Ella sabía que no debía echarle la culpa a Greta; Barbara y Poldi habían pecado y ahora tendrían que vivir con las consecuencias. No obstante, cuando miró las caras de los presentes, todas perdidas y recelosas, llenas de reproches y tensas, se preguntó si alguna vez volverían a tener paz.
—No eres tú quien puede decirme cuándo tengo que callarme —dijo Christl increpando a su hermano—. Tú te has dejado seducir por esta bruja, y…
—¡Barbara no ha golpeado a Greta! —chilló Poldi.
—Entonces, ¿fuiste tú? De hecho, eso también sería posible… ¿Quién podría tener más interés en vengarse que vosotros dos?
Annelie tuvo intenciones de dar un paso adelante y evitar aquella discusión, sobre todo por Christine, que estaba hundida, sin fuerzas, en su banco, y escuchaba la pelea de sus dos hijos desconcertada. Unos días antes, nada ni nadie le habrían impedido pegar un grito e inmiscuirse, pero, desde que Greta había dicho la verdad sobre Barbara y Poldi, parecía atrapada en una pesadilla horrible de la que no era capaz de liberarse.
Antes de que Annelie pudiera decir algo, Magdalena intentó poner paz:
—¡Bueno, basta ya! —gritó—. Ya es bastante grave lo sucedido…, lo que le ha ocurrido a Greta y… —dijo sonrojándose—, y también lo que Barbara y Poldi han hecho.
—¡Y eso a ti no te incumbe! ¡No le incumbe a nadie! ¡Solo a mí! —Annelie no había visto llegar a Resa y se sintió asombrada ante su firmeza. Llevaba días escondiéndose y nadie sabía decir a ciencia cierta cómo sobrellevaba el hecho de que su madre y su marido la hubieran estado engañando. Su mirada, ahora, era fría e inexpresiva.
Annelie vio cómo a Barbara le temblaban los labios cuando vio llegar a su hija. Poldi, en cambio, salió al paso de su mujer con expresión hosca.
—Tal vez fuiste tú —dijo él. Al decirlo, evitó la mirada de su mujer, pero su voz era firme—. ¡Al fin y al cabo, Greta no solo nos ha desenmascarado a mí y a Barbara, sino también a ti!
Annelie vio que Christine sacudía la cabeza y que, involuntariamente, Magdalena hacía lo mismo.
—¡Deja a Resa fuera de esto! —exclamó Barbara desesperada.
Resa miró a Poldi con expresión fulminante.
—¡Me has estado engañando durante años! ¡Con mi propia madre! —le gritó la mujer—. ¿Y ahora te atreves, además, a acusarme de asesina?
Rápidamente, Annelie se interpuso.
—Pero ¿quién habla de asesinato? Greta sobrevivirá. Y luego… Luego…
No supo qué decir, pero Resa, de todos modos, no la estaba escuchando. La esposa de Poldi le echó a su marido otra mirada fulminante y luego se marchó del lugar. Barbara se mordió los labios, inquieta.
—Sí —repitió Annelie intentando que su voz transmitiera confianza, más de la que ella misma sentía—. Greta sobrevivirá. Todo irá bien, y por eso ya va siendo hora de que os vayáis a vuestras casas. Aquí no podéis hacer nada.
Nadie se movió. Magdalena había ido a sentarse junto a su madre. Poldi ya no tenía la expresión obstinada, sino que parecía desamparado, tal vez porque no sabía adónde ir. Barbara se sentía igual. Solo Christl desistió de seguir machacando a los otros dos y, en su lugar, se acercó a Jacobo para tirar de él y llevárselo, lo cual, a su vez, puso a las hijas de Poldi en la situación de tener que decidir si lo seguían o si iban a ver a cómo estaba su madre.
—Así que Greta está viva —gruñó Poldi—. ¿Y quién se alegra por ello?
«Nadie», pensó Annelie.
Christl se había detenido al cabo de pocos pasos.
—¡Mirad! —gritó señalando hacia el lago—. ¡Por lo menos podrá tener un motivo de alegría! ¡Ahí está su hija!
Annelie también miró hacia allí y vio que un bote se acercaba por el lago. Cuando reconoció a los que viajaban en él, suspiró aliviada. Era Elisa, que regresaba con Manuel y Emilia.
A Elisa la ropa se le pegaba al cuerpo. El viaje de vuelta no había sido tan agotador ni tan largo como el de ida, emprendido a caballo; esta vez, un cargador de lana inglés los había llevado de Valparaíso a Corral. No obstante, las fatigas habían sido suficientes como para ahuyentar todos sus oscuros pensamientos en relación con Cornelius y hacer que solo tuviera en mente el deseo de llegar a casa por fin.
Emilia y Manuel, aunque eran bastante más fuertes, parecían estar igual. Los dos ofrecían un aspecto cansado, aunque Manuel no quería que se le notara. Casi con obstinación se ocupaba de Emilia preguntándole constantemente si necesitaba o quería algo hasta que ella, con gesto impaciente, le tapó la boca y le dijo que no debía seguir tratándola como si fuese un niña pequeña y desamparada. Los esfuerzos de Manuel, sin embargo, no se interrumpieron por ello. Él parecía empeñado en demostrar con todas sus fuerzas que podía cuidar bien de ella, a pesar de lo sucedido en Valparaíso, cuando había fracasado estrepitosamente en su papel de protector. Estas atenciones conmovían a su madre, al igual que los esfuerzos de Emilia por mostrarse fuerte. Durante cierto tiempo, Elisa intentó no acercarse a ella, pero, desde que conocía la verdad, era muy fácil abrirle el corazón a aquella chica.
En los últimos días, había descubierto en Emilia muchos rasgos parecidos a los suyos: esa cierta falta de dominio, ese desparpajo, la determinación de llevar las riendas de su propia vida y la terquedad para que no se le notaran los momentos de debilidad o de malestar.
—Pronto estaremos allí —dijo Manuel intentando animarla—. Pronto llegaremos.
—¡Yo estoy bien! —le dijo Emilia, orgullosa, mientras Elisa soltaba un suspiro para sus adentros.
«Llegar por fin. Lavarse, comer algo. Adaptarse a…»
Cuando su mirada alcanzó a ver la colonia, se dio cuenta enseguida de que no podían ni pensar en estar tranquilos y descansar. Soltó un nuevo suspiro, pero esta vez no fue de alivio, sino porque se sintió superada al ver aquel racimo de personas reunidas en la orilla del lago. Había confiado en poder llegar de forma inadvertida y responder a las preguntas insistentes más tarde. Pero cuando el bote atracó, todos se abalanzaron sobre ella.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Manuel confundido. Emilia, instintivamente, agachó la cabeza.
De inmediato empezaron las voces. Las preguntas iban y venían en desorden: que dónde habían estado, que por qué Manuel y Emilia habían abandonado la colonia y enseguida, con los excitados cuchicheos, empezaron a mezclarse las voces que contaban lo que allí había pasado; lo de Greta y lo de Poldi y Barbara…
Elisa aguzó el oído, confundida, porque no entendía palabra. Finalmente, Annelie se apartó del gentío, se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído. Al principio, Elisa no entendió por qué no lo decía en voz alta; pero, al comprender el sentido de aquellas palabras, se dio cuenta de que Annelie no quería afectar a Emilia, sino comunicarle tranquilamente lo que le había ocurrido a su madre más tarde.
Elisa se quedó aún más confundida. ¿ A Greta la habían golpeado con un trozo de madera? ¿Y había estado a punto de morir? Pero ¿quién podría haber hecho algo así y por qué?
—Pero está bien, se recuperará —le dijo Annelie—. Y bien, ¿dónde…? ¿Dónde está Cornelius?
Los cuchicheos cesaron. Y aunque Annelie había seguido hablando en voz baja, todos habían oído su pregunta. Cuando Elisa miró a su alrededor, vio que los pobladores esperaban su respuesta con enorme expectación.
Elisa enderezó la espalda.
—Cornelius tiene cosas que hacer en Valparaíso. Vendrá más tarde —anunció escuetamente.
Decidida, caminó en dirección hacia las personas, que se apartaron para dejarle vía libre. El silencio se cernió sobre ellos, solo Poldi soltó una carcajada.
—¿Acaso ha abandonado a la loca de su mujer? —preguntó—. A decir verdad, es lo mejor que podía hacer, aunque mi madre crea que hemos venido a parar a Sodoma y Gomorra, donde ya no cuentan la decencia ni la moral. Sobre todo después de que Barbara y yo…
Sus palabras se detuvieron cuando vio a Magdalena menear la cabeza, enfadada.
—Bueno, venid —les dijo Annelie interviniendo—. Tenéis que comer algo, parecéis hambrientos. Y también deberíais…
Annelie guardó silencio. Por el rabillo del ojo, Elisa vio que alguien se abalanzaba sobre ella, sin hacer ruido y sin que ninguno de los otros lo notara. Vio una tela blanca que ondeaba al viento y, en ese momento, Greta ya la tenía agarrada por el brazo.
—¡Mentirosa! —chilló la mujer—. ¡Eres una mentirosa! ¡Por supuesto que Cornelius vendrá! ¡Regresará conmigo!
Jule venía corriendo detrás de Greta a toda prisa.
—¡Tienes que permanecer acostada! —le gritaba con severidad—. La cabeza no te va a mejorar si sigues saltando así por el mundo, como un pálido fantasma nocturno.
Elisa miró a Greta horrorizada. Sus cabellos blancos y escasos, entre los que ahora se veía, en muchos puntos, el cuero cabelludo desnudo, se movían frenéticos al viento, sujetados tan solo por el vendaje blanco que, en una zona, estaba manchado de sangre. Llevaba únicamente un vestido muy ligero que el aire levantaba dejando ver sus piernas resecas, arrugadas y llenas de manchas.
—¡Eres una mentirosa! —le dijo ella con un siseo, y sus manos se clavaron dolorosamente en el brazo de Elisa.
—Greta… —balbuceó ella.
—Madre, ¿qué te ha pasado? —gritó Emilia interponiéndose.
Y entonces, por fin, Greta soltó a Elisa, pero solo para lanzarse sobre su hija. Le centelleaba la mirada. Jule sacudió la cabeza en gesto de desaprobación.
—¡Y tú, traidora! —vociferó Greta con la voz ronca—. ¡Te escapaste! ¡Pero yo te voy a enseñar a ti lo que es la obediencia! ¡Ahora vas a venir conmigo!
—Greta… —La voz de Elisa ganó firmeza cuando se interpuso en su camino—. Deja que hablemos de todo esto tranquilamente. Y, por favor, deja en paz a Emilia. Ella y Manuel se van a casar, y…
Greta pasó por su lado y agarró a Emilia con más fuerza.
—La herida va a reventar pronto —dijo Jule.
—¡Madre! —gritó Emilia quejándose.
—¡Jamás te casarás con Manuel! ¡No mientras yo viva!
Elisa comprendió que no podía alcanzarla, pero entonces fue Manuel quien se abalanzó sobre Greta emitiendo un grito de furia.
—¡Deja a Emilia en paz!
—¡No! —Elisa se apresuró a interrumpirle el paso a su hijo—. ¡No! Ahora no tiene sentido…
Las mandíbulas de Manuel se apretaron con fuerza y rabia. No fueron tanto las palabras de Elisa las que lo hicieron retroceder y contenerse, sino la mirada suplicante de su prometida.
—¡No os acerquéis a mí! —chilló Greta, aunque todos se hallaban a una prudente distancia—. ¡Qué nadie se me acerque!
Jule, impasible, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Esa mujer se va a venir abajo muy pronto —le dijo a Annelie.
Greta había oído aquellas palabras, aunque no parecía segura de quién las había dicho. Su mirada recorrió a todos los presentes buscando a la persona que había hablado.
—¡Maldita pandilla de sabandijas! —gritó—. ¡No quiero tener nada que ver con vosotros! ¡Mi hermano Viktor tenía razón…! ¡Cómo acertaba en la opinión que tenía de vosotros! ¡Sois una maldita pandilla de sabandijas! ¡Sois unos ególatras! ¡Sois crueles! Que ninguno de vosotros se atreva a pisar otra vez mis propiedades. ¡Y tú, Emilia, tú te vienes conmigo!
Emilia lanzó a Manuel, que había apretado aún más los puños, una última mirada de súplica. A continuación, salió dando tumbos tras su madre, mientras Manuel la seguía impotente con la mirada.
—Ella no le hará daño —dijo Elisa intentando consolar a su hijo—. Emilia es su hija, a lo sumo la encerrará, y luego…
Greta caminaba tan rápido que Emilia resbaló varias veces y en una ocasión cayó de rodillas.
—¡Maldita sea! —gritó Manuel.
—Por favor —le dijo Elisa con insistencia—. ¡Por favor, no te inmiscuyas! ¡Deja que yo lo haga!
—Pero…
—¡Yo hablaré con Greta! ¡Te lo prometo! ¡Pero tú tienes que calmarte!
—¿Lo ves? —le dijo Jule a Annelie—. Como te he dicho antes, todavía no sé si es bueno o malo que esa mujer haya sobrevivido y haya recuperado el sentido.
Greta comprobó con satisfacción que, en aquel instante al menos, Emilia no se estaba comportando con terquedad.
Por lo demás, la chica era terca a veces. Sencillamente, no quería ver que la vida era más fácil cuando uno se sometía y no se rebelaba. Sí, no se adquiría poder sobre otras personas cuando uno golpeaba alocadamente a su alrededor. Por lo menos, Greta jamás se había atrevido a hacerle nada a Viktor, teniendo en cuenta que nunca habría podido lastimarlo aplicando su fuerza física. Con mordiscos, arañazos y coscorrones jamás hubiese conseguido atormentarlo tanto como con su mirada, su sonrisa cínica, sus palabras destructivas. Jamás lo habría podido arrojar a los brazos de la muerte y castigarlo por todo lo que le había hecho.
Emilia se dejó arrastrar, sin voluntad, hasta la casa. No se resistió cuando Greta la empujó por la puerta hacia adentro y tampoco lo hizo cuando su madre la obligó a empellones a meterse en su habitación.
—Madre… —hablaba en voz baja y controlada—. Por favor, madre…
—Antes todo estaba bien —le dijo Greta—. Cuando yo vivía aquí con Viktor, todo estaba bien.
—Pero ¿y papá? ¡Tú amabas a papá!
—¿Dónde está? ¿Dónde está Cornelius? —chilló Greta.
Emilia se encogió de hombros. A menudo Greta había mirado a su hija fijamente y buscado en vano un parecido entre ambas. El pelo de Emilia no era tan claro como el suyo, ni su piel tan pálida, tampoco tenía los ojos tan azules. Sin embargo, ahora, cuando miraba a su hija, percibía que ella también se había sentido así alguna vez: desamparada, sin saber qué hacer, a merced de sí misma, siempre pendiente de lo que la gente pudiera tramar para hacerle la vida más difícil.
Y aunque estaba muy agradecida por que, en este momento, Emilia no se sublevara, le resultaba difícil enfrentarse a aquella imagen. Tiró de la puerta y dejó a su hija encerrada.
Durante un buen rato, se mantuvo a la escucha para comprobar si Emilia decía algo, pero la chica estaba en silencio. Lentamente, Greta bajó las escaleras y, en eso, sintió un frío gélido. En realidad, siempre lo sentía; tal vez se debiera a su extrema delgadez. Entonces caminó hasta la estufa y la encendió: cuando se elevaron las primeras llamas, echó más leña de la necesaria. El fuego se avivó demasiado; su chisporroteo le recordó el incendio del barco. Entonces no había sentido ese frío, entonces había muerto su madre.