En la Tierra del Fuego (84 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Greta sonrió. Al final, todos habían recibido su merecido. Su madre se había carbonizado, a su padre la cara se le había convertido en una papilla sanguinolenta y Viktor había quedado colgando de un árbol, enseñando su lengua morada…

La sonrisa de Greta se desvaneció cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. ¿Acaso Emilia era tan estúpida como para fugarse? Pero no, aquel golpe no venía de arriba, sino de la puerta; y no era Emilia la que ahora perturbaba sus recuerdos, sino Elisa, que la había seguido hasta allí.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Greta con gesto acusador cuando abrió.

—Por favor, Greta, quiero hablar contigo.

Su voz no era suplicante, sino cortés, y eso molestó mucho a Greta. Cuando Elisa hablaba con tanta calma, solo podía significar que se sentía muy segura de lo que estaba haciendo.

—¡Cornelius me pertenece! —le gritó la mujer—. ¡Jamás podrás tenerlo!

Con alegría, Greta vio que, a pesar de su serenidad inicial, el horror se reflejaba en la cara de Elisa. Sí, así eran los seres humanos: tenían miedo, se sentían conmovidos y escandalizados en cuanto se enfrentaban al abismo de los demás. A ella eso nunca la había afectado. A decir verdad, le gustaba hurgar en esos abismos.

Elisa primero retrocedió, pero después cruzó la puerta con determinación.

—¡No te me acerques demasiado! —le gritó Greta, para, seguidamente, repetir—: ¡Cornelius me pertenece!

—Greta —dijo Elisa en voz baja. Le habló con un tono condescendiente, como se habla con una niña, una niña pequeña y estúpida.

Pero ella nunca lo había sido. ¡Pequeña sí, pero no estúpida! Ella sabía lo que a las personas les pasaba por la mente. Y también sabía cómo se sentía Elisa en ese momento. ¡Había venido para quitarle a Cornelius!

Y, en efecto, lo dijo; se atrevió a decirlo:

—Vosotros dos nunca habéis estado casados realmente. Y ahora yo sé la verdad. Cornelius quiso ayudarte entonces, pero él nunca te amó de verdad. ¡Greta, abre los ojos! ¡Sé razonable de una vez y deja que tu hija salga de ahí!

Greta sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta. Pero no debía llorar, y menos delante de Elisa.

—¿Y después qué? —gritó—. ¿Después todos serán felices? ¿El mundo se salvará? ¡No, el mundo no se puede salvar! ¡Jamás se salvará!

—Greta…

—¡Cierra el pico! ¡Cierra esa boca de una vez!

El crepitar del fuego se fue haciendo más intenso. Un humo espeso empezó a subir, pues Greta no había tapado la estufa. Creyó que se iba a asfixiar, pero antes de que sus fuerzas la abandonaran, se abalanzó sobre Elisa.

—Greta… —dijo esta en voz baja.

—¡Cierra el pico!

Agarró el cuello de Elisa con ambas manos. Salvo de su hija Emilia, jamás había estado tan cerca de una persona. Y mucho menos de Cornelius. Cuánto había anhelado que él la acariciara, la abrazara, pero no… Él siempre la había evitado. Siempre se apartaba de su camino. La evitaba porque, en realidad, a quien amaba era a Elisa, a esa maldita puta, ¡a esa bruja!

Greta rio cuando apretó el cuello de la otra mujer con la fuerza de sus dos manos. El ataque le había llegado a Elisa por sorpresa; primero no pareció tomarlo en serio y no ofreció resistencia. Pero cuando empezó a faltarle el aire, intentó apartar las manos de Greta de su cuello. No lo consiguió. La cabeza le retumbaba como si fuera a reventar y Greta la agarraba de un modo implacable.

La madre de Emilia rio una vez más. Eso era lo bueno, pensó, que todos la tomaban por una niña pequeña y estúpida, la subestimaban, se creían a salvo de ella.

—Greta…

Elisa no pudo añadir nada más, solo pudo formar las sílabas de su nombre. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Daba patadas a su alrededor e intentaba pegar a Greta, pero esta había sabido ponerse a buen recaudo.

—¡Cierra el pico! —chilló ella de nuevo, y lo gritó una vez más—. ¡No me vas a quitar a Cornelius! ¿Me has oído? ¡Y tampoco a Emilia! ¡Los dos me pertenecen! ¡Son lo único que tengo, lo único que me ha quedado!

El humo fue borrando las imágenes que tenía ante ella, pero sentía que Elisa le había caído encima como un saco inerte; para eso no era necesario ver nada.

Entonces la soltó y Elisa cayó al suelo.

«Sí —pensó Greta satisfecha—, ahora va a cerrar el pico de una vez. Ahora ya no podrá quitarme a Cornelius.»

En realidad, no sabía cuánto tiempo llevaba de pie ante la mujer inconsciente, a la que no había dejado de mirar fijamente ni un instante.

—El mundo no se salvará nunca —murmuraba una y otra vez—. El mundo nunca se salvará.

—¿Madre? ¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?

Solo entonces Greta escuchó los gritos de su hija. Había tanto pánico en su voz que era probable que hubiese estado gritando todo el tiempo.

Greta no se movió.

—El mundo no se salvará nunca —murmuró.

Sin embargo, recordó, hubo una vez en que ese mundo era un mundo sano… Aquella vez, cuando Cornelius la había encontrado —a ella y a su hermano Viktor, que estaba sangrando, inconsciente— y él la había consolado y había llevado a Viktor en brazos hasta donde estaba el médico, le había dado esperanza: había alguien allí que la ayudaba.

Pero luego, cuando el barco ardió, él le había fallado. Su padre los había llevado a rastras a ella y a su hermano a la cubierta, mientras su madre se achicharraba de un modo miserable.

El rostro de Greta se torció en una mueca.

Había llamas… Llamas por todas partes…

El calor le cubrió la cara. Entonces tosió a causa del espeso humo. Sí, había llamas por todas partes, pero muy pocas…, demasiado pocas… Las que había no bastaban para incinerarlo todo, para destruirlo todo.

Y entonces tomó otro leño, lo arrojó a las llamas y, cuando empezó a arder, lo tiró al suelo.

Por un instante, temió que la llamita se apagase sin fuerza, pero esta, en cambio, creció, se multiplicó y generó un mar de llamas crepitantes, que empezó a extenderse por el suelo y, al final, subió por las paredes.

—¡Tendrás que salvarme, Cornelius! —exclamó Greta susurrando y con una sonrisa en el rostro—. ¡Tendrás que salvarme!

Elisa yacía inmóvil en el suelo.

«Así está bien», pensó Greta.

Emilia golpeaba la puerta de su habitación.

—¿Qué ocurre, madre? ¿Qué está pasando ahí abajo?

—¡Todo saldrá bien! —murmuró Greta, y las llamas temblorosas empezaron a reflejarse en su mirada fría—. Cornelius vendrá a salvarnos y todo saldrá bien…

Poldi caminaba sin rumbo por el bosque. A veces se detenía, pensativo, y escarbaba la tierra como si hubiera algo que desenterrar, algo que pudiera distraerlo. Sabía que había trabajo por hacer, pero trabajar significaba entrar en contacto con otras personas. Y ya tenía suficiente, después de las horas que había pasado ante la escuela de Jule y luego, cuando habían recibido a Elisa, Emilia y Manuel.

Tampoco podía ir a casa, allí tendría que enfrentarse a Resa. Si ella llorara, a lo mejor él podría soportarlo: habría reaccionado con irritación o con gesto desafiante. Pero Resa parecía fría y muy serena.

Le preocupaba no saber si ella fingía aquel autocontrol o si, en realidad, estaba poco sorprendida de enterarse de lo suyo con Barbara. Pero más le preocupaba sentirse culpable por primera vez en mucho tiempo.

Al comienzo de su matrimonio se había preguntado en muchas ocasiones cómo podía vivir con eso que le estaba haciendo a su mujer, pero aquella pregunta nunca llegó muy hondo y nunca lo había corroído ni le había provocado auténtico dolor. En algún momento, se acostumbró a sus sentimientos de culpabilidad y, a lo sumo, a veces tuvo que luchar con ellos al comentarlo con Barbara.

Sin embargo, ahora se sentía un miserable, especialmente porque había acusado a Resa de haber golpeado a Greta. Él sabía muy bien que eso no era cierto. No tenía ni idea de quién lo había hecho, pero Resa estaba excluida, y de eso estaba más que seguro.

Pero no podía decírselo ni pedirle disculpas. En realidad, no podía hacer nada. No podía trabajar. Pero tampoco podía estar solo. Su mundo le resultaba ahora demasiado grande y, al mismo tiempo, demasiado pequeño.

—¡Maldita Greta! —gritó, y se sintió aún más miserable por querer echarle a ella toda la culpa, una culpa por la que él debía pagar. Entonces pegó una patada a la tierra, y unos pequeños grumos de barro saltaron por los aires. Se imaginaba que se pegaba a sí mismo, que se castigaba sin piedad para, de ese modo, recuperar la paz; y alzó de nuevo el pie.

Pero de repente se detuvo. Hasta hacía un momento lo había envuelto el aroma especiado del bosque, pero ahora lo que llegaba a su nariz era humo. Por un instante, sintió la familiaridad de aquel olor, pues le recordaba las labores de desmonte con fuego que habían hecho en los primeros años. Pero un instante después, comprendió el peligro que entrañaba, pues a fin de cuentas llevaban años sin realizar esas labores.

Corrió fuera del bosque esperando que se tratara de alguien que hubiese exagerado con la calefacción, pero, al llegar al deslinde desde el cual podía ver la mayor parte de las casas de la colonia, pegó un grito de espanto.

Primero miró hacia la finca de sus padres, en la que no había nada que llamara la atención. Pero luego miró hacia la casa de los Mielhahn —a la que seguían llamando así, aunque Greta hacía tiempo que llevaba el apellido de Cornelius, Suckow— y entonces se dio cuenta de dónde provenía la columna de humo que había penetrado hasta el bosque.

—¡Dios mío! —exclamó.

Greta.

Aquella mujer le había prendido fuego a su propia casa.

Ni por un instante le pasó por la mente la posibilidad de que fuera un accidente.

Miró en todas direcciones buscando ayuda. ¿Habrían olido el humo los demás? ¿Debía correr hacia la casa en llamas para apagar el fuego o hacia donde estaban los demás pobladores, a fin de alertarlos?

Al fin, echó a correr sin haber decidido nada.

—¡Fuego! —gritó a todo pulmón—. ¡Fuego!

Entonces vio que Manuel estaba en el camino del lago.

—¡Manuel! —El joven no parecía haberse percatado de su presencia.

Poldi vio que el joven llevaba un cubo en la mano y enseguida se dio cuenta de que un intento de apagar aquel fuego con medios tan ridículos fracasaría lamentablemente.

—¡Manuel! —volvió a gritar—. ¿Los otros ya lo saben?

Cuando llegó a donde estaba el joven, este lo miró perturbado.

—Madre… —balbuceó él—. Mi madre tenía intenciones de hablar con Greta. Y Emilia… Emilia también está allí.

Entonces dejó allí a Poldi y continuó. Este se volvió una vez más, inseguro. ¿Debía esperar ayuda? ¿Y si llegaba demasiado tarde?

Al final fue el miedo por Elisa lo que le dio impulso.

Rápidamente alcanzó a Manuel. Corrían tanto que les faltaba el aliento para decir nada. Entonces llegaron a la casa. Una de las paredes ya estaba ardiendo y, aunque las otras parecían intactas, las lenguas rojas de las llamas ya empezaban a lamer el tejado. Faltaba poco para que la casa entera estuviera en llamas. Poldi se apartó instintivamente del calor.

—¡Emilia! —gritó Manuel.

Al principio, solo oyeron los crujidos y el crepitar del fuego, y Poldi temió que hubieran llegado demasiado tarde. Pero entonces una voz les dijo algo muy bajito.

—¡Manuel, estoy aquí!

Entre las oscuras columnas de humo, Poldi vio algo blanco.

Emilia tenía medio cuerpo fuera de la ventana de la planta alta y les hacía señas, desesperada.

—¡Ella me ha encerrado! ¡No puedo saltar! ¡No sin tu ayuda!

Manuel se acercó como una furia a la casa.

—¡Tienes que saltar! ¡Ya lo conseguiste una vez! ¡Yo amortiguaré la caída aquí abajo!

Poldi ya no les prestaba atención, confiaba en que Manuel hiciera lo correcto, y corrió hacia la puerta de la casa. Tiró del pomo de la puerta con energía, pero esta ni se movió. O Greta había atrancado la puerta o se había quedado trabada. Poldi corrió hasta una de las ventanas y miró dentro.

—¡Elisa! —gritó.

Primero no vio nada, pues una de las cortinas se había prendido. Pero cuando la arrancó y la cortina cayó al suelo, Poldi reconoció dos siluetas tumbadas en el suelo, muy cerca la una de la otra, inmóviles.

Eran Elisa y Greta.

¿Estarían muertas?

Poldi se arrancó la camisa del cuerpo y se la puso delante de la nariz. De nuevo, corrió hacia la puerta y esta vez empezó a patearla con fuerza repetidamente. Al principio, la madera resistía, pero al final crujió, sonó un estampido y la hoja se abrió de golpe. Le saltaron chispas encima.

Creyó que se iba a desmayar a causa del calor y los ojos se le llenaron de lágrimas hasta impedirle ver. Tenía intención de volver a gritar el nombre de Elisa, pero el humo le obstruía la garganta.

Fue avanzando con esfuerzo, poniendo con cuidado primero un pie y luego otro, evitando mirar hacia el techo, cuyas vigas estaban envueltas en llamas. Dentro de poco tiempo empezarían a partirse una tras otra y todos los que no consiguieran salir a tiempo quedarían sepultados.

Ojalá Emilia ya estuviera a salvo…

Poldi continuó avanzando a tientas, a ciegas, hasta que su pie chocó con un obstáculo. Se inclinó hacia delante.

Era Elisa…

Tenía el pelo algo chamuscado y en torno a su cuello había algunas manchas rojizas, pero Poldi creyó ver que su pecho subía y bajaba rápidamente. Intentó echársela al hombro, pero no lo consiguió. En su lugar, se le movió la camisa que llevaba delante de la nariz para protegerse y le entró más humo en la garganta. Sabía que no tardaría mucho en perder la conciencia y también sabía que estaba demasiado débil como para cargar con Elisa. Con sus últimas fuerzas, la cogió por las axilas y la arrastró fuera.

A cada paso el calor era mayor y el fuego hacía un ruido más atronador. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, llegó hasta el umbral de la puerta, tropezó y sacó a Elisa a rastras tras él.

Entonces ya no pudo más y cayó de rodillas. Unas sombras aparecieron a su lado y creyó que las paredes se le venían encima. Pero eran Manuel y Emilia, que los apartaron rápidamente a Elisa y a él de la casa en llamas. Y lo hicieron justo a tiempo, pues un momento después las vigas del techo se desplomaron con un enorme estampido.

Poldi empezó a toser y parecía que iba a echar el alma; entonces ocultó la cabeza entre la alta hierba, para protegerse de las astillas, de las cenizas y del humo. Cuando pudo incorporarse de nuevo, vio que Manuel estaba inclinado sobre Elisa, que la sacudía y le pegaba con fuerza en la cara.

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