El silencio se cernió sobre ellos y, cuanto más duraba, mayor se hacía la tensión entre ambos.
Se miraron una vez más. Ya no lo hacían con reproche o con recelo, sino con cautela, como si debieran dosificar el encuentro de sus miradas y no pudieran soportar tanta proximidad. Pero cuanto más se miraban, más familiares le parecían a Elisa los sentimientos que se traslucían en la expresión de Cornelius. Sus propios sentimientos parecían reflejarse allí: impotencia, miedo, preocupación, y ya no por sus hijos, sino por ellos mismos.
La garganta se le cerró.
«¡Ojalá Emilia regrese sana y salva! ¡Ojalá no le pase nada a Manuel! —rezaba Elisa para sus adentros. De repente, a esa súplica se le unió un ruego que había reprimido siempre—: ¡No dejes que siga viviendo enemistada con Cornelius! No quiero discutir con él. No quiero odiarlo.»
Elisa se frotó las manos nerviosamente.
—¿Por qué? —se quejó—. ¿Por qué nos ha pasado esto? ¿Por qué esos dos chicos se han marchado sin decirnos nada?
—Porque no encontraron otra salida.
Había desánimo en su voz. Solo en ese momento se dieron cuenta de lo juntos que estaban. Muy juntos, como no lo habían estado en mucho tiempo. Ella pudo sentir la respiración de él, ver cómo su piel se había arrugado y cómo su pelo, antes castaño, se había vuelto blanco; y entonces, tras todos aquellos rastros dejados por el tiempo, pudo descubrir al Cornelius de antes, al de siempre, al hombre melancólico, pero sensible, de confianza, honesto, decidido…
Durante años, ella solo había visto lo negativo de él, pero de repente, en ese instante le fue fácil enumerar todas sus buenas cualidades.
—No importa cuál de los dos trazó este plan —continuó diciendo él—. En cualquier caso, lo que está claro es que Manuel y Emilia se aman. Ah, Elisa, no debiste decirles que…
—¡Pero no fui yo la que les prohibió nada! —dijo ella interrumpiéndolo, antes de poder reflexionar siquiera sobre lo que iba a decir.
—¿Y quién entonces? —preguntó él confundido.
Elisa bajó los ojos para poder seguir guardando, con terquedad, su secreto, pero, aunque callaba, no pudo impedir que las lágrimas le afluyeran a los ojos y que sus hombros se estremecieran traicioneramente. Notó cómo él se le acercaba más y le ponía cuidadosamente una mano sobre el hombro. Creyó poder sentir cada uno de sus finos dedos.
Elisa luchaba para separarse de él abruptamente y rechazarlo, pero no era lo bastante fuerte para eso. Había consumido todas sus fuerzas. No le quedaban ya energías para odiarlo, maldecirlo, huir de él. Tampoco había ya nada que le permitiera explicarse por qué había actuado con tanta terquedad durante todos aquellos años.
—¡Él es tu hijo! —salió de ella—. ¡Manuel es tu hijo, no es hijo de Lukas! ¿Entiendes ahora porque esos dos no pueden estar juntos? ¡Son hermanos! ¿Cómo podía permitírselo?
Los hombros de Elisa se sacudieron con más fuerza. Lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas, hasta que estuvo demasiado agotada como para mantenerse en pie, hasta que la cabeza se le hundió sobre el pecho. Las manos de Cornelius, que hasta entonces solo habían palpado con cautela, pasaron temblorosas por la cabeza de Elisa y luego se deslizaron por su espalda.
—Dios mío —murmuró él—. ¡Dios mío!
Entonces Elisa se preguntó cómo había podido vivir sin que él la abrazase…
Aquel momento pareció extenderse hasta la eternidad; ambos estaban muy apretados uno contra otro; ella podía aspirar su olor, sentir los latidos de su corazón, pero cuando se separó de él, se dio cuenta de que había durado demasiado poco.
—Son hermanos —repitió ella balbuceante.
—Ellos dos…
«¿Acaso él también había llorado?»
Sus ojos mostraban un brillo de humedad y su voz sonaba entrecortada. Entonces negó con la cabeza y dijo:
—No, Elisa, no lo son.
—Pero…
Él retrocedió y, de repente, ella sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, cuando dejó de recibir el calor de Cornelius.
—Emilia no es mi hija.
—Pero…
Ella sacudió la cabeza sin comprender.
—Viktor.
Bastó ese nombre para dar fe de la verdad. Esa sola palabra bastó para que Elisa lo entendiera todo; esa palabra y el silencio que vino a continuación, tan cargado de una comprensión tardía, de una visión que llegaba más tarde aún, de la preocupación por el tiempo malgastado. Entonces empezaron a aflorar los recuerdos y desaparecieron de nuevo, inmediatamente, en las oscuras cámaras de la memoria; recuerdos de Greta, de su palidez, de la manera triunfante en que se había plantado ante ella, de la manera obstinada en que le había dicho, insistentemente, que Cornelius se iba a casar con ella.
Ella había huido de Greta, había creído sus palabras, pues, tras la muerte de Ricardo y de Lukas, se había sentido demasiado consumida, demasiado abrumada por la culpa de haber ido a buscar consuelo, precisamente, a los brazos de Cornelius y —lo que era peor— de haberlo encontrado. Y cuando más tarde él había acudido a hablar con ella para decirle la verdad, ella le había dicho lo aliviada y contenta que estaba por su boda con Greta, y también le había comunicado entonces que estaba esperando otro hijo de Lukas.
—Si lo hubiera sospechado… —dijo ella.
Él no dijo nada, solo abrió los brazos y Elisa se hundió en ellos para apaciguar toda aquella confusión, todo el horror y el dolor, al menos por un momento, un momento en el que nada contara, salvo que él estaba allí y nada se les interponía.
Una vez más, no supo cuánto había durado aquel abrazo, si un segundo o una hora.
Y entonces, de repente, de fuera vino un sonoro grito.
—¡Venid! ¡Venid rápido!
Elisa alzó la mirada.
—¡Es Fritz! —exclamó—. ¡Es Fritz!
Cuando salieron al exterior, Elisa chocó literalmente con Fritz. Hacía un momento había estado gritando y ahora estaba allí de pie, totalmente calmado. En su cara no se reflejaba ningún temor; en su lugar, una ancha sonrisa de sorna apareció en su boca.
—¿Qué…? ¡¿Qué?! —dijo Elisa.
En silencio, Fritz señaló a sus espaldas y fue entonces cuando Elisa distinguió a las dos figuras que lo seguían: Manuel, que le servía de apoyo a Emilia, que la apretaba con firmeza contra él y le acariciaba la cara; y la joven, que intentaba apartarse de él, con más firmeza cuanto más infructuosos fueron sus primeros intentos.
—¡Santo cielo! ¡Puedo andar sola! ¡No tienes que tratarme como si fuera una enferma terminal!
Elisa y Cornelius corrieron hacia ellos. Por fin, Manuel soltó a Emilia y la joven se echó en brazos de Cornelius, mientras Elisa atraía a su hijo hacia sí y lo examinaba temerosa de encontrar alguna herida. El chico tenía el pelo revuelto y los pantalones bastante sucios, pero, por lo demás, parecía sano.
—¿Qué ha pasado, por el amor de Dios? —preguntó Elisa.
Cornelius había soltado de nuevo a Emilia y se había acercado a Manuel.
—Tú la has salvado. Realmente la has salvado… Pero…
—¡De eso nada! —lo interrumpió Emilia, furiosa.
Manuel sonrió cohibido.
—En realidad, se ha salvado ella misma. Fue ella quien…
El joven no pudo continuar, pues Elisa soltó un grito de espanto. Su mirada se había posado en las manos de la joven y, entonces, se había dado cuenta de que las tenía cubiertas de sangre.
—¡Dios santo!
Pero Emilia no parecía sentir dolor; en realidad, exclamó.
—¡No temáis! ¡La sangre no es mía!
Entonces siguió otra algarabía de voces. Manuel y Emilia empezaron a contar al unísono lo que había sucedido. Se interrumpían constantemente y confundieron la secuencia de los acontecimientos. Entonces, una vez más, fue Fritz el que intervino y llamó al orden y, finalmente, también lo hizo Cornelius, que no hacía más que repetir lo aliviado que se sentía.
Al cabo de un rato, Elisa aún no había comprendido lo que había ocurrido, solo que los dos estaban sanos y salvos, que estaban con ellos, y eso bastaba.
Al final, como hablaban tan rápido, a los dos jóvenes se les acabó el aliento y, entonces, fue Fritz quien contó toda la historia en detalle y de un modo comprensible para todos.
Según esa versión, Emilia había conseguido huir del burdel al que la habían llevado a la fuerza, pero la descubrieron y habían intentado meterla allí de nuevo. Y Manuel, atraído por sus gritos, había llegado a tiempo, aunque solo pudo someter a uno de los hombres.
Los otros, en cambio, habían ido estrechando un círculo en torno a Emilia y, al final, habían conseguido atraparla.
—Me estuve quieta todo el rato —intervino Emilia— fingiendo que me iba a plegar a sus deseos. Y entonces… Entonces le arañé la cara, de repente, a uno de los hombres y el tipo pegó un grito y me soltó.
—¿Y los otros lo permitieron? —preguntó Elisa, que estaba perpleja.
—¡Entretanto yo había derribado al primero y me lancé a la batalla! —se jactó Manuel.
—Y yo seguí ofreciendo resistencia. Si supierais dónde le pegué una patada… —dijo Emilia sonriendo con picardía.
—Al final les grité que hacía rato que la brigada de policía estaba informada —añadió Manuel—, y entonces se alejaron y pudimos salir a toda prisa de allí.
Elisa sacudió la cabeza cuando se dio cuenta de que el asunto había podido acabar muy mal.
—¡Dios mío!
—¡No tengas miedo, madre, estamos bien!
Elisa ya no pudo decir nada más y, temblorosa, atrajo a su hijo contra su pecho. Cuando le examinó la cara con más detenimiento, vio que tenía un ojo hinchado.
—¿Y todavía dices que no te pasó nada?
También a Emilia, que hasta ese momento había estado mostrando una risa burlona, empezaron a temblarle las piernas.
—Puede que todo haya salido bien, pero de cualquier forma os llevaré a que os vea un médico —anunció Fritz—. Que él os examine detenidamente.
Al principio, los dos jóvenes hicieron ademán de resistirse, pero sin mucha convicción, y pronto obedecieron.
—¡Yo voy con vosotros! —exclamó Elisa.
—¡Y yo también! —dijo Cornelius.
Pero Fritz negó con la cabeza.
—No, vosotros solo os pondréis nerviosos, y me pondréis nervioso a mí. Si de verdad queréis hacer algo razonable, velad por que haya algo de comer sobre la mesa cuando regresemos.
Mientras Elisa preparaba la comida, comprendió por qué a Annelie, su madrastra, le gustaba tanto cocinar. Para ella aquella siempre había sido una labor molesta que solía dejar en manos de la viuda de su padre, pero ahora veía que era el mejor remedio para distraerse y apaciguar sus alterados sentimientos.
Cornelius acudió en su ayuda, pero solo intercambiaron miradas, no palabras. Más tarde habría tiempo para hablar, ahora tocaba disfrutar del silencio, de aquella familiaridad, de la sensación de que toda pugna, toda enemistad y toda impotencia se diluían en su interior.
Y también más tarde, cuando la comida estuvo lista y se sentaron a comer —Fritz aún no había regresado con los chicos, y ellos estaban hambrientos—, continuaron guardando silencio.
«Estamos aquí sentados como si fuéramos marido y mujer», pensó Elisa cuando se dio cuenta de que ofrecían la imagen de algo que podía haber sido, de algo que nunca fue… ¿Por culpa de quién? ¿De Greta? ¿De Viktor? ¿De la propia Elisa, de Cornelius? Y lo que parecía aún más importante: ¿acaso lo que no había podido ser en el pasado podría ser en el futuro?
Cornelius alzó la mirada cuando hubo acabado y su plato quedó vacío:
—La verdad… Nadie debe saber nunca la verdad.
Elisa asintió. Entendía muy bien su preocupación por Emilia.
De ningún modo la niña podía saber que era el fruto del incesto y la violación.
—No podemos estar juntos —añadió él en voz baja—. Emilia no lo entendería y además…
—Y también es imposible por Greta, ¿no es cierto? —lo interrumpió Elisa hablando también en voz baja—. Aún te sientes obligado hacia ella.
Cornelius meneó la cabeza, vacilante.
—Yo… Yo ya no soporto estar a su lado. En los últimos años, solo he regresado por Emilia. No obstante… En cuanto a nosotros dos… Tú y yo… es imposible. Jamás debe surgir la más mínima sospecha de que Manuel es hijo mío. Porque, en ese caso, o Emilia perdería a su amado o yo tendría que decirle que no soy su padre. Y eso no puede ser. ¿Lo entiendes?
Elisa se miró las manos.
—¿Y qué debemos hacer entonces? —preguntó ella.
De pronto, los dos se pusieron en pie al mismo tiempo, estuvieron un rato de pie, frente a frente, y luego cada uno fue al encuentro del otro, de forma natural, como si no hubieran existido aquellos años de distanciamiento. Sus manos se encontraron; luego, sus bocas; y finalmente, sus cuerpos se unieron.
Todas aquellas palabras que les decían que era imposible que se amaran eran ciertas, razonables, pero ninguno de los dos pudo dominar el antiguo anhelo. Este ahora se arrogaba sus derechos, los unía y, mientras se besaban, se saboreaban y se abrazaban, Elisa se preguntó cómo iba a poder seguir viviendo sin él.
—Nadie debe saber nunca la verdad —murmuró ella asfixiada—. Pero nosotros la sabemos, y eso es lo único que cuenta.
—Por lo menos en este instante —añadió Cornelius.
Estuvieron abrazados durante un buen rato, entonces se miraron y cada uno se sumergió en los ojos del otro. Elisa alzó la mano y le acarició la cara. Su piel parecía más dura que de costumbre y probablemente la de ella también lo estaría. También ella había cambiado mucho desde que se habían tocado por última vez. Los movimientos eran más rígidos y su cuerpo ya no era aquel cuerpo menudo por la hambruna de aquel invierno, sino más regordete, flácido. Sus manos estaban ásperas, a ella se le antojaban semejantes a dos garras rojizas, pero así y todo él se llevó una a la boca y le besó los dedos uno por uno. Y entonces ya solo contó lo que no había cambiado: el saber que podían vivir el uno sin el otro, sí, pero no plenamente, no en paz ni en armonía.
A Elisa la asaltó brevemente un pensamiento: que Fritz pudiera regresar con los chicos… Pero lo que se había acumulado durante años tras aquel dique de contención era más fuerte y arrollador. Se fueron a la habitación de al lado, la que Fritz les había preparado para pasar la noche, y con un gemido los dos se tumbaron y se quitaron la ropa. De nuevo, al principio solo se abrazaron durante un rato y luego fueron apretándose más y más hasta fundirse.
Un temblor sobrecogió a Elisa, un temblor más fuerte que el que provoca el miedo o el frío o el susto; primero fue casi imposible de soportar, pero luego se transformó en calor y regresó como un temblor suave, más moderado, pero cada vez más sensual y placentero. Su cuerpo se alzó y cayó de nuevo, exhausto. Y Elisa soltó un sollozo de felicidad. Era un sollozo provocado por la incertidumbre acerca del tiempo que duraría aquella dicha.