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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (44 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Entonces su madrastra se llevó la mano a la entrepierna y, cuando la levantó, la tenía teñida de sangre.

—¿Es el niño? ¿El niño? —gritó Elisa, aunque sabía muy bien que aquellas convulsiones que sacudían el cuerpo de su madrastra eran espasmos de parto, prematuros.

Annelie soltó otro sollozo.

—Pensé que esta vez todo saldría bien. ¡Nunca había aguantado tanto! ¡Elisa, tienes que ir a buscar a Jule! Y no quiero que Richard se dé cuenta de nada. ¡Vamos, hazlo! ¡Ve!

Elisa avanzó a trompicones entre la oscuridad. Las piernas no le obedecían. Cayó al suelo más de una vez. No tenía ni idea de cómo iba a ocultarle a su padre que Annelie estaba allí, sangrando en la oscuridad. Por lo alterada que estaba, se le notaría de inmediato el horror que sentía. Pero, por suerte, dio con Jule antes de llegar a la casa de los Von Graberg, su casa, tal vez porque Jule ya tenía satisfechas sus ganas de compañía. La mujer tenía la mirada clavada en el cielo y no parecía particularmente alterada por el hecho de que no se ofreciera a sus ojos el espectáculo de un firmamento cubierto de estrellas, sino únicamente un manto de negrura. Pero tal vez fuera eso, precisamente, lo que estaba buscando después de tantas horas de calor y griterío.

—¡Jule, ven rápido! Annelie… Annelie… —A Elisa la voz le obedecía tan poco como las propias piernas.

Jule no hizo preguntas, sino que salió al instante, presurosa, en la dirección por la que había aparecido Elisa. Esta última apenas podía seguirla y, cuando Jule llegó a donde estaba Annelie, se arrodilló junto a ella y le palpó el vientre para examinárselo. Una vez más, el vientre de Annelie se veía sacudido por aquellos espasmos. La mujer de Richard von Graberg no podía decir nada, solo alcanzaba a morderse los labios, al tiempo que gemía.

—Está todo lleno de sangre… —gritó Elisa—. Todo está…

—¡Necesito luz! —la interrumpió Jule impaciente.

La brusca orden le dio a Elisa la fuerza que necesitaba. Esta vez volvió presurosa a la casa, sin tropezar ni una sola vez. Espió brevemente por la ventana. Andreas seguía tocando la armónica, pero ya nadie bailaba. Richard charlaba con Jakob, y Christine le pasaba la mano por el pelo a su pequeña Katherl. A nadie parecía haberle llamado la atención que Jule y Annelie no estuvieran presentes.

«¡Luz, luz, luz!», era lo único que le cruzaba la mente a Elisa.

Utilizaban unas lámparas de aceite, pero se mostraban muy ahorrativos con ellas. Cuando el sol se ponía, todos solían irse a dormir, y la vida no despertaba hasta la mañana siguiente. Solo hoy la habitación estaba iluminada, bajo el brillo cálido que hacía que las sombras bailaran en las paredes. Los chicos de la familia Steiner habían clavado en el suelo de delante de la casa algunas antorchas, para que los invitados encontraran el camino desde lejos.

Elisa arrancó una del suelo y corrió al sitio donde había tropezado con Annelie, pero allí no había nadie.

—¡Estamos aquí!

Jule le hizo señas desde cierta distancia. Había trasladado a Annelie hasta el torcido cobertizo que servía de granero. Elisa no sabía si la había llevado ella misma o si Annelie, a pesar de aquellos retortijones, había estado en situación de dar algunos pasos apoyándose en Jule. Esta última le quitó la antorcha de la mano y, cuando el resplandor del fuego cayó sobre Annelie, Elisa vio el charco de sangre y la masa roja que yacía entre sus piernas.

—Por lo menos esta vez todo fue rápido —murmuró Jule.

Aunque Elisa tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no vomitar, no pudo apartar su mirada de la criatura muerta. Jule clavó la antorcha en la tierra y levantó aquel amasijo para inspeccionarlo por el costado.

—¡No! —le gritó Annelie echando la cabeza hacia atrás—. ¡No quiero verlo!

Jule no le prestó atención alguna.

—Está entero —dijo fríamente—. Y eso es bueno. Ninguna extremidad se ha quedado dentro, eso podría causarte una infección.

Annelie volvió a soltar un grito, y esta vez no era provocado por el asco o la tristeza, sino por el dolor. Después de tener otros espasmos, un nuevo charco de sangre salió de su cuerpo, al que siguió otro bulto sanguinolento.

—Muy bien —dijo Jule nuevamente—. Es la placenta.

La cabeza de Annelie cayó pesadamente contra el suelo.

—Demasiado rápido —se quejó—. Todo ha sucedido demasiado rápido.

Elisa estaba como petrificada; sabía que debía arrodillarse junto a su madrastra, cogerle la mano y consolarla, pero no se sentía capaz de hacerlo: solo podía mirar aquel amasijo sanguinolento que habría podido convertirse en su hermano o hermana.

Entretanto, Jule se había desatado el delantal y envolvió al feto en él. Lo alzó.

—Entiérralo en alguna parte de la selva —le ordenó a Elisa.

La joven retrocedió. ¡Tocar aquel bulto le resultaba inimaginable; no digamos enterrarlo!

—¿Qué habría sido? —preguntó Annelie en voz baja.

—Pensé que no querías verlo —dijo Jule.

—¿Habría sido un niño?

—Es posible —respondió Jule meneando la cabeza de mala gana—. Las mujeres como tú no deberían quedarse embarazadas. Ya te lo he dicho, hay formas de evitar un embarazo.

—¡No! —gritó Annelie soltando un gemido—. ¡Tengo que darle un hijo varón a Richard! ¡De ese modo sacaría otra vez fuerzas para vivir!

En un gesto involuntario, Elisa retrocedió. Annelie estaba removiendo otra vez aquel antiguo dolor suyo, pero ella no cedió a él, sino que por fin se inclinó hacia donde estaba Annelie y le acarició los hombros.

—No, no —balbuceó tímidamente—. Papá está mucho mejor desde que vivimos aquí, junto al lago. Y eso no solo tiene que ver con que…

—Sus ojos brillaron intensamente cuando le conté que estaba embarazada —la interrumpió Annelie con voz áspera—. Y ahora… Ahora su mirada volverá a apagarse.

Entonces, una vez que dijo aquello, Annelie empezó a llorar silenciosamente.

—Eso, ante todo, es problema suyo, no tuyo —gruñó Jule, que se levantó y se inclinó otra vez para recoger ella misma el bulto sanguinolento con el feto—. Aquí todo tengo que hacerlo yo —protestó, y se alejó rezongando.

Las lágrimas corrían a borbotones por las mejillas de Annelie. La antorcha empezó a parpadear, dibujando sombras en las paredes. El aire estaba impregnado de un penetrante olor a sangre. Tenía que lavar a Annelie, pensó Elisa, tenía que llevarla a la cama. Y también tendría que contarle a su padre lo sucedido. Sin embargo, estaba ahí parada, sin atinar a hacer nada.

—Lo siento —murmuró—. Lo siento muchísimo.

Las lágrimas de Annelie cesaron.

—Pensé que esta vez iría todo bien. Por lo menos esta vez.

Elisa le tomó la mano, que estaba débil y fría.

—¿Debo ir a buscar a papá?

—No… No… ¡Por favor, no! Vuelve allí, diviértete, todos se están divirtiendo… Bastará con que Richard se entere mañana. Hacía tanto tiempo que no lo veía reír… Que por lo menos esta noche lo haga sin tapujos. —Annelie dijo algo más, pero lo hizo en voz tan baja que Elisa no supo si había entendido sus palabras de forma correcta.

Elisa se inclinó sobre su rostro lívido:

—¿Qué has dicho?

Y entonces Annelie se lo repitió.

—¡No te quedes aquí conmigo! ¡Ve donde Lukas! ¡Tú sí que le gustas! Pasáis… Pasáis tanto tiempo juntos…

Con cuidado, Elisa le acarició la frente a su madrastra.

—Sí… mucho tiempo… —repitió Annelie, y cerró los ojos. Elisa no estaba segura de si se había quedado dormida, si se había desmayado o si, sencillamente, ya no tenía fuerzas para mantener los párpados abiertos.

Y aunque Annelie le había pedido que hiciera otra cosa, ella se quedó sentada a su lado.

¿Y Lukas? ¿La estaría buscando?

«Probablemente no», decidió. Lukas era un joven paciente, jamás la presionaría, esperaría a que ella le comunicara su decisión y se mantendría tan callado y tranquilo como siempre.

Elisa suspiró. Había tantas cosas que la agitaban por dentro, que la movían a hacerse preguntas y la llenaban de dudas, de inquietud y de miedo al futuro, pero con Lukas jamás le pasaba eso.

Cuando estaba cerca de él, ese silencio y esa calma la envolvían; era una calma placentera y, al mismo tiempo, muy vacía. Nada sentía de aquel dolor que la había hecho sufrir cuando se despidió de Cornelius. Pero del mismo modo que faltaba ese dolor, también faltaban el anhelo, la tímida esperanza, la vaga noción de felicidad, la confianza profunda. Elisa se mordió los labios.

¡Imposible! ¡No podía renunciar a eso!

—A mí también me gusta Lukas, me cae bien —dijo la joven, y acarició de nuevo la frente de Annelie—. Pero no puedo casarme con él. Estoy esperando a Cornelius. Y lo esperaré siempre, porque él es… —Elisa vaciló un momento, pues nunca había pronunciado aquellas palabras con tanta claridad. Entonces añadió, con resolución—: Porque él es el hombre al que amo.

Capítulo 20

Los leones marinos los tenían asediados; casi no podía darse un paso en la cercanía del puerto sin tropezar con uno. Desde lejos, parecían montañas de carne pesada e inerte, pero los aullidos que emitían lo hacían a uno estremecerse de temor.

—No se acerquen demasiado —les habían advertido a Cornelius y a Zacharias—; están en periodo de celo y en esa época esos animales se ponen muy agresivos.

Desde entonces, Cornelius los contemplaba con sumo respeto y Zacharias, con un miedo enorme. Antes se habría puesto a temblar y probablemente habría protestado enseguida por las terribles garras que estaban a punto de clavársele en la carne indefensa, pero ahora, para asombro de Cornelius, su tío mantuvo la boca cerrada.

En esos últimos tiempos lo había notado casi siempre callado, parco en palabras. Aquello era una bendición, ya que él no habría soportado más las quejas del pastor y, al mismo tiempo, el silencio de su tío era el espejo del estado de su propia alma, paralizada por la tristeza desde que Zacharias le había dado la noticia de la muerte de Elisa.

Zacharias respetaba que su sobrino se hubiera sumido en sí mismo y eso ayudaba más a Cornelius que cualquier palabra de consuelo. A veces, el tío le lanzaba alguna mirada de preocupación; a veces murmuraba una oración; y en otras ocasiones, sencillamente, le echaba el brazo por encima del hombro. Pero nunca lo apremiaba ni lo atosigaba y Cornelius recordaba aquellos días en que guardaba luto por su madre y por Matthias: Zacharias no había podido aliviarle el dolor, pero al menos le había transmitido la sensación de que había alguien allí cuando despertaba de su ensimismamiento.

—Corral apenas ha cambiado nada —dijo Cornelius—. En Valdivia se han construido en los últimos años tantas casas y calles… Pero aquí… No se ve nada por el estilo.

—Mm… —se oyó murmurar al tío.

—¡Mira cuántos barcos! Probablemente la mayoría vaya a Valparaíso.

—Mm… —se oyó al tío de nuevo.

—He oído hablar del plan para que en el futuro los barcos de inmigrantes provenientes de Alemania atraquen en Melipulli, pero aún no ha llegado ese momento. ¡Mira allí! Ese podría ser el Victoria.

En las primeras semanas que siguieron a aquella mala noticia, que un desconocido había traído a su tío —desconocido al que Cornelius buscó en vano durante bastante tiempo para preguntarle acerca de los detalles—, al joven Suckow le había sido imposible decir demasiadas palabras o forjar demasiados planes. Sin embargo, peor aún que el luto por Elisa era el vacío que se extendía a su alrededor y del que pretendía librarse con un agitado afán y una actividad incansable.

Más tarde, cuando llegara a su patria, podría rendirse otra vez al dolor. Ahora solo quería largarse de aquel maldito país, que ya había empezado a odiar tanto como su tío.

En todo ese tiempo había trabajado con más ahínco que antes y al final había podido comprar dos billetes para cruzar el océano en el Victoria, barco que en su trayecto de Valparaíso a Hamburgo hacía escala en Corral. Apenas les había quedado dinero para matar el tiempo hasta la partida y para comprar algunas provisiones, pero, asombrosamente, su tío Zacharias, como en los últimos meses, se había mostrado más que conforme.

Cornelius oyó que su tío suspiraba al ver el barco y lo examinó de soslayo: era evidente que había perdido peso. Sus ojeras todavía eran pronunciadísimas, pero ya no tenía la piel tan gris ni tan hinchada, y las venitas azules que le afeaban tanto la nariz, de poros muy abiertos, habían desaparecido.

Él no creía que su tío fuera capaz de permanecer sobrio, pero Zacharias anduvo el camino de la purificación con una firmeza que el sobrino hasta entonces desconocía: como aquella primera noche, había mantenido en lo sucesivo la vivienda siempre limpia, había renunciado a los juegos de azar con Rosaria y no había vuelto a probar una gota de alcohol.

Cornelius se volvió entonces hacia Quidel. El mapuche, que se había convertido en un fiel amigo, había insistido en acompañarlos hasta Corral. Y ahora, cuando llegaron al puerto, se detuvo.

Cornelius suspiró. Sí, él también quería largarse de aquel país en el que había muerto Elisa (aunque aún no sabía con exactitud cuándo y cómo), pero la despedida de Quidel le resultaba sumamente dura.

—En el futuro, no dejes que nadie te tome el pelo —le dijo intentando adoptar un tono sobrio, de negocio—. Eres un buen trabajador, tienes que insistir en que te retribuyan de manera justa.

—Sin ti nadie me habría tomado nunca en serio.

—¡Pero qué dices! ¡A mí tampoco me tomaron en serio! ¡Siempre me consideraron un tipo con un físico lamentable, de brazos y hombros demasiado flácidos!

Quidel no lo contradijo, sino que sonrió quedamente. Cornelius no consiguió devolverle la sonrisa al mapuche; no obstante, sintió cómo el orgullo crecía en su interior. No había encontrado la felicidad en ese extraño país —más bien creía haberla perdido para siempre—, pero gracias al indio su vida allí había tenido algún sentido, no había sido del todo absurda.

Había conocido a Quidel y a muchos de sus parientes. Había abogado incansablemente por que recibieran un jornal justo y les había enseñado a negociar, a no ceder, a tener conciencia de sí mismos, a pensar en su propio valor y en el de sus productos.

—Lo siento —murmuró—. Siento mucho tener que abandonaros.

—¡No tienes por qué! —exclamó Quidel—. Ya has hecho mucho por nosotros.

Cornelius asintió. El uno ante el otro estaban algo tensos. Nunca se habían abrazado y tampoco lo hicieron ahora; sin embargo, Cornelius se había sentido pocas veces tan próximo a una persona.

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