En la Tierra del Fuego (87 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—Pero Cornelius no va a vivir aquí —dijo—. Emilia le ha escrito contándole lo sucedido y la noticia pronto llegará a Valparaíso; y sin duda regresará, pero solo lo hará por un breve tiempo… Siempre lo hará por un breve tiempo.

Annelie se le acercó.

—Bueno, ahora que Greta ha muerto…

Elisa suspiró. Ella le había prometido a Cornelius que la verdad no saldría a la luz, pero a Annelie, que a fin de cuentas lo sabía todo, que sabía que Manuel era hijo de Cornelius, le había contado cuál era el verdadero origen de Emilia.

—La muerte de Greta cambia muchas cosas, pero no todo —le dijo Elisa en voz baja.

—Cornelius querrá preservar la reputación de Greta. Jamás revelará por qué se casó realmente con ella. Y jamás reconocerá la paternidad de Manuel. Por Emilia. No creo que haya un futuro para nosotros… Y mucho menos aquí, donde estaríamos expuestos a las habladurías de la gente, a sus sospechas, y donde él jamás encontró un hogar.

—En ese caso, tienes que marcharte de aquí —le dijo Annelie sin más.

—¡Pero esta es mi patria!

—Puedes encontrar otra con él.

Elisa meneó la cabeza.

—¡Este sitio siempre ha sido importante para mí! —exclamó ella—. Yo siempre luché por lo que poseemos. ¡Hace justo un par de días, cuando todo amenazó con quemarse, defendí con todas mis fuerzas la casa que Lukas construyó para nosotros!

—Pues precisamente por eso… —murmuró Annelie—. ¡Precisamente por eso debes irte! ¡Y puedes hacerlo! ¡Porque has luchado bastante! ¡Porque has demostrado lo trabajadora que eres!

—¿Crees que es eso lo que siempre me ha dado impulso? ¿Demostrarle a mi padre que yo, siendo mujer, contaba tanto como si fuese un varón? Y todo a pesar de que él lleva mucho tiempo muerto.

—No, no lo creo —respondió Annelie rápidamente—. No creo que haya sido solo eso. Creo que la fuerza te la dio la tierra que tú misma araste, en la que sembraste y cosechaste tus propios alimentos y que luego alimentó a tu ganado. Eso te dio la fuerza para vivir sin Cornelius. Pero esa fuerza, Elisa, ya no la necesitas. Ya no existe esa pena que has tenido que ocultar. Ya no necesitas consuelo para tu insoportable renuncia.

Elisa se soltó y se alejó unos pasos. No quería que Annelie le viera la cara mientras sus palabras hacían efecto. Se agachó y, una vez más, empezó a escarbar el suelo, pero no en busca de algo útil, como antes, sino sumida en sus pensamientos. Siempre le había hecho bien sentir la tierra desnuda bajo sus manos. Pero ahora lo que tenía bajo ellas no era tierra, sino cenizas.

¿Acaso no había una señal mejor de que aquel ya no era su mundo?

—Ya estoy vieja —dijo en voz baja—. Ya estoy muy vieja.

Annelie sonrió.

—No tan vieja. Aún eres lo bastante joven para amar y ser amada. Aún eres lo bastante joven para ser feliz. Greta estuvo a punto de matarte. ¡Qué hayas sobrevivido has de verlo como un nuevo comienzo!

Elisa ya no miraba hacia la casa quemada, sino al lago, al Osorno. El aire estaba brumoso. La cumbre apenas se destacaba en el cielo.

—Alguien debe quitar estos escombros de aquí —dijo en voz baja.

—Sí —dijo Annelie—, claro…

Elisa se alejó de las ruinas. Hasta hacía muy poco ella habría sido la primera en subirse las mangas y ponerse manos a la obra para erigir allí una casa nueva. Pero de repente supo que esta vez no iban a contar con su ayuda.

Epílogo

En las semanas siguientes, Elisa no habló con nadie acerca de su decisión. Solo le confió a Annelie que no iba a quedarse, sino que iba a esperar la llegada de Cornelius para, juntos, decidir qué futuro planear lejos del lago Llanquihue.

Aunque Annelie se sintió muy feliz con esa noticia y aunque apoyaba esa decisión, había algo que la preocupaba:

—Sé que no podréis declarar vuestro mutuo amor ante todo el mundo, pero ¿no piensas por lo menos decirles a tus hijos lo que te traes entre manos?

—¡A Manuel, precisamente, no puedo contarle nada!

—¿Y cómo vas a explicarle que vas a dejar tu hogar, tu patria chica?

—Fritz —le dijo Elisa, decidida—. Fritz lo hará… ¡Él tiene que ayudarnos! Dejaré todo el ganado en manos de Lu y Leo. Y les diré que el aire del mar de Valparaíso me ha hecho mucho bien y que voy a vivir allí por un tiempo…

Annelie la miró con escepticismo.

—Nadie se va a tomar en serio que estás enferma y que necesitas el aire del mar.

—Pero estoy envejeciendo, y eso nadie podrá discutírmelo. ¿Acaso va a venir alguien a reprocharme a mí, que he doblado la espalda trabajando toda la vida, que quiera disfrutar de una vejez tranquila? ¿Y que deje el trabajo y las responsabilidades en manos de los hijos que he parido?

—¿Y Cornelius?

—Cornelius va y viene… Y luego ha vuelto a desaparecer durante semanas. La gente está acostumbrada a su vida inconstante de comerciante, nadie preguntará por él. Además, no partiremos juntos de aquí, sino que nos reuniremos en otra parte. Pero, de algún modo, funcionará.

—De algún modo funcionará —repitió Annelie como en un eco—. ¿Y la boda de Manuel y Emilia? —preguntó a continuación, pues se sentía incapaz de dejar de poner peros—. ¿No prefieres quedarte hasta que se haya celebrado?

—No la celebrarán tan pronto. Al menos, hace tiempo que no los oigo hablar de ello. Los dos están todavía demasiado afectados por lo que les sucedió en Valparaíso. Y Emilia debe superar primero la muerte de su madre. Estamos en verano. Deja que pasen el otoño y el invierno, y ya veremos qué sucede la próxima primavera. Ellos todavía son jóvenes. Tienen todo el tiempo del mundo.

Al final, Annelie guardó silencio y la estrechó contra ella.

Aunque la vida iba recuperando su curso normal después del incendio y de la muerte de Jule, en los días siguientes, Elisa continuó aislándose cada vez más. Hacía únicamente las tareas imprescindibles y solía huir de la colonia y buscar un lugarcito tranquilo donde poder reflexionar sin ser molestada e ir despidiéndose de todo en la intimidad. Allí casi siempre podía pasar tiempo sin que la importunasen; solo en una ocasión alguien la siguió cuando abandonó la colonia y la llamó por su nombre.

Ella se dio la vuelta y vio a Poldi. Durante el incendio, a Poldi se le había chamuscado el pelo y, desde entonces, no le había vuelto a crecer como era debido. De la cabeza se le alzaban algunos mechones, tiesos como las púas de un erizo. Habría ofrecido un aspecto divertido si no tuviera esa expresión de congoja en el rostro.

—¿Qué haces aquí tan sola? ¡Apenas se te ve últimamente! —le dijo él en tono de reprimenda.

Ella lo miró un rato sin decir palabra. Hasta ese momento había sabido ocultar bien sus planes, pero a él —y eso lo supo de inmediato— no podía mentirle.

—Me marcho —dijo ella brevemente—. No de inmediato, pero pronto… Pronto abandonaré la colonia.

Sus rasgos denotaron comprensión. Él no preguntó ni adónde se marchaba, ni cuándo, y mucho menos con quién.

En silencio, se detuvo a su lado y, cuando Elisa dejó de hablar, él se mantuvo muy cerca de ella.

—De modo que te has decidido, Elisa. Amas a Cornelius.

Las palabras le salieron a Poldi de los labios en un tono vacilante. Habían andado unos pasos y alcanzado una pequeña elevación desde la cual podía verse un panorama de todo el lago Llanquihue.

Elisa se apartó el pelo de la cara. Sentía que Poldi la estaba observando de soslayo, pero ella no le devolvió la mirada, sino que mantuvo la vista fija en el lago.

Este reposaba ante ellos como un pentágono enorme: en medio de prados y jardines y huertas de un color verde jugoso, de franjas de campos de cultivo dorados y de oscuros bosques, en cuyos bordes pantanosos florecían las rojas flores del copihue.

—Hemos conseguido tanto… —dijo ella en voz baja—. Hemos recorrido un camino tan largo…

—¿Te acuerdas de aquel día… en el puerto de Hamburgo, cuando tú y yo…? —Poldi no terminó la frase, sino que soltó una risita.

Ella asintió.

—No nos hemos parado casi nunca a mirar atrás, a pensar en el pasado.

Elisa suspiró con melancolía.

Desde el lago, se elevaban hacia el cielo unos delicados velos de niebla, que rodeaban el pie del Osorno, aunque no su cumbre. El monte descollaba entre la bruma como si flotara por encima del mundo. Los rayos de sol llegaban cada vez a cotas más bajas; el agua del lago, que hasta hacía un momento brillaba con destellos azul turquesa, estaba adquiriendo una tonalidad oscura y abismal mientras que su espuma aún centelleante se tornaba gris. Solo la cumbre del Osorno se bañaba plenamente en la luz y despedía destellos rojizos, como si sangrara.

—De modo que te has decidido de veras —repitió Poldi, y añadió al cabo de un instante—: ¡Qué agradecido y contento estaría si en mi vida hubiese habido tanta claridad como en la tuya! Amas a Cornelius, ¿no es cierto? Siempre lo has amado.

—Sí —respondió Elisa en voz baja—. Lo amo. Y ahora sé por fin lo que tengo que hacer.

Él asintió.

—Sí, es lo correcto —dijo él no sin cierta nostalgia.

—Es bueno que te marches para ir a vivir con Cornelius. ¡Si supiera yo qué es bueno para mí! ¿Cómo podré volver a ser feliz después de todo lo que ha pasado?

—Ah, Poldi… —Elisa le devolvió la sonrisa. Su expresión nostálgica pasó a ser pícara. Por un instante, ella pudo reconocer los rasgos del chico atrevido tras los del hombre adulto.

—Imagínate, Elisa —dijo él entre risitas—; si no te hubieras casado con Lukas, sino que me hubieras tomado a mí por esposo, ¿no habríamos hecho buenas migas?

Ella rio, pero de pronto Poldi se puso serio de nuevo.

—Elisa, sé lo que es amar a alguien y no poder tener del todo a esa persona… Sé feliz con Cornelius y olvídate de nosotros. Aunque a mí no me olvides completamente, ¿de acuerdo?

—¿Cómo podría olvidarte? —De repente, Elisa sintió la necesidad apremiante de acariciarle aquel pelo estropajoso, tal y como solía hacer cuando él era todavía un niño. No lo hizo, pero sí que le pasó la mano por el hombro, vacilante, y le preguntó—: ¿Y tú? ¿Qué va a ser de ti?

Él se encogió de hombros.

—Deja que pase un poco de tiempo, quizá para entonces la gente olvidará el escándalo. Y yo encontraré algo a lo que entregar mi corazón. —Intentaba parecer desenfadado, esperanzado, pero a Elisa no se le escapó que su sonrisa no llegaba hasta sus ojos y que en ellos había una pena muy honda; pena por sus propios errores, por sus propias pérdidas; puede que esa pena no llegase a desaparecer jamás.

—Solo te deseo que… te sientas satisfecho con lo que hagas —le dijo ella en un murmullo.

Entonces se levantaron y se abrazaron con fuerza. Cuando él, finalmente, la dejó allí sola, Elisa ya no contemplaba el lago ni el volcán Osorno. Aunque aún no se había despedido de manera definitiva, en su mente ya había abandonado aquel lugar tan familiar.

—Te esperaré, Cornelius —murmuró ella—. Te esperaré y luego me iré contigo, no importa adónde. Yo te pertenezco y me quedaré a tu lado. Hagamos lo que hagamos, decidamos lo que decidamos, estaremos juntos.

De repente ya no pudo quedarse quieta ni un momento más. Empezó a correr, cada vez más rápido. Nada le anunciaba aún la llegada de Cornelius, pero ella, en su fuero interno, ya sabía que él estaba de camino y que esa misma noche lo estrecharía de nuevo entre sus brazos.

— FIN —

Apunte Histórico

La emigración europea en el siglo XIX representa posiblemente el mayor movimiento migratorio de la historia de la humanidad. Según algunos cálculos generales, entonces emigraron desde Europa más de cincuenta millones de personas que fueron a buscar su fortuna en el Nuevo Mundo; unos cinco millones de personas provenían de los territorios del Imperio alemán. Una minoría, unas veinte mil personas, se sintieron atraídas por uno de los países más meridionales del mundo: entre 1846 y 1914 se trasladaron a Chile.

El hecho de que el gobierno chileno captara sistemáticamente como inmigrantes a campesinos expertos y a artesanos, a fin de poblar con ellos los territorios de los lagos del sur de Chile —prácticamente deshabitados—, y creara, a su vez, una especie de frontera con la tierra de los mapuches, constituyó para esos pobladores o «colonos», como se les llamaba, una gran oportunidad: para muchos de ellos fue la única que tuvieron en su vida de recibir tierras en propiedad y explotarlas. A cambio, era preciso vencer un enorme obstáculo, ya que los nuevos pobladores no encontraron ningún tipo de infraestructura en aquellos territorios apartados y cubiertos en su mayor parte por la selvas vírgenes. En muchos lugares, el único apoyo que el gobierno chileno les había prometido no se cumplió. No obstante, esos hombres consiguieron poner a producir enormes franjas de tierra, y no solo eso, sino que también fundaron muchísimas empresas muy pujantes.

Son numerosas las huellas que de esos colonos alemanes se pueden encontrar todavía hoy en la zona que rodea al lago Llanquihue: desde las casas de típica construcción alemana, con techos a dos aguas, pasando por las asociaciones que mantienen viva la lengua alemana, hasta las tartas de cereza de la Selva Negra que se ofrecen en muchos restaurantes.

El hecho de que la cultura alemana se haya conservado tanto tiempo aquí se debe en parte a una particularidad de Chile como país de inmigración: mientras que en otras zonas, como en América del Norte, por ejemplo, se iniciaba de inmediato un rápido proceso de asimilación, los colonos alemanes vivían en medio de la selva, lejos de toda civilización, en sus propias colonias, es decir, en una especie de «pequeña Alemania con decorados exóticos» que solo se fue abriendo a las influencias chilenas poco a poco.

A veces, la labor vital de esas generaciones que consiguieron ganarse su sustento después de muchos años marcados por la muerte y la miseria se ha exagerado desde un punto de vista ideológico, y no solo por parte de algunos descendientes, sino sobre todo en la época del nacionalsocialismo, cuando dichas colonias fueron mostradas como ejemplo de la obra del superhombre alemán, capaz de crear una civilización aun en medio de la nada. Esa glorificación unilateral es tan tópica como ajena a la realidad y pasa por alto, además, el triste hecho de que la colonización de algunos lugares se hizo a costa de los pobladores nativos de Chile.

Pero, independientemente de eso, es justo mostrar nuestro respeto por esos inmigrantes alemanes: por su energía y por la fuerza creadora que demostraron en los años iniciales, así como por la —a menudo— positiva influencia que algunos de sus descendientes ejercieron más tarde en la sociedad chilena, en la economía y en la política.

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