En la Tierra del Fuego (76 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Cornelius suspiró. De repente ya no sentía ira, sino hastío. No soportaba aquel tono pendenciero que había en la voz de Elisa. Lo comparaba con el de Greta: era el mismo tono con el que su mujer lo había estado persiguiendo durante años. Al principio, ella se había esforzado mucho en crear para él un hogar confortable. Le cocinaba, lo mimaba y había intentado ser una buena madre para Emilia. Él se sentía agradecido por todo eso y la había alabado con frecuencia por ello. Pero, por desgracia, aquello era muy poco para Greta. En lugar de darse por satisfecha con palabras amables y con el hecho de que él estuviera preservando el honor de ella, de su hermano muerto y de su hija, ella le exigía su cercanía. Aun así, él, en algún momento, pudo hacer de tripas corazón y abrazarla, acariciarla, porque creía que ella buscaba consuelo. Pero cuando Greta quiso hacer valer sus derechos como esposa y, un buen día, sencillamente se tumbó junto a él en la cama, Cornelius la rechazó con rudeza y le dio a entender repetidamente que serían marido y mujer solo de puertas para fuera, pero jamás entre aquellas cuatro paredes.

Ella no había podido darse por contenta con eso, sino que estuvo luchando durante años para cambiar aquella situación. Al final, él había acabado exhausto de aquella lucha, y Greta muy amargada.

—¿Qué pasa? —le gritó Elisa, al ver que Cornelius no decía nada—. ¿Has perdido el habla?

«Yo no me merezco esto —pensó él—. Yo no he hecho nada malo, he ayudado a Greta en su peor momento, y a Elisa… A Elisa solo la amé.»

—¡Gritándome no vas a mejorar las cosas! —le explicó él malhumorado.

—¿Ah, sí? —preguntó ella fulminándolo con la mirada—. ¿Y qué opinas tú que debo hacer?

Él pensaba que era mejor reflexionar tranquilamente sobre lo sucedido, pero la tensión entre ellos dos era demasiado grande.

—¿Por qué no te paraste a pensar en lo que podrías causar con esa prohibición?

—Dios mío —dijo ella con furia—. Dios mío, ¡se ve que no tienes ni idea!

—¿Idea de qué?

La mirada le tembló, Elisa se mordió los labios, presa de la inquietud, era como si quisiera decir algo.

—Tú no tienes derecho a reprocharme nada —añadió la mujer, algo más moderada—. Tú no. No estabas aquí. Y ahora ni siquiera haces un esfuerzo por entenderme.

—Vaya, vaya —respondió él, y se asustó ante el enfado que había en su voz—. ¡Pensé que era eso precisamente lo que no podía hacer! ¡Pensar en ti, hablar contigo, acercarme siquiera! ¡Tú me echaste de tu vida! ¿¡Y ahora pretendes que me rompa la cabeza pensando en tus asuntos!? Tú fuiste la que me pidió que me mantuviera alejado de ti… ¿Y ahora vienes y me reprochas que no sé lo que te está pasando? Elisa, yo siempre he hecho lo que tú has querido, y yo…

—¿Hacer lo que yo he querido? —le gritó ella—. ¡Yo quería que te fueras, no que te casaras con Greta!

También él tenía ya una dura respuesta en la punta de los labios, pero consiguió dominarse en el último momento y no pronunciarla. «¡No, no y no! —pensó, desesperado—. ¡Las cosas no pueden ser así entre nosotros!» Los dos se miraron, se controlaron y parecieron horrorizarse ante las altas dosis de veneno que estaban escupiendo.

Cornelius suspiró. En los últimos años había tenido la sensación de que podía vivir medianamente bien, aunque no fuera plenamente feliz, aunque no se sintiera del todo realizado, pero por lo menos podía vivir en paz. Ahora, en cambio, se preguntaba cómo iba a poder sobrevivir un solo día más sabiendo que Elisa lo odiaba de aquella manera.

Y si ella lo supiera, ¿le gritaría de aquel modo?

Pero, en fin, en ese momento ella ya había dejado de gritarle, se había dado la vuelta y había empezado a caminar de un lado a otro. La expresión de su cara ya no era de furia, sino más bien de obstinación, y le recordaba a la Elisa de antes, la que lo había cautivado y hechizado con su espontaneidad y su magia.

—Elisa… —le dijo él en voz baja.

Una vez más, ella parecía luchar con algo que guardaba en lo más hondo. Estaba a punto de decirle algo, eso él lo notaba, pero no llegaba a pronunciarlo y, cuando por fin se volvió hacia él, su cara se había petrificado y parecía una máscara inexpresiva.

—Nosotros… tenemos que hacer volver a esos dos chicos —le dijo ella sin más.

—Sí —dijo él—. Tenemos que hacerlo.

Capítulo 39

Emilia no recordaba haber estado nunca tan agotada. Luchaba a brazo partido para que no se le notara, pero a veces estuvo a punto de echarse a llorar. Estaba acostumbrada a pasar todo el día de pie y tampoco le resultaba difícil montar, aunque era incómodo, porque los dos compartían un mismo caballo, el de Manuel. Pero la gran cantidad de personas desconocidas con las que se tropezaron durante el viaje la molestaba.

La mayor parte de su vida había estado rodeada de caras conocidas. Pocas veces hubo extraños en su colonia y las ocasiones en que su padre la había llevado con él a Osorno o a Valdivia habían sido, sin duda, grandes aventuras que solo habían durado unas pocas horas. Los días siguientes se los había pasado hablando de ello sin parar, a fin de poner orden en sus impresiones. Pero ahora estas eran demasiadas como para hablar de ellas, y tampoco su padre, que conocía gente en todas partes y hablaba el idioma del país, estaba con ella…

Jule y Christine habían discutido a menudo sobre si los niños debían aprender español o no; Christine siempre se había negado a aprender aquel idioma extranjero, pero Jule, por el contrario, conocía los rudimentos y se los había enseñado a los niños. A Emilia siempre le había gustado esa parte de la clase —sobre todo porque con esos conocimientos podía burlarse de los mayores—. Un día lluvioso había ido con Manuel a ver a Andreas Glöckner y le había anunciado en voz alta: «Hace tiempo mucho male»
[3]
, a lo que él, para deleite de ella y de Manuel, había respondido: «Muscheln mahlen» [Moler caracoles], lo que faltaba.

Cuando se encontraban con españoles, apenas entendía algo más que

o
bueno
, y también una tercera palabra, una palabrota. La oyeron una noche, cuando fueron a alojarse en un albergue regentado por un matrimonio: el hombre llevaba un poncho de colores, los miró con expresión indiferente y se puso una pipa entre sus labios amoratados. La mirada de la mujer, en cambio, fue venenosa, incluso cuando Manual sacó su monedero; lo único que masculló con cierta rabia contenida, antes de mostrarles la puerta, fue
Huinca
.

Emilia sabía que con esa palabra no solo se aludía a los blancos y forasteros, sino que también se designaba, como decían los chilenos con desprecio, a los ladrones.

Aquello de ser tratada de ese modo y lo de tener que pasar la noche en el establo la había afectado mucho. Eso había sucedido durante la primera parte del viaje, poco después de pasar Valdivia, e incluso a esa altura ella ya tenía la sensación de que habían estado viajando infinitamente y que por eso estaba tan cansada. Sin embargo, sabía que el viaje iba a ser todavía más largo, mucho más largo, pues tenían que llegar a Valparaíso, aquella gran ciudad situada no lejos de Santiago, cuyo puerto se había convertido en los últimos años en el más importante de América del Sur, ya que allí se explotaba el cobre extraído en el norte del país.

Por lo menos eso era lo que le había dicho Manuel. También le había dicho que, en Valparaíso, tendrían abiertas las puertas del mundo: desde allí regularmente partían barcos cargados de madera con rumbo a Perú. Y desde allí también era fácil llegar a Atacama o a Antofagasta, donde se explotaba el salitre, con el cual se hacían abonos comerciales y dinamita.

—¡Imagínate! —había exclamado él, entusiasmado—. ¡En ese desierto de salitre pueden pasar siete años sin que llueva!

En su casa Emilia había escuchado fascinada esas historias, pero ahora la asustaba la idea de un territorio caliente, seco y desértico.

—¡Pero yo no quiero ir al desierto! ¡Yo quiero viajar a Alemania! —exclamó ella, obstinada.

—Eso lo decidiremos cuando estemos en Valparaíso —la tranquilizó Manuel—. Allí también hay barcos que viajan a Hamburgo y Brema.

A partir de ese momento guardaron silencio sobre sus planes de futuro. Para alivio de Emilia, durante la mayor parte del viaje tuvieron compañía. Poco después de dejar atrás Valdivia, coincidieron con una familia que Manuel conocía: comerciantes de la Región de los Lagos, que llevaban a Valparaíso los productos de los agricultores locales, los mataderos y las fábricas de cerveza: carne, cerveza, cereales, así como algunos cargamentos de madera. Se unieron a ellos y Emilia los estuvo oyendo hablar durante horas de las importantes zonas del norte de Chile, aunque al final, sencillamente, se hizo la sorda.

«Si por fin llegáramos a Valparaíso —pensó—; y, después, a Alemania…»

Emilia sabía que el viaje que sus padres habían emprendido una vez desde Europa hasta América del Sur había durado meses; sin embargo, en su fantasía, Alemania estaba justo al lado de Valparaíso, y en Alemania había de todo en abundancia. Todos conocerían su idioma, la entenderían. Y no los mirarían con esa curiosidad y esa extrañeza; tampoco los llamarían
huincas
, sino que los recibirían como compatriotas, afectuosamente. Y entonces, entonces, ya no tendría que hacerse trenzas todos los días, sino que se podría peinar con unos rizos suaves. La verdad es que no sabía cómo llevaban el pelo las mujeres en Alemania, pero estaba segura de que tendrían peinados más elegantes que los de Chile.

Ella se había refugiado en esos sueños para soportar las dificultades. Y finalmente, después de días y semanas, lo habían conseguido.

Pero, por lo que había podido comprobar, Valparaíso no era ningún paraíso como Alemania. Por muy bonitas que fueran las casas y los edificios de los empresarios ricos, las chozas diminutas y torcidas en las que vivían los pobres eran feísimas. Manuel había afirmado que a la ciudad se la llamaba la
Perla del Pacífico
, pero a Emilia no le pareció encantadora en absoluto, aunque sí dura; era duro moverse por sus callejuelas, siempre cuesta arriba o cuesta abajo, ya que la ciudad había sido construida sobre cuarenta y cinco colinas. Por esas callejuelas transitaban grandes masas humanas, ricos ciudadanos con chistera y frac, y gente pobre, con los pies descalzos y harapos. Había elegantes carruajes justo al lado de carromatos tirados por mulos y bueyes.

Manuel no prestaba atención a las casas ni a la gente, sino que señalaba insistentemente al océano. Varias veces habían visto su destello azul durante el viaje, pero jamás habían estado tan cerca del mar.

—¡Dios mío, el mar! —gritaba una y otra vez—. ¡Oye su rumor! ¡Es como si se unieran varias voces, miles!

La espuma blanca en la que se bañaba el sol era tan intensa que los ojos dolían. Los pájaros revoloteaban chillando sobre el agua. Y lo que entusiasmaba a Manuel asustaba profundamente a Emilia. Ella miraba pensativamente al horizonte, pero, en la distancia, el mar azul se fundía con un cielo no menos azul. No había ninguna tierra prometida a lo lejos, insinuada por el océano, solo un extraño paraje, vastedad, infinitud.

Cuanto más miraba al mar, más perdida se sentía, y el bramido del océano, que a él tanto lo emocionaba, a ella le sonaba como una carcajada burlona. Pensó con nostalgia en el lago de Llanquihue, que, ciertamente, se ponía de un color triste y gris en los días malos, pero que siempre estaba rodeado de tierra, tierra conocida en la que vivía gente conocida.

Emilia apenas se dio cuenta de que la familia que viajaba con ellos se había despedido y de que Manuel había atado el caballo en alguna parte; apenas se dio cuenta de cómo él la había arrastrado por aquellas callejuelas llenas de gente ni de que, al final, habían llegado al puerto. Aquí el océano ya no bramaba, había sido domeñado por muros y muelles; el agua, un caldo de color marrón, olía a sal y a podrido, y a Emilia le dieron arcadas.

Se mostrara como se mostrara, en cualquiera de sus formas, para ella el mar era un territorio enemigo, algo que se interponía entre ella y Alemania.

—¿Y ahora qué? —preguntó la joven, desesperada.

—¡Podríamos irnos a Estados Unidos y convertirnos en buscadores de oro!

La confusión de voces y el ajetreo no parecían molestar a Manuel, sino que lo revivieron, por lo que en las horas siguientes el joven estuvo acariciando los planes más descabellados. Encantado, señaló a los cerca de cien barcos que mostraban banderas de todo el mundo. A su lado, las barcas de los pescadores parecían diminutas. De uno de los buques, situado no lejos de ellos, estaban desembarcando anguilas y meros, y cuando el olor llegó a la nariz de Emilia, la joven tuvo náuseas de nuevo. Entonces se dio la vuelta rápidamente y buscó consuelo mirando hacia las cumbres nevadas que descollaban en el interior del país.

Manuel no se cansaba de enumerar los países de los que venían los barcos y se imaginaba cómo sería la vida en ellos.

Finalmente, Emilia, ya sin fuerzas, se sentó en el suelo y dejó a un lado la bolsa de cuero con sus pocas pertenencias.

—Estoy cansada, así que no voy a ir a ninguna parte y, si me fuese a algún lado, sería a Alemania.

Manuel se arrodilló junto a ella. Su penetrante olor a sudor envolvió a la joven como una espesa nube.

«Nosotros apestamos —pensó Emilia con enfado—, pero este mar apesta mucho más.»

—¡Bueno, dejemos que el destino decida sobre nuestro futuro! —exclamó él con entusiasmo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Presta atención! Lanzaremos una moneda al aire. Tengo aquí un centavo. Si sale cara, iremos hacia el norte; si sale cruz, tomaremos un barco hacia el sur.

Emilia frunció el ceño. Hubiera preferido seguir cabalgando otros cien días a viajar por esas peligrosas aguas, pero el viaje hasta Alemania también tenía que atravesarlas.

¿Alcanzaría el dinero que Manuel había ganado con la venta de las cortezas para pagar un pasaje en barco hasta Hamburgo? Emilia no tenía ni idea de cuánto costaría, pero la idea despertó de nuevo su vitalidad. Se levantó y vio cómo Manuel lanzaba la moneda. Le imprimió tal velocidad que la pieza de metal giró varias veces antes de caer en el suelo con un tintineo. Llena de curiosidad, Emilia se lanzó sobre la moneda y estuvo a punto de chocar con Manuel. Pero la moneda no había caído de plano, sencillamente, se había quedado atascada en una grieta entre dos adoquines. No se veían ni la cara ni la cruz.

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