breve instante, tan breve que más tarde le fue difícil determinar si no había sido tan solo una ilusión de los sentidos.
Barbara retrocedió, alarmada, y le apartó las manos; solo entonces él se dio cuenta de que probablemente tendría las manos llenas de lodo y la habría ensuciado; y entonces, Barbara le pegó una bofetada. Él estaba acostumbrado a amortiguar tales golpes, cuando era su madre la que se los propinaba.
—¿Te has vuelto loco? —le gritó ella—. ¡No vuelvas a hacer eso en la vida, tú, mocoso maleducado!
Barbara golpeó el suelo con el pie, el lodo salpicó. Poldi todavía sentía arder los dedos de ella en su mejilla, pero los labios le ardían mucho más.
La había besado.
Había acariciado a Barbara, la había sujetado entre sus brazos y la había besado.
—No me arrepiento de lo que he hecho —murmuró él tercamente, y le ofreció la cara, desafiante, indicándole que podía pegarle de nuevo, si quería. Si era esa la única manera en que ella podía tocarlo, pues adelante, él lo aceptaría, lo principal era poder estar cerca de ella y sentirla.
—No me arrepiento de lo que he hecho —repitió.
Durante un rato ella se quedó allí, inmóvil. Estaba demasiado oscuro para poder desentrañar la expresión de su rostro, pero sí que podía ver que ella ya no negaba con la cabeza. La oía respirar agitadamente y él mismo intentó tomar aire. Entonces Barbara dio media vuelta, sin decir palabra, y regresó a la casa con paso rápido.
A Elisa el aire de la noche le causaba dolor de garganta y en sus antebrazos desnudos se erizaba el vello. No obstante, toleraba mejor aquel frío que la brumosa nube que se le había metido en la cabeza y que, de repente, se desvaneció. La estrechez, la algarabía de voces, el calor y, sobre todo, la mirada de Lukas habían sido demasiado para ella.
Tras la petición de mano de él, ambos habían estado bailando un rato en silencio. El rostro de Elisa no había mostrado reacción alguna; la joven solo se había esforzado por mantener algo más de distancia con el cuerpo de Lukas.
—No dices nada —terminó por decir él; no lo dijo en tono de reproche, sino con cierta impasibilidad, como siempre.
—Lukas… —empezó a decir Elisa sin saber qué hacer.
—Bueno, no tienes que decir nada ahora —se apresuró a aclararle él—. No sabía que te iba a sorprender con esto. Pensé que llevabas tiempo esperándolo. No pretendo presionarte. Tómate tu tiempo.
Aquellas palabras resonaban como un eco en los oídos de Elisa.
¿De verdad había estado tan ciega? ¿Era ella la única a la que no le saltaba a la vista la bonita pareja que harían? Richard le había sonreído antes, cuando la vio bailar con Lukas. Y también le había sonreído Christine; sobre todo Christine, a la que le gustaba tanto tenerla en su casa, la mujer que admiraba su disciplina de trabajo y su laboriosidad, la que apostaba por ella más que por sus propias hijas.
Con nadie había pasado Elisa tanto tiempo en los últimos meses como con Lukas. Ambos habían trabajado hombro con hombro y se complementaban muy bien. Jamás había habido asomo de discusión o de pelea.
Sí, era sensato pensar en esa posibilidad, en la de casarse con él, aunque las mejillas ruborizadas de Lukas cuando le pidió matrimonio no habían sido las de una persona que actúa guiada por la sensatez, sino las de alguien sinceramente enamorado. Si no estuviera enamorado, ¿le habría tallado él aquel rastrillo, para entregárselo luego tan tímidamente, con tal torpeza?
Elisa continuó alejándose de la casa. El lago yacía ante sus ojos como un gran paño negro. No se veía nada del Osorno, era casi como si no estuviera allí. Como tampoco estaba allí Cornelius, a pesar de todas sus esperanzas, de todos sus anhelos, de toda su paciente espera. Jamás había recibido respuesta a su carta. En todos los meses —que entretanto se habían convertido en años— transcurridos desde su separación, nunca había recibido de él la más mínima señal de vida y solo ahora, estando en medio de aquellas tinieblas, frotándose los hombros con las manos para calentarse un poco, se vio en condiciones de admitir cuánto le dolía aquello y cuán profundamente crecía el desconsuelo en su corazón.
¿Le habría llegado su carta? ¿Viviría realmente en Valdivia? ¿Le iría bien allí?
Elisa intentó evocar su rostro, pero, aunque normalmente lo conseguía sin esfuerzo, este se presentó ahora ante ella como una mancha negra. Tal vez se debiera al frío que sentía.
La joven se dio la vuelta y regresó a la casa con paso rápido. Todavía no había llegado a donde estaba la delgada luz cuando su pie tropezó con un obstáculo. Se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero con mucho esfuerzo pudo mantenerse en pie.
Se sintió mucho más desconcertada cuando oyó un gemido. Allí yacía una persona y había estado a punto de caer sobre ella.
—¡Dios mío, Annelie!
En un principio no reconoció a la persona con la que había tropezado. Pero cuando se inclinó hacia ella, un opaco rayo de luna se coló por entre las tupidas nubes. Y entonces el rostro de su madrastra se iluminó con un color casi amarillento.
—¿Qué ha pasado?
Annelie quiso incorporarse, pero no lo consiguió. Gimiendo, dejó caer el cuerpo nuevamente.
—Desapareciste así, de repente —murmuró—. Tu padre estaba preocupado, así que salí a buscarte.
—¿Te has caído?
—No, yo… —De repente su madrastra soltó un grito; unos espasmos sacudieron su cuerpo. Elisa la sujetó y no le molestó para nada que, en medio de sus dolores, Annelie le apretara la mano con tal fuerza que al cabo de un rato apenas la sentía. Poco a poco las convulsiones fueron disminuyendo—. Me empezó así, de repente… —balbuceó Annelie.