En la Tierra del Fuego (82 page)

Read En la Tierra del Fuego Online

Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
8.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
Capítulo 42

El médico había examinado las heridas de Manuel y de Emilia, pero no había encontrado ninguna lesión grave. Cuando regresaron, estaban, sobre todo, muertos de hambre y a diferencia de cómo se habían comportado antes, cuando aún se vanagloriaban de la espectacular fuga de Emilia, los dos jóvenes se mostraron silenciosos y apocados.

No lo admitieron abiertamente, pero de algún modo parecían aliviados por que aquella aventura hubiera llegado ahora a su fin y pudieran regresar a su hogar.

Cuando Elisa miraba a Manuel, ya apenas veía nada en él de aquel chico rebelde y protestón que siempre estaba lamentando la estrechez de la aldea, sino a un joven reflexivo que había chocado dolorosamente con sus propios límites.

¿Cuánto más duraría esa contención? ¿Cuándo despertaría de nuevo la vieja inquietud?

Elisa no lo sabía, solo sabía que el afecto y la confianza que ambos chicos se profesaban eran auténticos y profundos.

A pesar de todas las preocupaciones, ella se alegraba por ambos, le alegraba que ya no hubiera ningún impedimento para que se casaran. Y de inmediato Elisa apartó la idea de que Emilia —hija de un acto incestuoso, por lo que tal vez no estuviera del todo sana— no fuera la mujer adecuada para su hijo.

Pero ¿qué sería de ella y de Cornelius?

Veía que él también se había quedado pensativo y que pareció visiblemente aliviado cuando Fritz le preguntó por Quidel.

—Oí hablar de él, por última vez, hace cinco años. Por entonces todavía comerciaba con sal. Espero que le vaya bien. Aunque no estoy seguro de que así sea.

—¡Ese maldito Saavedra! —exclamó Fritz.

Emilia alzó la cabeza.

—¿Quién es Saavedra?

En ese instante, la joven se ruborizó, como si comprendiera que con esa pregunta ponía en evidencia su ignorancia, ella, que unos días atrás se había atrevido a escapar para iniciar una nueva vida con Manuel.

Elisa no tuvo más remedio que sonreír. También ella había sido así en una época, inexperta y, al mismo tiempo, arrojada y precipitada cuando se trataba de hablar o preguntar. Recordó cómo había confundido con nieve la costa de la Tiza inglesa y cuánto se había avergonzado por ello. Al final, los dos habían terminado riendo, Cornelius y ella. La melancolía se apoderó de Elisa cuando evocó en su mente la imagen de ambos en la cubierta del Hermann III.

—Saavedra es un general chileno —le explicó Cornelius— que desde hace años intenta desplazar a los mapuches de sus regiones. Primero mandó erigir postes de demarcación limítrofe en sus territorios; y a continuación ha ido ocupando cada vez más territorios y poblándolos con españoles. Los mapuches estaban tan desesperados que hasta eligieron un rey, pero no un hombre de su propio pueblo, sino un aventurero francés llamado Orélie-Antoine de Tounens. Ese hombre vivió mucho tiempo con ellos y les prometió que abogaría por sus derechos. Pero no tenía ningún poder para contrarrestar a Saavedra. Hace unos diez años, el general chileno empezó una auténtica guerra de exterminio. Mandó asesinar a los hombres de un modo sistemático, raptó a sus mujeres y a sus niños. El frío, el hambre y las epidemias hicieron el resto y diezmaron a los mapuches.

Fritz sacudió la cabeza en un gesto de indignación.

—Espero, de verdad, que Quidel y los suyos hayan encontrado un lugar seguro donde poder vivir en paz —dijo en voz baja.

Todos se sintieron afectados por la historia y, en silencio, pusieron fin a la cena.

Más tarde, Fritz les habló de los muchos médicos alemanes que habían llegado después de que se fundara el hospital alemán de Valparaíso, gente con un pensamiento muy avanzado: ya en 1840 se había hecho la primera intervención quirúrgica con anestesia. El hospital se encontraba en una elevación bien ventilada, y él había estado allí muchas veces en calidad de farmacéutico.

—Pero ahora ya no trabajas como farmacéutico, sino más bien para un periódico, ¿no? —le preguntó Elisa—. ¿No lo echas de menos?

—¡Qué va! —exclamó Fritz con cierto tono desenfadado que Elisa no conocía—. El tiempo va y viene, y con él, las cosas que uno hace.

Emilia bostezó; también Manuel parecía exhausto, pero antes de que Fritz se pusiera en pie y los condujera hasta sus habitaciones, les dijo aquellas serias palabras que Elisa y Cornelius habían querido evitar toda la noche.

—En este mundo solo sobrevivirá quien más sepa sobre él —empezó diciendo en tono aleccionador—. No solo es terrible lo que os ha sucedido, sino también que no lo hayáis visto venir y que no os hubierais preparado de manera adecuada para ello.

Emilia se sonrojó, pero Manuel alzó la cabeza con gesto obstinado y arrogante.

—¿Es que acaso las jóvenes tienen que contar siempre con que las secuestren y las arrastren a un burdel?

Fritz frunció el ceño.

—No, eso quizá no. Pero lo que no sabéis es que desde hace meses Chile está en guerra con Perú. Allí donde vivís, junto al lago, apenas os enteráis de nada y, hasta ahora, también Valparaíso se ha librado de los combates, pero el ejército recluta hombres en cada esquina y no siempre los consigue de manera voluntaria.

—¿Una guerra? —preguntó Emilia, horrorizada.

—Empezó cuando Chile ocupó la región de Antofagasta, que pertenece a Bolivia. Perú, por su parte, era un aliado de Bolivia y por eso intervino —les explicó Cornelius.

—Pero aparte de la guerra —continuó Fritz con tono severo—, en Valparaíso viven muchos pobres. Hace unos años, varios bancos fueron a la quiebra, y las exportaciones de cobre disminuyeron. Muchos chilenos se quedaron sin trabajo. Algunos emigraron y otros se unieron en bandas de ladrones. El mundo no es un sitio seguro en ninguna parte, pero aquí lo es menos. Eso es algo que debéis saber.

Emilia se había puesto, entretanto, roja como un tomate, e incluso Manuel había vuelto a bajar la cabeza.

Fritz se ahorró nuevas prédicas y los llevó a los dos a sus camas.

Elisa y Cornelius se quedaron allí sentados, a suficiente distancia. Hasta hacía un momento ella se había sentido a gusto, relajada, pero ahora la embargaba de nuevo la desesperanza.

—¿Y ahora…, ahora qué va a pasar? —balbuceó.

—Yo no puedo regresar —salió de Cornelius—. Sencillamente, no puedo. No aguanto más esta vida de mentiras… y a Greta mucho menos. Tal vez no debería pensar así, tal vez le debo eso a Emilia, a fin de mantener la paz familiar. Pero ella ya es casi una adulta y tiene a Manuel. Ellos dos serán felices, y yo iré a visitarlos. Pero no puedo seguir viviendo en la región del lago.

—¿Y dónde vas a vivir entonces? —preguntó Elisa con voz asfixiada. Ella lo entendía muy bien, demasiado bien, y ahora atisbaba lo mucho que le tenía que haber costado mantener en pie esa mentira durante tantos años y haber quedado expuesto a los caprichos y cambios de humor de Greta; sin embargo, a Elisa se le partía el corazón cuando pensaba que tendría que regresar sin él.

—En los últimos años me he dedicado más al comercio que a la agricultura, y lo primero siempre me ha gustado más. Conozco a mucha gente, tengo contactos. Tal vez pueda trabajar para la Casa Comercial de Alemania en Valparaíso. Con la ayuda de Fritz… —Cornelius se interrumpió—. Os acompañaré hasta Valdivia, pero luego regresaré aquí. Claro que seguiré ocupándome de Emilia y de Greta, iré a verlas con regularidad, pero ahora que Emilia va a casarse, ya no volveré a vivir con Greta. —A continuación, hizo una pausa—. Elisa —dijo de repente con voz ronca—. Quédate conmigo.

Él no añadió nada más, pero ella supo lo que estaba pensando: «Quédate conmigo, de lo contrario, no tendremos ninguna posibilidad de estar juntos».

En la región del lago no podrían dar rienda suelta a su amor sin poner en evidencia a Greta y sin sumir a sus hijos en la desgracia.

Elisa suspiró.

—No sé si puedo hacerlo —dijo mirándose las manos ásperas y arrugadas—. Cornelius, hemos resistido juntos tantas cosas, pero no todo… No todo… Cuando llegamos al lago Llanquihue, sus orillas estaban despobladas y eran casi inhabitables. Conquistamos esa tierra con cada soplo de nuestro aliento, con cada latido de nuestro corazón, con cada movimiento de nuestras manos. Ese hogar ha sido siempre un consuelo. ¿Y ahora debo irme a vivir a un sitio extraño, como una expatriada? ¿Y ahora debo mentirles a los míos sobre las razones por las que lo hago? Sé que cuando era más joven dejé atrás todo lo que me era familiar y partí hacia lo incierto. Y valió la pena, a pesar de todo, valió la pena. Pero no sé si podré hacerlo de nuevo. Volver a desprenderme de todas las raíces; con una vez en la vida es suficiente. Ya soy una mujer mayor y no tengo fuerzas para hacerlo de nuevo.

Hablaba cada vez más rápido, cada vez con más insistencia, como si no fuera necesario convencerlo solo a él, sino sobre todo a sí misma.

Cornelius le cogió las manos y se las apretó.

—No hables —la interrumpió él—. No digas nada. Han sucedido tantas cosas hoy, en un solo día, ha salido tanto a la luz que deberíamos, ante todo, poner orden en nuestros pensamientos. Os llevaré a vosotros tres a casa y luego regresaré donde Fritz. Y todo lo demás ya se verá en el futuro. No tenemos que decidir nada aquí y ahora. Nos escribiremos… Esperaremos…

Elisa rio para no llorar.

—Eso ya nos lo prometimos una vez.

Una vez más, el recinto se llenaba de cosas sin necesidad de decir nada. En el pasado, aquello no les había traído la felicidad y tampoco habían podido cumplir con sus promesas.

—Esta vez es distinto —dijo él en un murmullo.

Se miraron, y aquella mirada fue muy penetrante, como para retener la imagen del otro lo más posible y grabarla en la memoria, y luego poder alimentarse de ella. Con un suspiro de resignación, Elisa dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—Esta vez es distinto —dijo ella repitiendo las palabras de él.

Jule exprimió el paño. Por un instante, el agua del cubo que estaba a sus pies se tiñó de rojo.

Annelie se acercó a ella y echó un vistazo por encima de su hombro.

—¿Qué tal? ¿Está mejor o peor?

Jule se encogió de hombros.

—¿Qué significa mejor o peor para alguien como Greta? Quizá habría sido mejor que hubiera muerto.

—¡No hables así! —la reprendió Annelie—. Los demás solo quieren saber si va a sobrevivir.

Annelie señaló hacia fuera, al pequeño grupo que se había formado ante la puerta. Jacobo estaba allí y, aunque habían pasado algunos días, se jactaba todavía de su hazaña, una hazaña que a Annelie no le parecía tal. A fin de cuentas, quien había encontrado a Greta tirada en medio de aquel charco de sangre había sido Kathi Steiner. Sin ella, la mujer llevaría mucho tiempo muerta. Jacobo no había hecho nada más que llevar a Annelie hasta allí, entre gruñidos de protesta, y solo porque Kathi había salido corriendo y se lo había encontrado primero a él, de pura casualidad. Tan pronto como se deshizo de aquella pesada carga, empezó a vanagloriarse, orgulloso, de lo que había hecho.

La mirada de Annelie se dirigió a Christl, que estaba de pie junto a su hijo. ¡Si al menos le hubiera enseñado a Jacobo un poco más de modestia! ¡Y Resa a sus hijas un poco más de serenidad!

Frida y Theres estaban alborotadas como dos gallinas cluecas, solo Kathi estaba aún pálida y rígida a causa del impacto de su hallazgo.

—Sí —dijo Jule respondiendo a la pregunta—. Sí que sobrevivirá. Durante los primeros días no tenía ninguna certeza de si tenía los huesos sanos. Pero, por lo visto, solo era una herida superficial, aunque enorme. Lo único que me preocupa un poco es que siga sangrando, pero supongo que en algún momento parará. Cierto que el cráneo le estará zumbando durante algún tiempo, unas semanas quizá, y eso significa que se volverá más gruñona que de costumbre. Y mucho más impredecible y alocada. Aunque tal vez no podamos decir si empeorará o no, porque Greta siempre ha sido impredecible y siempre ha estado loca. Lo cual, a su vez, nos lleva a la pregunta sobre si para ella es bueno o malo que quien haya querido pegarle lo haya hecho de un modo tan torpe —concluyó Jule moviendo la cabeza con indignación—. ¡Lo ha hecho con un trozo de madera! ¡Y para colmo, de araucaria! Aunque todos saben lo blanda que es su corteza. Tenían que haber cogido una piedra.

—¡Eso, si es que de verdad alguien intentó matarla!

—Claro que sí. ¿O es que crees que algún pájaro dejó caer por casualidad una rama en su cabeza? Alguien fue a por ella. Y no creo que haya sido un desconocido.

Annelie se encogió de hombros.

—¿Qué debo decirles a los otros entonces? —preguntó Annelie señalando hacia fuera.

—Diles que se pueden ahorrar fingir que están compungidos. Y diles, sobre todo, que se larguen. No soporto que haya tanta gente delante de mi casa y menos que lleven ahí varios días.

Annelie le lanzó una mirada cautelosa a Greta. Pocas horas después de que Jacobo la hubiera llevado en brazos hasta allí, se había despertado varias veces y había mirado a Jule con ojos inexpresivos. Desde entonces, había recuperado el sentido un par de veces, siempre por muy poco tiempo, el justo para suministrarle comida y bebida y hacerla orinar.

La mujer se había retorcido, había gemido, pero no recordaba quién la había derribado de un modo tan pérfido. Probablemente, según le pareció a Jule, ese recuerdo no retornaría nunca.

Y puesto que Greta no podía contribuir en nada al esclarecimiento del delito, los pobladores estaban ocupados en acusarse mutuamente. Cuando Annelie salió afuera, la cuestión sobre el estado de Greta, si sobreviviría o no, había quedado relegada a un lejano segundo plano.

—Si me preguntáis —gruñó Christl—, os diría que ha sido Barbara.

Annelie miró a su alrededor. Desde que Greta había dicho la verdad sobre la relación de Barbara y Poldi, la primera evitaba a toda la comunidad; sin embargo, hoy estaba allí, con la cabeza gacha, cerca de los otros. Apenas alzó la vista cuando escuchó el comentario de Christl.

—¿Por qué yo? —preguntó en voz baja.

—¡Porque todos te creemos capaz de hacerlo! —le respondió Christl rezongando—. Eres una puta deshonesta, eres la vergüenza de este lugar…

—¡Cierra el pico! —la increpó Poldi, que caminaba de un lado a otro, inquieto.

Al verlos a él y a Barbara, Annelie suspiró.

¿Por qué Greta había hecho eso? ¿Por qué habían bastado tan pocas palabras para convertir a unas personas decentes y respetadas en dos seres vilipendiados, pálidos y llenos de culpa?

Other books

Written By Fate by K. Larsen
Summer Sky by Lisa Swallow
The Burning Gates by Parker Bilal
Rise of the Firebird by Amy K Kuivalainen
Reason to Breathe by Rebecca Donovan
Come Fly With Me by Sandi Perry
Where by Kit Reed