En la Tierra del Fuego (85 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Madre! —gritaba el chico—. ¡Madre!

Emilia estaba a su lado llorando y temblando.

—Madre, di algo…

Entonces un movimiento brusco se extendió por todo el cuerpo de Elisa. Y la mujer soltó un sonido estentóreo. Con sumo esfuerzo, se incorporó.

—Manuel… ¿Qué…? ¿Qué ha…?

Poldi ya se disponía a correr hacia donde estaban ellos, pero Emilia se interpuso en su camino.

—¿Qué pasa con mi madre? —le preguntó la joven con voz ronca.

Poldi negó con la cabeza en un gesto sombrío.

—Lo siento. —Cada palabra le dolía en la garganta—. Lo siento. No he podido salvarla.

Las lágrimas amenazaban con abrir unos surcos en la cara de Emilia, pero la joven las contuvo y apretó los labios. Su expresión se volvió rígida.

Elisa se había levantado con la ayuda de Manuel.

—¿Qué ha pasado? —preguntó un par de veces—. ¿Qué es lo que ha pasado?

Entonces se dio la vuelta y dejó escapar un grito de espanto, al ver lo que todos veían en ese momento: el fuego había llegado ya al cobertizo que estaba al lado de la casa de Greta y saltado a algunos árboles. Alegremente, iba devorando la madera seca. Si no lo contenían, pronto toda la orilla del lago estaría ardiendo.

Capítulo 44

Unas horas después de que el fuego se hubiera desatado, las nubes de humo que todavía flotaban muy pegadas al suelo iban alzándose en columnas poco a poco y disipándose ligeramente. El penetrante olor impregnaba todavía el aire como un tormento, pero Elisa por fin podía ver algo mejor el entorno, y no únicamente sus manos. Solo entonces percibió el silencio que se había cernido sobre ellos.

Agotada, se dejó caer al suelo. Tras el ruido, el silencio era casi insoportable; después de todos aquellos gritos, crujidos, carreras, alaridos y llantos; después del ruido más amenazante de todos: el crepitar de las llamas.

Todo eso se había acallado definitivamente, pero tras un momento de silencio, pudieron oírse de nuevo las voces, aunque ya no mostraban la agitación y el pánico de un rato antes. En ese momento, atracaba en la orilla del lago una brigada de hombres. Eran los miembros de la asociación de bomberos que Carlos Anwandter había fundado casi treinta años atrás. Durante el gran incendio de Valdivia del año 1859, habían prestado un gran servicio, pero ahora llegaban demasiado tarde.

—¡El fuego ya se apagó! —les había gritado alguien—. Ha ocasionado algunos daños, pero hemos conseguido evitar lo peor.

Elisa apoyó la cabeza sobre la hierba y miró hacia el cielo. Le dolía la garganta; no sabía si ese dolor se lo había causado el humo o el implacable apretón de Greta. Unas imágenes se elevaron ante ella, imágenes breves y relampagueantes: las del fuego devorando el bosque. Otras eran de sí misma sacudiéndose de encima aquellas náuseas y corriendo hasta su casa. Otras, de sus tres hijos, que cargaban cubos de agua para apagar el fuego en el bosque o para mojar las casas y evitar así que las chispas que saltaban las incendiaran también.

Al principio todo parecía indicar que iban a perder aquella batalla contra las llamas: el viento del este había llevado las chispas muy lejos y estas cayeron como una lluvia sobre el tejado de la escuela. Annelie, Jule y Christine lucharon a brazo partido por salvar el edificio. Finalmente, una parte de las vigas del techo se desplomó, pero el resto del edificio quedó indemne.

No se sabía si Jule podría vivir allí dentro con aquel olor o si podría continuar dando clases a los niños.

Elisa cerró los ojos. Le ardían las palmas de las manos. Había cargado tantos cubos que le habían salido ampollas.

En algún momento, mientras llenaba un cubo de agua, había tropezado con Poldi; Poldi estaba inmóvil, de pie, junto a la orilla del lago.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo ella—. ¿Por qué no estás ayudando a los demás?

Solo entonces comprendió lo injusto que había sido increparlo de ese modo, pues había sido él quien la había salvado de las llamas. Además, ahora sabía por qué estaba así, tan asustado. La casa de los Glöckner era una de las pocas que se había quemado por completo y él había tenido que contemplarlo sin poder hacer nada.

Finalmente, se sacudió la rigidez que inmovilizaba su cuerpo, y no porque Elisa se lo dijera, sino porque oyó el griterío de sus hijas. A Elisa le hubiera gustado cubrir de improperios a aquellas niñas y a Jacobo, pues, en lugar de estar ayudando a apagar el fuego, correteaban por todo el lugar como ganado en estampida. Pero cuando Poldi cogió a Frida por el brazo, comprendió qué era lo que las había alterado de esa manera.

—¡Mamá! —gritó Frida—. Mamá ha querido ir hasta el gallinero… a salvar a las gallinas…

Poldi echó a correr y Elisa lo siguió. Las llamas habían abierto una ancha brecha en el bosque, pero el viento había cedido. No solo habían salvado la escuela, sino también la casa de los Von Graberg y de los Steiner. Sin embargo, la casa de la familia Glöckner seguía envuelta en llamas y, detrás, a poca distancia, ardía el gallinero.

—¡Resa! —vociferó Poldi.

El gallinero era bajo, pero alargado.

—¡Resa! —gritó Poldi otra vez.

En ese momento se vino abajo el techo. Con pequeños relámpagos rojos, el fuego empezó a bailotear sobre la madera negra. Cuando Poldi se disponía a adentrarse en él, Elisa lo agarró.

—¡Es demasiado tarde! —le gritó ella—. ¡Ya no puedes hacer nada por Resa!

Poldi intentó soltarse y, durante un tiempo, Elisa y él forcejearon. Y aunque él era más fuerte, el miedo por su mujer lo tenía tan paralizado que Elisa pudo contenerlo. Y cuando parecía que iba a quedarse sin fuerzas, la resistencia de Poldi cedió no porque hubiera visto que la empresa era demasiado arriesgada como para acercarse al gallinero, sino porque Resa apareció junto a ellos dos. Tenía el pelo algo chamuscado, pero, por lo demás, estaba bien.

Sujetaba con las manos dos gallinas que no paraban de cacarear.

Elisa suspiró y Poldi, por el contrario, pegó un grito de alivio.

—¿Por qué gritas así? —le preguntó Resa en voz baja. Tenía la mirada fija; era una mirada inexpresiva y estaba concentrada en el fuego.

—¡Dios mío, Resa, pensé que estabas ahí dentro!

Una sonrisa fría curvó la boca de Resa.

—¡Si yo estuviera muerta, por fin podrías casarte con mi madre!

—¡No digas eso! —le dijo Poldi, atónito.

—Pero si es eso lo que quieres.

—Resa…

Elisa soltó a Poldi. Aquellos dos tenían que hablar y ella estaba de más. Caminó hasta el lago y allí se sentó; permaneció en aquel paraje hasta que se le pasaron las náuseas y los mareos, y sus hijos vinieron a verla para interesarse por su estado.

Durante días tuvieron pegado al cuerpo el insoportable hedor del humo. En el cuello de Elisa se habían formado unas manchas rojas, justo en los sitios donde Greta había apretado con más fuerza. Primero cobraron un color azulado y luego fueron desapareciendo.

En todo ese tiempo se habló poco. No había sensación de triunfo por haber conseguido evitar lo peor, en sus caras solo había agotamiento y horror ante la idea de lo poco que había faltado para que todos sucumbieran a aquella catástrofe.

El entierro de Greta también se llevó a cabo en silencio. Entre las ruinas de la casa había quedado algo que todos tomaron por su cuerpo. Elisa dudaba de que de veras lo fuera, pero, como los demás, tampoco ella dijo nada.

Cuando Poldi se hubo recuperado del impacto por lo poco que había faltado para que Resa se achicharrara, toda su rabia contra Greta despertó e incluso tuvo intenciones de evitar su entierro.

—¡Ella es la que tiene la culpa de todo! ¡Ella sola! ¡Esa maldita bruja!

Elisa lo cogió por el brazo.

—¡Estate tranquilo!

—¡Tú podrías estar muerta! ¡Y por su culpa!

—Tal vez Greta no se merezca que se le rindan los últimos honores, pero, en cualquier caso, Emilia sí que merece despedirse de su madre con cierta dignidad.

Entonces Poldi se calló.

Emilia se mostró valiente. Se detuvo ante la tumba con expresión tensa. Rechazó a Manuel cuando este intentó servirle de apoyo y luego se quedó un buen rato de pie junto al sepulcro, mucho después de que lo hubieran cubierto de tierra. Elisa le dijo a su hijo Manuel que se fuera y se quedó observando a la joven desde una distancia prudencial. Cuando oscureció, se le acercó, le dijo algo al oído para indicarle que era hora de marcharse y la arrastró suavemente consigo.

Emilia no se resistió y, finalmente, rompió a llorar.

—Yo no la entendí nunca… ¡Jamás entendí lo que quería! Unas veces pensaba que amaba a mi padre, pero otras lo cubría de improperios. En ocasiones creía que me quería a mí, pero entonces venía y me tiraba de los pelos o me pellizcaba con rabia. Nunca supe qué había hecho mal.

—Probablemente ni ella misma lo supiera. Probablemente quería ser una buena madre para ti y una buena esposa para Cornelius, pero no sabía… Por lo menos no siempre.

—¿Es que estaba enferma? —Emilia la miró fijamente. Las lágrimas habían desaparecido—. ¿Y si yo también lo estoy? ¿Y si lo llevo en la sangre?

—Ah, Emilia. —Elisa le acarició la cara a la joven y le enjugó las lágrimas—. Eres una mujer joven, fuerte y valiente. Lo demostraste en Valparaíso, cuando te liberaste de esos hombres horribles. Es cierto que es probable que Greta estuviera enferma, pero no era totalmente malvada.

—¡Pero si quiso matarte!

Elisa suspiró. En realidad, había intentado que Emilia no se enterara de aquel incidente, pero por lo visto Poldi no había podido mantener la boca cerrada.

—Greta tuvo una infancia terrible. Su padre maltrataba a su hermano y su madre jamás los protegió de la furia del padre. Greta siempre estuvo a merced de sí misma. Y en algo creo que tenía razón: ninguno de nosotros se ocupó de ella y de Viktor como era debido. Todo ello la convirtió en lo que era. En otras circunstancias habría sido una mujer alegre, trabajadora, sensible. No deberías tener miedo a tener algo en común con ella. ¡Más bien deberías vivir lo que ella no pudo porque algo se torció y se atrofió, Emilia!

La chica bajó la mirada.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—¿Qué pasa ahora?

—Todos debemos mirar hacia delante. Te casarás con Manuel y…

Y justo en el momento en que su madre pronunció su nombre, apareció Manuel, que corría en dirección a ellas. Llevaba una prisa extraña, ya que en esos días todo yacía sepultado bajo la asfixiante nube de humo.

Primero Elisa pensó que estaba preocupado por Emilia, pero cuando su hijo se acercó, ella pudo ver por la expresión de su cara que estaba profundamente afectado.

—¡Rápido! ¡Venid rápido! —gritó.

—¿Qué ha pasado? —Las dos mujeres se sobresaltaron.

—¡Es Jule…! ¡Se ha venido abajo! Ha luchado muchísimo por salvar su escuela y por lo visto eso ha sido demasiado para ella. Annelie dice que está muy mal.

Todos los pobladores se habían reunido ante la casa de los Von Graberg, a la que habían llevado a Jule después de que se desplomara. La noticia había llegado hasta localidades más lejanas y todos sabían lo grave que estaba, por lo que, hasta que cayó la noche, estuvieron llegando más y más visitantes. Annelie salía a la entrada de vez en cuando para dejar pasar a unos pocos. Porque Jule, que estaba pálida y sin fuerzas, y que por lo visto luchaba por respirar, aún había mostrado energía suficiente para anunciar que no podría soportar la presencia de demasiadas personas a la vez, que eso era algo que nunca le había gustado, así que cómo iba a admitirlo entonces, en el momento de su muerte. De admitirlo, ya no sería ella, sería otra persona. Además, había añadido con tono gruñón, ella detestaba la hipocresía a la que todos se veían obligados cuando a otra persona le llegaba su final.

—¡Pero tú no vas a morir! —le gritó Annelie.

—¡Deja ya de lloriquear! —la increpó Jule—. Los seres humanos nacen y mueren. Y yo he tenido una vida estupenda —dijo jadeando—. Bueno, no siempre fue tan buena —se corrigió—. Pero siempre fue mi vida, y eso es lo importante.

Meneando la cabeza, se dirigió a Annelie.

—Hace ya bastante tiempo que percibí que mi corazón no latía como era debido. De modo que estaba preparada. No es el momento ni hay motivo para suplicar nada.

El llanto de Annelie cesó, pero entonces fue Christine Steiner la que empezó a sollozar. Era ella quien había encontrado a Jule, caída en el suelo no lejos de la escuela.

A pesar de lo acelerada que tenía la respiración, Jule se mostró lo bastante enérgica para increpar a la llorosa Christine:

—¡Y ahora no empieces tú también!

Se había llevado la mano al pecho en varias ocasiones, con el rostro contraído en una mueca de dolor, pero no había querido revelar qué le dolía.

—¿Qué voy a hacer ahora sin ti? —preguntó Christine desesperada—. ¡Estamos hechas la una para la otra! De algún modo…

Era, sin duda, lo más amable que le había dicho nunca a Jule. Pero esta no respondió. Cuando se abrió la puerta y entraron Elisa y Manuel, la maestra puso los ojos en blanco.

—¿Acaso no he dicho que no soporto a tanta gente a la vez?

Barbara, que hasta entonces había estado de pie, en silencio, junto a su lecho de enferma, se acercó a ella.

—Es que queremos despedirnos de ti.

—Por mí, podéis hacerlo —resopló Jule—. Pero antes de que empecéis a soltar discursitos rimbombantes y patéticos, dejadme un momento sola…, o mejor dicho, con Annelie. Tengo una cosa que cotorrear con ella.

Annelie miró con asombro a Jule, pero los demás obedecieron a los deseos de la moribunda. Cuando Christine Steiner salió de la casa, lanzó una última mirada triste a la mujer a la que siempre había tildado de ser su mayor enemiga, aunque probablemente, en secreto, la considerara la compañera más importante y la más antigua; entonces sollozó una vez más.

Annelie miró a Jule ansiosa. En unos momentos, su cara se había puesto aún más pálida y ojerosa, y la respiración era mucho más acelerada.

Sin embargo, aquella mujer mostraba ante la muerte la misma terquedad que había exhibido en vida. Es cierto que no consiguió incorporarse, más bien se dejó caer de nuevo, con la cara deformada por el dolor, pero volvió a preguntar con esa hosquedad habitual que ocultaba todos sus sentimientos:

—¿Es que están todos ahí fuera? ¡Ese lloriqueo es insoportable!

Annelie tragó en seco.

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