Emilia continuó corriendo y, por fin, llegó a una calle; fue entonces cuando se detuvo a mirar hacia uno y otro lado. Más allá de la luz crepuscular de las farolas solo había tinieblas.
Las voces de los hombres se acercaban. Le estaban pisando los talones. Emilia aún no había llegado hasta la luz de la farola, y ya los hombres empezaban a rodearla por todas partes.
Kathi Steiner se olió las manos. El aroma del pan fresco estaba todavía pegado a ellas, y ella adoraba ese olor. Los esfuerzos que costaba hornearlo le gustaban algo menos. Los últimos días los había llenado con eso y solo con eso: primero se echaba la harina en unas grandes artesas de madera, luego se preparaba la masa previa y se sacaban los restos de la masa anterior, que empezaba a fermentar lentamente con ayuda de la levadura; luego se removía con agua tibia y leche y se añadía más harina. Cuando la bandeja para hornear quedaba cubierta con el paño, se la dejaba reposar por última vez, antes de empezar a amasarla al día siguiente. Kathi sentía dolores de espalda solo de pensarlo. Tenía las manos rojas y agrietadas por la sal que se rociaba en una fase intermedia. Por lo menos —y eso hacía el trabajo algo más agradable— había mucho de qué hablar.
Había mucho de qué hablar, sí. De la abuela que había abandonado la casa común. De su madre, que ya no hablaba con su padre. De que el padre hubiera dicho a voz en cuello que le iba a tapar la boca a la charlatana de Greta. Y también sobre lo que había dicho Jule: que Greta sería un montón de cosas, pero no una charlatana. Al final, no habían hecho falta discursos para perturbar la paz de todos, sino una sola frase simple y cargada de maldad. Tras su visita a la casa de los Glöckner, Greta había ido a la de la familia Steiner, para anunciar allí, brevemente, que Barbara se entendía con Poldi.
Kathi se había sentido profundamente afectada por las palabras de Greta. Pero al mismo tiempo, todas esas peleas, esos cuchicheos, las burlas y sospechas que eran ahora la comidilla de todos le resultaban extremadamente excitantes. Cuando predominaba el aburrimiento, el trabajo se hacía doblemente difícil, y ahora había suficientes asuntos que facilitaban la distracción.
Claro que le dolía que su madre ahora estuviera hecha un mar de lágrimas. Pero el hecho de que su abuela llevara días intentando hablar con ella, caminando de un lado a otro delante de la casa, era algo tan fascinante que Frida, el día anterior, había repartido mal las raciones de pan. Habían salido unas rebanadas el doble de grandes que las normales; luego había que dejarlas reposar antes de hornearlas en unas cestas hechas de heno y, finalmente, humedecerlas con unas plumas de oca antes de hacerles las ranuras con una astilla y meterlas en el horno.
Además, para colmo, el pan se les había quemado, pues se habían quedado escuchando, con sumo interés, una discusión que se había desatado entre su padre y su abuela. Poldi decía que no tenía sentido alguno hablar con Resa, pues ella también lo castigaba a él con el silencio. Barbara, por su parte, opinaba que eso no era de extrañar, pero que él no podía decirle lo que debía hacer y lo que no.
Cuando por fin sacaron los panes del horno, Jule dijo que estaban carbonizados y que, por lo tanto, no se podían comer. Christine Steiner, por el contrario, dijo con severidad que solo estaban un poco quemados y que no debía tirarse nada que pudiera llenar los estómagos.
De inmediato las dos viejas empezaron a pelearse, algo que hacían a menudo. Primero estuvieron discutiendo un rato sobre el pan y luego siguieron sobre el tema que lo dominaba todo: cuánto tiempo llevaría Poldi engañando a su mujer con su suegra. ¿Acaso Resa podría perdonarlos a los dos? ¿Echaría a Poldi de casa?
—¡Vaya hijo que tienes! —soltó con sorna Jule; no con malicia, sino más bien en tono divertido.
A lo que Christine dijo, respondona:
—Bueno, Barbara lo habrá seducido.
—En fin, por lo menos podrás ver algo bueno en el hecho de que yo haya abandonado a mis hijas —dijo Jule—. Así por lo menos no tengo que tomarla con mis yernos.
—Sobre estos temas no se debería bromear —le dijo Christine entre dientes.
—No estoy bromeando —respondió Jule—. La vida no es una broma, sino amargamente seria. Todo el mundo intenta hacer lo correcto, pero a veces resulta incorrecto. Y a veces, sencillamente, hay que hacer lo incorrecto porque eso es lo correcto para uno mismo.
Tras oír esto, Christine se golpeó el pecho y se quejó de cómo se estaban corrompiendo las costumbres.
Las chicas ya habían sacado las hogazas restantes del horno y habían estado pensando en si debían irse a casa o si, por el contrario, era preferible evitar su propio hogar. Barbara seguía intentando hablar con Resa; Poldi, por su parte, seguía intentando en vano hacerle comprender que no había en ese sentido ninguna posibilidad de éxito.
Por eso, las tres niñas prefirieron sentarse en el prado y meter los pies en el agua del lago; al final, trazaron un plan.
Kathi volvió a olerse las manos y las dejó caer de nuevo. Ese plan era precisamente lo que la había traído hasta allí y ahora era una sobrecarga para ella. El olor a pan fresco era algo familiar, casero, y mientras mantuvo las manos pegadas a la cara no sintió miedo. De pronto, sin embargo, sintió temor, aunque poco antes había gritado a voz en cuello que sí que se atrevía a hacer lo que sus hermanas Frida y Theres tenían en mente.
—¡Claro que lo haré! —había dicho, mientras las otras alborotaban con risitas y gritos.
De modo que se puso en marcha ella sola, y no tanto para impresionar a sus hermanas como a Jacobo.
Este no estaba allí, pero seguro que se enteraría de que ella iba a ir a ver a Greta y de que le iba a pedir cuentas por haber creado tanta desavenencia en su familia. Le iba a apretar las tuercas a esa vieja, ya que nadie más lo hacía.
¡Lo de apretarle las tuercas a Greta era algo impensable! Eso significaba, a fin de cuentas, mirarla a la cara, hablar con ella y, sobre todo, quedarse a solas con ella. Kathi no recordaba ningún momento en que ella o sus hermanas se hubieran atrevido a hacer tal cosa. Cuando Cornelius y Emilia estaban cerca, Greta era medianamente afable, pero, sin ellos dos, acercarse a ella era una auténtica prueba de valor.
Greta era una bruja y una loca, Poldi se lo había dicho varias veces, y Kathi volvió a recordar aquellas palabras a medida que se aproximaba a la casa de los Mielhahn. Si sus hermanas no se hubieran dedicado a molestarla antes, diciendo que jamás se atrevería a visitar a Greta, y si ella ahora no quisiera demostrarles lo contrario, se habría largado enseguida. En ese momento, ni siquiera pensar en su futura victoria le bastó para dar el último paso.
Kathi se detuvo y reflexionó sobre si Greta estaba verdaderamente loca y lo que eso significaba. A fin de cuentas, su tía Katherl —cuyo nombre le habían puesto a ella— también estaba loca. Apenas era capaz de construir una sola frase y se pasaba la mayor parte del tiempo riendo. No obstante, Kathi y sus hermanas jamás le habían tenido miedo, más bien les resultaba divertido burlarse de la tía y hacer travesuras que Katherl siempre se tomaba bien.
Puede que Greta no estuviera tan loca; a fin de cuentas, podía hablar, aunque es cierto que no era bondadosa en absoluto.
Se decía que descuidaba tanto las labores de la casa como a sí misma, y ahora Kathi podía convencerse con sus propios ojos de que los rumores no habían surgido sin motivo. No salía humo por la chimenea, no había leña apilada con esmero junto a la pared de la casa, que parecía abandonada, extraña, inquietante.
Kathi dio un paso atrás. En realidad, ella no tenía necesidad alguna de pedirle cuentas a Greta, fue lo que le pasó por la cabeza en ese momento. Además, ¿quién podría demostrar lo contrario si ella, más tarde, decía que lo había hecho?
¡Sí, aquello era una buena idea! Podría contar que había llamado a la puerta y que había gritado el nombre de Greta, que se habían visto frente a frente y que le había cubierto de reproches.
Kathi se retiró un poco más. ¿Se atrevería al menos a mirar detrás de la casa?
Se mantuvo alejada de la entrada, pero caminó entre la hierba alta hasta que pudo observar la casa desde el otro lado. El silencio le hería los oídos. No oía nada salvo sus propios pasos y su respiración agitada.
¿Cómo podía Emilia vivir?
En realidad, Emilia no podía, de lo contrario, no se habría fugado con Manuel; ahora llevaban ya más de tres semanas…
Un grito de asombro brotó de la garganta de Kathi.
Hasta ese momento, su mayor miedo había sido que Greta, esa bruja loca, se le plantara delante, en persona, pero ahora vio algo que la atemorizó aún más. Se había preparado para enfrentarse a una Greta rabiosa, pero aquella visión la pilló desprevenida: Greta yacía en el suelo.
Estaba completamente inerte. Justo detrás de la casa.
Kathi se detuvo, asustada. Se había tapado la boca con las manos. En realidad, su deber era acudir junto a la mujer, ver si todavía la podía ayudar.
Pero aquel espectáculo terrible la hizo echar a correr.
Greta yacía bocabajo, con la cara pegada al suelo. Un charco de sangre se extendía en torno a su cabeza.
Las voces de Fritz y Manuel, las de Cornelius y Elisa se mezclaron en algarabía. Fritz los había llevado hasta su casa y, en cuanto llegaron, empezaron a hablar unos con otros: Fritz en tono algo reflexivo; Cornelius, profundamente preocupado; Elisa, impaciente; y Manuel, o bien con terquedad o lleno de pánico.
La riña se había desatado cuando Cornelius, muy enfadado, le había pedido cuentas a Manuel: ¿por qué no había cuidado mejor de Emilia? ¿Cómo había podido permitir que los separaran?
En su fuero interno, Elisa pensaba lo mismo, pero se situó ante su hijo en ademán protector e increpó a Cornelius diciéndole que no debía sacar conclusiones precipitadas. Manuel, por su parte, dijo que en ese momento no importaba quién tenía la culpa de la situación, sino que debían salir en busca de Emilia cuanto antes. Pero Fritz lo retuvo justo cuando se disponía a marcharse y dio a entender que una acción desordenada, sin planificar, no traería nada positivo.
—Deberíamos pensar bien…
—¿Es que ahora debemos sentarnos aquí a hablar con toda tranquilidad? —le reprochó Manuel—. ¡No quiero ni imaginar lo que puede haberle pasado a Emilia!
—¡Reflexionar un poco no os habría hecho ningún daño! —intervino Cornelius con tono severo.
Manuel no le hizo caso.
—¡Levantaré cada piedra de esta ciudad para encontrar a Emilia!
—¡Sí, la ciudad a la que tú mismo la trajiste! —exclamó Cornelius.
—¡Algo que él no hizo contra la voluntad de tu hija! —intervino Elisa—. Fuiste tú quien no le prestó la debida atención a la muchacha.
Cornelius se volvió hacia ella.
—¿La misma atención que tú has prestado a tu hijito?
—Los hombres jóvenes son así. En cambio, las chicas bien educadas…
—¡De eso nada! ¡A la edad de Manuel, a mí jamás se me habría ocurrido nada semejante!
—¡Cuando tú tenías la edad de Manuel, estabas tirándole de la levita a tu tío, el hombre que determinaba cómo debías llevar adelante tu vida!
Unas manchas rojas aparecieron en las mejillas de Cornelius.
—¿Y qué hay de malo en asumir un poco de responsabilidad? Una responsabilidad que tu hijo, por lo visto, no conoce.
—¡Cornelius! ¡Elisa! —gritó Fritz, impaciente.
Elisa no lo escuchó. La preocupación por Emilia la hacía perder el control.
—Por supuesto que Manuel asume sus responsabilidades. ¡Para él Emilia es lo más importante! ¡Para ti yo nunca lo fui! Primero estaba tu tío y luego vino Greta, y más tarde…
—¡No los metas a los dos en el mismo saco! ¡Cuando yo abandoné a mi tío y fui a tu encuentro, habías sido tú la que se había casado con otro!
—Pues sí, ¿y quieres que te diga una cosa? Fue la mejor decisión de mi vida.
—¡Cornelius! ¡Elisa! —intervino de nuevo Fritz.
Pero ninguno de los dos lo escuchó.
—Si esa fue la mejor decisión de tu vida, entonces me pregunto por qué entonces, más tarde…
—¡No lo digas! ¡No te atrevas a decirlo!
—¡Cierto! ¡Lo olvidaba! Cuando no sabes qué hacer, te sumes en tu mutismo o te refugias en el trabajo. No es de extrañar que tu hijo haya escapado de ti.
—¿Y por qué tu hija se marchó también? ¡Ah, claro! ¡Ella no huyó de ti, sino de la loca de tu mujer! ¡La misma de la que tú llevas años huyendo!
—¡Greta no te incumbe en absoluto!
—¡Cornelius! ¡Elisa! —La voz de Fritz sonó ahora como un latigazo.
Ambos se volvieron hacia él al mismo tiempo. Su expresión malhumorada recordaba al Fritz de antaño.
—¿Es que no os dais cuenta de lo que provocáis con vuestra pelea?
—¿Qué…?
A Elisa las palabras se le quedaron atascadas en la garganta cuando miró a su alrededor y vio que no encontraba a Manuel por ninguna parte.
—¿Qué…?, ¿qué…? —dijo, balbuceando, mientras se ruborizaba.
—¿Dónde está? —preguntó Cornelius más cohibido que enfadado.
—¡Acaba de salir y esta vez no pude retenerlo!
Fritz sacudió la cabeza molesto. Cornelius, en cambio, se precipitó hacia la puerta.
—¡Maldita sea! Él no debe… Tengo que…
—¡Tú no tienes que hacer nada!
Fritz se interpuso y alzó los brazos en gesto autoritario.
—¡Vosotros dos estáis mal de la cabeza! —dijo con voz severa—. Yo traeré a Manuel y luego pensaremos todos juntos en lo que tenemos que hacer. ¡Vosotros dos, calmaos y controlaos! Resulta insoportable escucharos y además…
Fritz no pudo acabar la frase. Solo sacudió la cabeza un par de veces, de muy mal humor. Y sin esperar la aprobación de los otros, cogió su abrigo y salió. Ni siquiera se dio la vuelta.
En cuanto estuvieron solos, Elisa y Cornelius se quedaron como petrificados. Primero mantuvieron las cabezas bajas, como niños a los que han reprendido, luego se lanzaron miradas fulminantes, examinándose, intentando ver cómo se había tomado el otro la regañina de Fritz. Elisa acechaba a Cornelius. Si él seguía a Fritz, entonces nada la retendría y ella también saldría tras él, pero dado que el hombre se plegó a las órdenes de Fritz, a ella no le quedó otro remedio que esperar. El enfado y la rabia la habían hecho gritar y la habían encorajinado; en cambio, la aflicción que vino después y la preocupación por Emilia y Manuel la atormentaban.