De repente una imagen afloró ante él: no era la imagen de Christl y Viktor bailando, sino la de él y Barbara, y vio cómo giraban en círculos, con los cuerpos muy pegados.
—¡Bah, déjame en paz! —gritó sin poder dominarse.
Christl sonrió con expresión de triunfo.
Una vez más, la cara del chico se puso roja como un tomate y, para que sus hermanas no lo notaran, metió de nuevo la cabeza en la tina, cuya agua había cobrado entretanto un color marrón; la hundió tanto que ya no vio ni oyó nada.
En la casa de los Von Graberg se había hecho sitio rápidamente para la fiesta de aquella noche: puesto que el mobiliario era escaso, no había sido necesario apartar demasiadas cosas. Pero nadie podía decir qué iban a hacer ahora con esa superficie vacía. Los colonos sabían cómo partir leña y cómo arar los campos, cómo cultivar lino y cómo abrir zanjas, pero se habían olvidado completamente de cómo se celebraba una fiesta.
Los tablones crujían bajo los pasos irresolutos de los invitados, que parecían más cansados que relajados. Las sonrisas de sus rostros eran poco convincentes y sus vestidos, poco apropiados, pues estaban sucios y gastados, como siempre.
Solo la mesa ricamente servida y presentada por Annelie no dejaba lugar a dudas de que se habían reunido para una ocasión festiva y alegre y, finalmente, fue la propia Annelie la que salvó la noche, pues no quería que sus platos se masticaran entre miradas apagadas o sombrías.
Por eso, antes de invitar a los huéspedes a que se sirvieran de comer, ofreció algo de beber y no sirvió solo chicha en abundancia, sino también un vino de manzana, una especie de sidra hecha con las frutas de los manzanos silvestres que acababan de descubrir por los alrededores.
Aquel brebaje sabía tan ácido que Elisa creyó que su boca soltaba lenguas de fuego, pero de todos modos la bebida surtió su efecto. En cuanto su paladar se acostumbró al sabor, el vino de manzana empezó a fluir en abundancia por su cuerpo, se le subió a la cabeza y la hizo reír de un modo estridente, muy poco habitual en ella.
A Poldi le sucedió algo parecido. Se bebió una jarra entera de una sentada y cuando bajó la cabeza, tenía la cara roja. Hasta su hermano Fritz parecía esta vez más relajado, por lo menos no tenía esa mirada adusta y torcida de siempre.
La única que se mantenía sobria era Jule.
—Me gustaría tomarme una cerveza, no vino —explicó con terquedad.
—¡Ya lograré en algún momento fabricar no solo chicha, sino también cerveza de verdad! —le dijo Annelie con orgullo.
—¡Bah! —exclamó Jule—. Aquí, en medio de la nada, eso es tan absurdo como intentar hornear una tarta de ruibarbo.
—¡De eso nada! —exclamó Annelie—. Carlos Anwandter, de Valdivia, ha conseguido hacerlo, por fin.
La historia se había divulgado hasta la región de los lagos: el tal Carlos Anwandter, con una simple olla de cocinar, había hecho malta de trigo, la había secado en un horno y con ello había conseguido fabricar seis botellas de cerveza que hubo que beber rápidamente porque de lo contrario se habrían transformado en vinagre. La segunda vez, había conseguido hacer más cantidad y en lugar de la olla de antes había utilizado una tina de metal de las de hervir la ropa. Entretanto, ya había puesto a funcionar una verdadera caldera para la fabricación de cerveza.
En cuanto Annelie le llenó de nuevo la jarra a Poldi, el joven se la bebió a la misma velocidad que la primera. La depositó sobre una mesa haciendo un ruido enorme y de pronto se envalentonó para gritar:
—¡Hay mucha tranquilidad aquí! ¡Necesitamos música para bailar!
Annelie se encogió de hombros, ella no podía aportar a la diversión nada que no fuera comida y bebida, pero Andreas Glöckner —que acababa de entrar en la casa en compañía de sus padres y su hermana— sacó una armónica del bolsillo del pantalón. Antes de que empezara a tocar, le lanzó a su madre una mirada inquisitiva.
—¡Pero claro que sí! —le gritó Barbara y, al gritar, se le escapó un gallo, a pesar de que todavía no había bebido ni un trago—. ¡Poldi tiene razón! ¡Hace falta música! ¡Buena música!
—¿Y de dónde habrá sacado Andreas esa armónica? —gruñó Christine Steiner, recelosa, como si algo que no hubieran fabricado ellos mismos solo pudiera ser robado.
—Pues se la han dado los otros tiroleses, los de la colonia vecina —intervino Jule—. A ellos no se les han entumecido los miembros, como a nosotros. Se reúnen con regularidad, cantan y bailan, se cuentan historias y organizan juegos. Allí, la risa no está prohibida. Cualquiera que nos vea a nosotros pensaría, por el contrario, que alguien acaba de morir.
—¿Y eso lo dices precisamente tú? —protestó Christine—. Verte a ti es lo último que podría alegrar el ánimo a cualquiera.
—Pues no me extraña —respondió Jule—. Porque no tengo ningún motivo de risa en medio de esta turba de gente con caras adustas.
—¡Vaya! ¡Qué pena! —se mofó Christine—. Eso solo puede significar una cosa: te aburres… Y donde uno se aburre, no quiere quedarse.
—¡Bueno, basta ya! —se inmiscuyó Annelie a tiempo y, como hacía con tanta frecuencia, se acarició el vientre abultado—. ¡Es mejor que oigáis tocar al chico!
Los sonidos que Andreas iba sacando al instrumento eran desafinados y no respondían a compás alguno, pero el propio hecho de ser tan extraños y poco habituales hacía que los demás los escucharan conmovidos.
—Es verdad que podría hacerlo mejor —dijo Jule—, pero el hecho de que ese chico huesudo sepa tocar un instrumento ya es más que un milagro.
Tampoco Elisa había esperado algo así, aunque, cuando examinó a Andreas, tuvo que admitir que jamás había esperado nada de ese muchacho larguirucho. Los Glöckner eran gente trabajadora, eso estaba claro. A veces, Tadeus era demasiado terco y a menudo estaba a la gresca con Fritz, pero cuando se necesitaba su ayuda, siempre estaba allí. No obstante, en aquella familia era como si Barbara hubiera acaparado no solo toda la belleza, sino también la vivacidad, el sentido del humor y la elocuencia, mientras que para el resto no había quedado nada de nada, salvo permanecer en silencio bajo la sombra de aquella mujer.
Andreas acabó la primera pieza.
—¡Muy bien! —exclamó Annelie, para luego añadir en voz baja—: Está bien que se celebre a ese chico, que experimente el reconocimiento. Barbara no se ocupa mucho de él.
—Bueno —comentó Jule—, ella preferiría tener a Poldi de hijo. Aunque habría que preguntarse, viendo el rubor que le entra a ese chico cuando la mira, si Poldi en realidad quiere ser su hijo o más bien lo que quiere es…
Esas últimas palabras quedaron amortiguadas por un gruñido.
—¿Qué has dicho? —preguntó Christine con expresión suspicaz.
—Nada, absolutamente nada. Sigo ocupada en aburrirme como una ostra.
Una vez más resonaron las notas de la armónica, esta vez más sueltas y seguras.
Poldi estaba bebiendo su tercer vino de manzana.
—¡Vaya! —exclamó en voz alta tras enjugarse los labios—. ¡Ahora tenemos música! ¡Ahora también podemos bailar!
Tambaleándose, se acercó a los Glöckner, y Elisa, que había oído cuchichear a Jule y a Annelie, se preguntó si tendría el atrevimiento de pedirle a Barbara que bailara con él. Pero entonces se dirigió adonde estaba Resa, tomó su mano y la atrajo hacia el centro. En un principio, la chica pareció perpleja, pero no se resistió; al igual que aceptaba tantas otras cosas, como el trabajo, también ahora aceptaba bailar aquella pieza. El suelo crujió bajo los pasos de Poldi, mientras giraban en un círculo algo caótico, sin seguir los pasos de la música, ni siquiera el ritmo. El joven se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre las piernas de Resa, pero finalmente pudo mantenerse erguido y dejar espacio para otras parejas.
En silencio, Lukas se acercó a Elisa y puso su mano, con sumo cuidado, sobre la de la joven.
—¿A ti también te apetece bailar?
Elisa se encogió de hombros, insegura. Le alegraba la perspectiva de quedarse sentada y se resistía a la idea de empezar a dar tumbos sobre aquellos tablones como hacían Poldi y Resa. Finalmente, se dejó seducir no solo por la sonrisa tímida de Lukas, sino también por la de su padre, que, en contra de lo habitual, parecía estar de muy buen humor. Richard le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Está bien —aceptó la joven, aliviada de ver a su padre en aquel estado. A decir verdad, los pasos de Lukas no eran tan torpes como los de su hermano, aunque él tampoco entendía ni jota de cómo guiar a su compañera de baile.
—Sé que no se me da muy bien —admitió al cabo de un rato sonriendo—, pero lo haré lo mejor que pueda.
Elisa soltó una carcajada.
—Así es la vida aquí. No hay muchas cosas con que hacer algo, pero de lo poco que hay intentamos sacar lo mejor.
Casi chocaron con Poldi, que tenía la cara roja como un tomate. Probablemente, la cabeza querría estallarle de dolor. Barbara intentó incitar a su marido a que bailara, pero Tadeus negó con la cabeza con determinación.
Con actitud no menos terca, Fritz también se negó cuando su hermana Lenerl quiso arrastrarlo hasta la pista de baile y la chica desistió enseguida, y no precisamente feliz, según le pareció a Elisa.
—No me parece que sea tan poco lo que tenemos —dijo Lukas—. En cualquier caso, todos tenemos un techo y el hambre ya no hace tantos estragos…
Elisa rio de nuevo.
—Bueno, eso es porque nos hemos acostumbrado a tener los estómagos vacíos. ¿O será porque ahora tenemos más comida?
Lukas se encogió de hombros. En silencio, continuaron bailando, a medida que el aire se iba haciendo cada vez más caliente y pesado.
Poldi no mostró su resistencia durante demasiado tiempo, sino que al cabo de un rato, soltó a Resa para ir en busca de más sidra. Y entonces otra pareja de baile ocupó el espacio dejado en la pista por Resa y Poldi. Elisa no había visto llegar a Viktor y a Greta, pero por lo visto ninguno de los dos había querido perderse una fiesta como aquella, a pesar de que eran las personas que vivían más retiradas. La cara de Viktor seguía siendo afilada y estrecha, pero ahora tenía la piel curtida y con un color mucho más oscuro que antes. Solo Greta estaba tan pálida como siempre, aunque Elisa no podía explicarse cómo conseguía protegerse del sol. Por lo menos, sus cabellos no estaban tan desgreñados ni eran tan escasos como de costumbre y los llevaba recogidos en dos sólidas trenzas. Al parecer, Christl la había ayudado a hacérselas, aunque la hermana de Poldi no había actuado sin interés, sino porque quería ganarse a Greta como aliada, y lo había hecho bien. Después de que Christl insistiera y lo llevara prácticamente a rastras, Viktor la había seguido hasta la pista de baile de mala gana, aunque quiso huir después de haber dado una o dos vueltas. Sin embargo, de repente, Greta apareció al lado de su hermano y lo tomó de la mano, mientras Christl le agarraba la otra, así que a Viktor no le quedó más remedio que moverse al ritmo de la armónica a veces en una dirección y a veces en otra. Una expresión de obstinación apareció en su rostro, pero no pudo escapar a la superioridad de las dos mujeres, y Christl soltó una risotada triunfante.
Elisa miró a Christine discretamente. ¿Qué pensaría aquella mujer de que su hija le estuviera haciendo ojitos precisamente al raro de Viktor Mielhahn? Pero no era esta la que observaba con gesto de incredulidad a aquella extraña pareja que necesitaba una tercera persona para bailar, sino Jule.
—Elisa —empezó a decir Lukas casi sin querer—. Desde hace algún tiempo quiero hablar contigo acerca de un asunto…
El joven Lukas se interrumpió.
—¿Sí? ¿De qué? —preguntó Elisa.
—Quería preguntarte algo…
Una vez más, dejó la frase sin acabar.
—¿Sí? Dime —dijo ella de nuevo.
—Bueno, es…
Esta vez a ella no se le escapó que le temblaba la voz a causa de la agitación, pero antes de que Lukas encontrara el valor para decir finalmente lo que quería, Poldi volvió a dejar con estruendo su jarra de bebida sobre una mesa. No fueron Elisa y Lukas los únicos en sobresaltarse: todos alzaron la cabeza.
—¿Es que os habéis asustado? —Una risita se escapó de la boca de Poldi, una risita chillona y poco natural.
Confundido, Andreas dejó caer la armónica. Sin pensarlo, Elisa se apartó de Lukas en cuanto la música cesó. Solo Christl no quiso separarse de Viktor y seguía dando vueltas con él cuando, en eso, Poldi entró en la pista de baile y empezó a manotear frenéticamente para echarlos de allí.
—Si tuviéramos un pastor —empezó diciendo—; si el pastor Zacharias no nos hubiese abandonado, sería el momento adecuado para decir un par de cosas solemnes.
Su voz parecía un balbuceo. Viktor aprovechó la ocasión para deshacerse de Christl y de su propia hermana. Indignada, Christl abrió la boca con intención de increpar a aquel aguafiestas, pero Fritz se le adelantó.
—¡Estás borracho! —ladró en medio de la habitación—. ¡Es mejor que cierres el pico!
El cerebro de Poldi parecía estar cubierto de niebla y el chico no pareció notar de dónde venía la voz que lo increpaba. Tambaleándose, se giró primero a un lado, luego al otro. Jule hizo otro gesto de incredulidad con la cabeza.
—¡No me digas lo que tengo que hacer, hermanito! —gritó Poldi cuando por fin vio dónde estaba Fritz—. ¡Eso de trabajar como negros todo el tiempo no puede ser! Tiene que haber un momento para mirar atrás y contemplar lo que hemos hecho. Tiempo para alabarnos y sobre todo… tiempo para alabar a las mujeres.
Una vez más, el más pequeño de los Steiner giró en círculos; finalmente, sus ojos vidriosos se quedaron fijos en Annelie.
—¿Quién, si no Annelie von Graberg, hubiera podido hacernos esta comida, casi por arte de magia?
Annelie sonrió; desde lejos, Elisa no pudo ver si era la sonrisa de una persona halagada o cohibida.
—Tú eres la mejor prueba de que el vino de manzana que hace está fuerte —intervino Jule con hosquedad.
Pero Poldi no se dejó amilanar.
—Sí, ¡qué sería de nosotros sin las mujeres! La estima de una mujer virtuosa sobrepasa largamente la de las piedras preciosas. Busca lana y lino, y con voluntad trabaja con sus manos…
¿Acaso estaba citando de la Biblia? Que Poldi se hubiera vuelto un devoto, como su hermana Lenerl, era una noticia nueva para Elisa.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué dice? —oyó Elisa que preguntaba Jakob Steiner, como si no solo estuviera paralítico, sino también sordo.