Para Cornelius arar los campos y sembrarlos siempre había sido más un deber que un placer; nunca había sentido esa alegría íntima que Elisa solía llevar antes escrita en el rostro cuando miraba con orgullo lo que había hecho durante el día. Sin embargo, ahora Cornelius Suckow comprendía por qué ella parecía sacar fuerzas del trabajo diario. También a él la faena cotidiana le ofrecía mucho en esos días: lo distraía de sus malos pensamientos y, sobre todo, le daba la convicción de que, de algún modo, la vida continuaba y de que ningún dolor, ninguna pena, podía interrumpir la rítmica alternancia del proseguir y el fenecer.
Había estado mucho tiempo reflexionando sobre cómo hacer las paces con Elisa, pero seguía sin saber cómo proceder en ese asunto: solo la naturaleza le inspiraba con claridad lo que tenía que hacer. Trabajaba duramente desde el amanecer hasta que caía la tarde, dormía como si estuviera anestesiado y, al día siguiente, se entregaba de nuevo al trabajo, agradecido porque en ese aspecto no lo amenazara ningún fracaso, ninguna carencia, ninguna culpa. Cada día lo saludaba un nuevo éxito, por pequeño que fuese: una pila de leña bien abastecida, un nuevo tejado, una habitación limpia, una parcela libre de malas hierbas.
A nadie le extrañó que se quedara a vivir en casa de Greta tras la muerte del hermano de esta, probablemente porque la mayoría de la gente estaba demasiado ocupada y no tenía tiempo para eso, y él mismo pronto se acostumbró —secretamente agradecido— a que Greta fuera tan discreta y silenciosa. Con escasos ingredientes ella le preparaba regularmente la comida, lo miraba muy seria mientras comía y afirmaba que ella ya estaba llena. La mayoría de las veces él no sabía de qué hablar con ella, pero le alegraba no estar solo; probablemente ella también se sintiera sola, pero Greta jamás lo hacía partícipe de lo que le pasaba por la cabeza, por lo menos no hasta esa noche.
Él regresó del campo con las manos llenas de tierra, pero en casa no lo esperaban ni una cocina encendida ni el olor de un buen estofado, sino únicamente una habitación fría y sucia. No es que Greta ya no mostrase su sonrisa dulce y triste —algo que lo conmovía—, sino que estaba desplomada en el suelo.
Horrorizado, se abalanzó sobre ella, pues al principio creyó que se había desmayado; sin embargo, cuando intentó levantarla, ella lo hizo por sí sola, de inmediato.
—¿Qué ha pasado, Greta? —preguntó.
Tenía la cara pálida como una muerta.
—Viktor… —murmuró la joven.
Él creyó entenderla.
—Lo echas de menos —dijo Cornelius—. Guardas luto por él.
Ella negó con la cabeza.
—No, no es eso.
Y entonces ella lo soltó todo, rápidamente, con agitación, como un niño pequeño que no sabe por dónde empezar ni cuánto revelar. Nadie debía saberlo, gritó ella, nadie debía enterarse nunca. Él tenía que guardarle ese secreto, jamás podía revelar lo que ella iba a contarle. Ella se lo habría ocultado también a él de haber podido. Pero, por desgracia, no podía.
—Greta, ¿qué te pasa?
Ella se puso una mano sobre el vientre, tan hundido y seco como siempre.
—¡Voy a tener un hijo! —exclamó.
Cornelius la miró fijamente. «No, eso es imposible», pensó él; y no lo pensó porque la idea de que Viktor hubiera violado a su propia hermana fuera monstruosa, sino porque Greta seguía pareciéndole una niña, demasiado enjuta, demasiado debilucha, demasiado frágil como para quedarse embarazada y parir.
—¡No podré sobrevivir a esto! —gritó ella.
Solo después de que se lo dijera muchas veces, él comprendió que Greta no se refería al embarazo, sino a la ignominia. Y la joven se vino abajo. Su cabeza golpeó con fuerza contra la pared.
Cornelius nunca se había sentido tan desamparado en su presencia. Le tomó las manos.
—¡Levántate! —le dijo tirando de ella para alzarla, y luego la abrazó. Greta tenía el cuerpo frío y era tan ligera que él apenas sintió el contacto. ¿Cómo podía Viktor haberle hecho aquello? ¿Cómo podía aprovecharse de la circunstancia de ser mucho más fuerte?
—No me desprecias, ¿verdad? —le preguntó ella tímidamente.
—No fue culpa tuya. Viktor…
Cornelius se interrumpió. Y ahora supo por qué había podido seguir adelante: no era solo a causa de la fuerza de la primavera, que auguraba un nuevo comienzo; no era solo debido al trabajo que se echaba encima y que le daba un poco de paz a su alma, sino porque tenía una obligación: proteger a Greta. Y sobre todo, porque, más que una obligación, aquello era una posibilidad, él
podía
protegerla
.
La abrazó con más fuerza. Había llevado la desgracia a mucha gente —también a Elisa, especialmente a ella—; a esta última le había hecho cosas tan graves, tan insoportables, que ella había preferido no verlo nunca más; solo a Greta no le había hecho daño. No, a ella no le había hecho daño alguno, a ella la ayudaba, era un apoyo para la joven.
—No te preocupes —se apresuró a decirle Cornelius—. Nadie llegará a saber nunca que Viktor… Lo que Viktor te ha hecho. Ya encontraremos una solución.
Como cada año, en primavera, los caminos se cubrieron de fango. Elisa debía prestar mucha atención para no resbalar y caer y, cuando tropezó con el tablón de madera, pensó en Lukas con nostalgia. Después del último invierno, él había estado trabajando ahí como un loco, durante horas y horas, para mejorar los caminos. Tampoco eran suficientes los que había alrededor del lago —aunque el tal Franz Geisse llevaba años anunciándoles su construcción— y al menos sus parcelas debían estar comunicadas.
El recorrido que ahora hizo raras veces lo había transitado en los últimos años. Cuando, tras un recodo, pudo ver la casa de los hermanos Mielhahn, Elisa sintió ciertos remordimientos por un instante. Antes podía decirse que no se había preocupado más por los dos hermanos debido a la presencia del inaccesible y hostil Viktor. Pero, sin duda, era una vergüenza no haber pasado a ver a la hermana ni una sola vez desde la muerte repentina de este.
Casi ninguna otra mujer lo había hecho. Al enterarse de lo sucedido, Christl había reído con malicia y afirmado que ahora Greta estaría acabada del todo, por lo cual Christine la reprendió con dureza, pero sobre todo por la carcajada, no por sus palabras. En el fondo, todo el mundo estaba convencido de que Greta no iba a poder salir adelante sola, todos fingían estar demasiado agobiados con sus propias preocupaciones y responsabilidades como para apoyarla.
Por lo visto, solo Cornelius había estado a su lado en esos tiempos difíciles y cuando Elisa se enteró de ello, sintió —en lugar de los celos que antes había experimentado ante esas atenciones de Cornelius— un gran alivio, ya que, si Cornelius estaba ocupándose de Greta, entonces ya nadie más tenía que hacerlo, y tampoco ella. Y si esa mañana había tomado la decisión de acudir allí, no era porque estuviera preocupada por Greta, sino porque lo estaba buscando a él.
Annelie tenía razón. Tenía que hablar con Cornelius. Tenía que decirle que estaba esperando un hijo. Ella no sabía lo que sucedería después, ni lo que debía esperar, pues dentro de su corazón todavía había demasiado dolor, demasiada culpa y demasiado vacío. Pero la sola idea de no tener que compartir su secreto únicamente con la apocada Annelie le quitaba un gran peso de encima.
La hierba despedía un olor penetrante. Entre las hierbas viejas y amarillentas, aparecían retoños verdes. Entonces, algo crujió bajo sus pies; fue el único ruido que se oyó, pues todo lo demás estaba envuelto en un silencio sepulcral. Si la casa de los Mielhahn no hubiera aparecido de repente ante sus ojos, habría pensado que estaba completamente sola en este mundo. Por un instante, Elisa cerró los ojos y recordó aquella selva agreste que habían encontrado junto al lago cuando llegaron a la región; aquella época en que los bosques todavía no habían sido talados y el suelo todavía no estaba completamente despojado de raíces, la época en que los pobladores apenas habían dejado allí un rastro humano.
Elisa aspiró profundamente el aire fresco. También entonces había conseguido construirse una vida a partir, literalmente, de la nada. Tal vez lo consiguiera una vez más, tal vez lograra seguir viviendo y luchando, sin dejarse devorar por los sentimientos de culpa y sin ver al niño que crecía en su vientre como una ignominia, sino como una esperanza, como la señal de que a la muerte le seguía la vida. De pronto, pensó en la historia que le había contado a su pequeño Ricardo antes de que muriera, la historia de Flor de Fuego, que tanto había sufrido y que tantas batallas había tenido que soportar antes de unirse a su amado.
Cuando abrió los ojos, se sobresaltó. Greta estaba ante ella como si hubiera salido de la nada. Si el sonido de sus pasos al pisar la hierba no hubiera revelado su presencia, Elisa habría creído que aquella chica era como un espíritu que se le había aparecido.
E igual de silenciosamente, continuó comportándose en adelante. Greta no decía nada, respiraba tranquilamente y solo su boca se curvó en una extraña sonrisa que a Elisa le provocó un escalofrío involuntario.
En un gesto impulsivo, intentó corresponderle. Greta tenía mejor aspecto de lo esperado. Estaba delgaducha y pálida como siempre, pero el pelo ya no le colgaba sobre la cara, enmarañado, sino que lo tenía recogido en una pulcra trenza. Entonces, Elisa vio también la columna de humo que se elevaba de la casa, vio las cortinas tras las ventanas y las tejas nuevas que habían sustituido a las viejas, que estaban rotas. El hogar de los Mielhahn ya no parecía ruinoso, como criticaba siempre Christl, sino que tenía un aspecto incluso acogedor.
Lentamente, Elisa se acercó. En varias ocasiones, estuvo a punto de iniciar una conversación, pero no pudo pronunciar palabra alguna hasta pasado un buen rato.
—Lo siento tanto —murmuró—. Me refiero al accidente que Viktor sufrió y también al hecho de que hasta ahora yo no…
Greta hizo un gesto de rechazo, como queriendo espantar la evocación de su hermano como si fuese una mosca impertinente. Su sonrisa se hizo más amplia, no había dolor en sus rasgos.
—No tienes por qué sentirlo, ahora tengo a Cornelius.
Elisa no supo qué decir. Hasta hacía poco se alegraba de que Greta no tuviera que lidiar ella sola con la muerte de su hermano, pero ahora sintió extrañeza por esa facilidad con la que Greta sustituía en su vida a un hombre por otro.
Decidió no decir nada.
—Es a él precisamente a quien quiero ver —le dijo escuetamente—. Tengo que hablar con Cornelius.
Greta estaba allí, inmóvil.
—Está en el campo. No tiene tiempo para ti. Pero es bueno que hayas venido. Tengo que contarte algo.
Hasta ese momento Greta no la había mirado directamente, pero en ese instante sus miradas se encontraron. Los ojos de Greta brillaron, y a Elisa aquel brillo le pareció poco natural. Sintió otro escalofrío cuando intuyó que no deseaba oír lo que Greta tenía que contarle.
—Pero es que tengo que hablar con él. De verdad, tengo que ver a Cornelius para…
Elisa se interrumpió, había pasado al lado de Greta, que ni siquiera intentó detenerla. La joven Mielhahn continuaba allí de pie, inmóvil, y esperó incluso a que Elisa hubiera dado unos pasos para gritarle:
—¡Voy a tener un hijo!
Elisa se dio la vuelta rápidamente. Greta seguía sonriéndole, radiante de alegría, con una expresión triunfante.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Elisa, jadeante.
Un ligero rubor cubrió las mejillas de Greta.
—Lo sé, lo sé. Lo decente habría sido esperar hasta la boda.
Elisa tragó en seco.
—¿Qué boda?
Apenas podía pronunciar palabra. Pero algo tenía que decir. Mientras estuviera haciendo preguntas que no obtenían respuesta, no habría certeza de nada: tampoco de aquella sospecha que ahora parecía cubrir su mundo con un velo negro, a pesar de que el sol de primavera brillaba con la misma intensidad de un momento atrás.
Greta alzó la mano para protegerse los ojos de los intensos rayos del sol.
—¡La boda de Cornelius y mía, por supuesto! —exclamó la joven Mielhahn, y lo hizo con una fuerza con la que Elisa nunca la había oído hablar—. ¡Nos casaremos, tendremos un hijo y seremos una familia, una familia muy feliz! Muy a diferencia de lo que vivieron mis padres o de lo que lo fuimos Viktor y yo. Mi padre era un malvado, y mi madre una cobarde, y Viktor… Bueno, Viktor estaba mal de la cabeza, pero Cornelius y yo…
Greta continuó hablando y hablando. Elisa veía cómo sus labios se movían, pero las palabras ya no le llegaban, parecían hundirse en el suelo húmedo y verde. Creyó que la cabeza le iba a reventar.
—¿Es que no nos vas a felicitar? —le preguntó Greta a modo de conclusión.
Aunque Elisa la entendió perfectamente, no respondió. Se dio cuenta de que estaba corriendo cuando el pecho empezó a dolerle, apenas podía respirar y empezó a sudar por todos sus poros.
El malestar de estómago que la aquejaba normalmente se manifestó ahora con toda su fuerza. Se hundió en el lodo de la orilla del lago y vomitó. Y cuando ya no le quedó nada en el estómago, permaneció de rodillas, sin fuerzas. Solo se levantó cuando el lodo, que ahora cubría todo su vestido, se puso duro. Unos pequeños terrones se desprendieron de su cuerpo y fueron dejando un rastro gris, mientras Elisa caminaba en dirección a su casa.
«Es como ceniza —le pasó por la cabeza al verlo—, como ceniza…»
Como si en cualquier lugar al que llegaba o en cualquiera del que viniera hubiera ardido la tierra…
Annelie se echó a reír al verla, pues al principio no percibió la expresión del rostro de su hijastra.
—Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás sucísima!
Elisa se miró. Tenía lodo pegado no solo a la ropa, sino también a las palmas de las manos. También sentía que tenía una costra en la cara. Cuando se acercó a Annelie, las rodillas le temblaban. Le dolía el pecho como antes, como si se le fuera a romper a cada inspiración.
—¡Júramelo! —dijo con voz ronca—. ¡Júrame ante Dios, Anna Aurelia von Graberg, que jamás revelarás a alma alguna que Cornelius es el padre de mi hijo!
Solo entonces Annelie pareció percibir su mirada vacía y retrocedió, pálida.
—Santo cielo, ¿qué ha…?
—¡Júralo! ¡Me lo debes! —le gritó Elisa—. ¡Júramelo!
Annelie pareció sospechar que no tenía sentido contradecirla.
—Te lo juro —se apresuró a decir—. Te juro todo lo que tú quieras, pero dime, ¿qué ha pasado con Cornelius…?