—Conque eso es lo que has pensado —gruñó él—. Me mandas a paseo, eso es lo que haces, pretendes que de ese modo Emilia y yo estemos separados.
—¡Dios santo! Pero ¿qué es lo que quieres? ¡Te quejas de la vida que llevas aquí, te propongo que te vayas, pero eso tampoco te satisface!
—¡Porque lo que quieres es mantenerme bajo tu tutela! ¡Siempre me estás ordenando lo que tengo que hacer! ¡Solo me concedes tiempo libre cuando te viene bien a ti!
Y entonces Manuel pateó el recipiente de la mantequilla, que crujió.
—¡Todavía te atreves a hablarme de ese modo? —dijo Elisa, y lo fulminó con la mirada—. Manuel, ¿de verdad que quieres ponerte en contra de tu familia?
—¿De qué familia? —la emplazó él—. ¡La abuela Christine es ya muy mayor y no deja de hablar de los viejos tiempos; el abuelo Jakob lleva años muerto! Nunca conocí a mi padre, tampoco a mi tío Fritz, y el tío Poldi… ¿De verdad crees que él va a prohibirme que me case con Emilia? ¡Si hasta sus propias hijas le resultan indiferentes! La tía Katherl, por su parte, es tonta de remate, y a la tía Magdalena todo le da igual con tal de poder rezar. ¡Y la abuela Annelie…! Bueno, ella no tendría nada que objetar a una boda, pues de ese modo podría cocinar el banquete.
Elisa suspiró; no tenía ningún sentido seguir discutiendo con él.
—Ya hablaremos después —le ordenó su madre escuetamente—. Por ahora no quiero oír nada más. Haz lo que te he dicho y punto.
Elisa esperaba un poco más de oposición, pero Manuel se agachó sin decir palabra y agarró una de las tinas de mantequilla. Luego se marchó sin despedirse.
Emilia desistió de seguir llamando a la puerta. Al principio, había gritado con todas sus fuerzas, pero cuando la voz se le puso ronca, empezó a dejar hablar a los puños. Ahora le dolían, unas astillas se le habían clavado en la mano.
Al principio pensó que su madre la mantendría encerrada solo unas horas, pero ya había transcurrido todo un día, y luego un segundo, y un tercero, y al final había acabado dándose cuenta de que su madre la había encerrado por un tiempo prolongado.
Primero el pánico la hizo ponerse a caminar de un lado a otro, pero luego se sintió como paralizada.
La habitación empezó a parecerle más pequeña y el aire más escaso, aunque todavía podía sacar la cabeza por la ventana.
En un momento determinado, Greta fue a llevarle comida. Emilia había alzado la vista y había coqueteado por un momento con la idea de echar a correr y salir dejando a su madre a un lado. Pero aunque Greta tenía un aspecto frágil, la mera idea de enfrentarse a ella suscitó de nuevo el pánico en Emilia.
—Por favor, madre… —había empezado a decir.
—Mi hermano Viktor habría preferido encerrarme a mí también.
Eso fue lo único que su madre dijo antes de volver a cerrar la puerta con llave, y Emilia no supo cómo interpretar aquellas palabras. Por lo visto, su tío Viktor estaba loco y, por primera vez, la joven se preguntó si tal vez a su madre, Greta, no le pasaría lo mismo.
«¡Ay, si al menos papá estuviera aquí! ¡Él nunca permitiría que mamá me tuviera aquí encerrada!» Pero Cornelius salía de viaje con mucha frecuencia. Siempre le explicaba que tenía que ser así, a fin de cuentas, era comerciante. Al principio, se había dedicado únicamente a la madera, pero luego había ido añadiendo otros productos, aunque Emilia no sabía exactamente cuáles. En su fuero interno, sin embargo, la joven se preguntaba si acaso su padre no pasaba fuera más tiempo del necesario, si lo que lo mantenía tan alejado eran de verdad los negocios o más bien sus ansias de viajar. Durante el último verano había pasado varias semanas explorando el territorio de los Andes.
A Emilia le gustaban los relatos que luego le hacía sobre sus viajes, pero le daban miedo las miradas sombrías que su madre le clavaba cuando él hablaba de sus impresiones. En una ocasión, había escuchado cómo Greta le reprochaba abiertamente que se fuera de viaje para evitar su compañía.
Bueno, eso Emilia podía entenderlo muy bien. Sin embargo, le preocupaba la idea de que su padre abandonara con suma frecuencia no solo a su madre, sino también a ella. ¿Por qué siempre regresaba con su madre? Si su aversión hacia Greta era tan grande, ¿por qué, sencillamente, se había casado con ella y engendrado una hija?
A Emilia se le subieron las lágrimas a los ojos, pero antes de que rodaran por sus mejillas, la joven oyó un ruido.
¿Venía de la puerta? ¿Acaso su madre había regresado para liberarla por fin?
Cuando pegó el oído a la puerta, no oyó nada. El ruido sonó una vez más y esta vez ella pudo reconocer de dónde provenía. Algún objeto golpeaba secamente contra el travesaño situado junto a su ventana.
Rápidamente fue hasta allí y miró hacia abajo. No se había dado cuenta de que el sol se había puesto hacía rato. La luz era tan gris que solo veía una sombra, pero, no obstante, supo de inmediato quién era.
—¡Manuel!
El chico había alzado la mano para seguir lanzando piedrecitas, pero entonces la bajó.
—¡Emilia!
Todavía tenía lágrimas en los ojos, pero ahora eran lágrimas de alivio.
—¡Mi madre me ha encerrado! ¡Creo que ha perdido el juicio!
Él asintió, malhumorado.
—Sí, la mía también. —Después de un rato mirándose fijamente, él le gritó—: ¿Puedes bajar de alguna manera?
—¿Estás loco?
—Coge todas las cosas que tengas y lánzamelas. Luego amortiguaré tu caída.
A pesar de todo su escepticismo sobre si lo lograría, ella lo obedeció. Tras tantas horas en solitario tenía la mente vacía. Sentía alivio por no tener que tomar decisiones por su cuenta, por que hubiera alguien allí que le dijera lo que tenía que hacer. Poco después, cuando se inclinó y se asomó a la ventana, el miedo a pudrirse en aquella habitación fue mayor que el de saltar al vacío.
Primero arrojó un hatillo con algunas pertenencias y luego sacó, impulsándose, el torso por la ventana. Por un momento, temió caer hacia delante y romperse la crisma al chocar contra el suelo. Entonces retrocedió y sacó las piernas por la ventana.
La madera crujió. ¿Vendría de la habitación de abajo? ¿La habría oído su madre?
Pero cuando aguzó el oído, se dio cuenta de que todo estaba tranquilo y en silencio.
—¡Yo te recojo! —le prometió Manuel nuevamente.
Emilia no tenía ni idea de cómo lo iba a lograr, pero contuvo el aliento, cerró bien los ojos para no ver la altura y, sencillamente, se dejó caer. Se oyó un grito. ¿Había salido de la garganta de Manuel o de la suya? Entonces, Emilia sintió que caía sobre algo blando.
Manuel tenía la respiración entrecortada. Por lo visto, estaba reprimiendo con todas sus fuerzas un grito de dolor. A ella le zumbaba la cabeza y, durante un rato, los dos quedaron tumbados en el suelo, inmóviles, en medio de la oscuridad. Ninguno se atrevió a ser el primero en levantarse, pero entonces el zumbido de su cabeza se acalló y Emilia se irguió con cuidado.
No se había roto ni un hueso.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
También Manuel se levantó de un salto.
—¡Y ahora nos largaremos de aquí! —gritó con determinación—. ¡Ya estoy harto de este horrible lugar! Quiero vivir por fin… ¡Vivir de verdad! ¡Y hacerme rico!
A Emilia siempre le había resultado algo extraño aquel insistente interés de Manuel por el dinero. Pero sí que entendía muy bien su necesidad de huir de allí.
—Pero ¿adónde? —objetó ella—. ¿Adónde vamos a ir?
—¡Da igual adónde! —exclamó él tercamente.
—¡Pero yo no puedo irme sin haberme despedido de mi padre!
—¡Bah! ¿Cuántas veces te ha dejado él a solas con tu madre? Emilia… —dijo Manuel acercándosele y sujetándole la cara para mirarla fijamente a los ojos—. Emilia, nosotros nos amamos, queremos vivir juntos, casarnos, pero aquí no podemos hacerlo. ¡Aquí no nos dejan!
Él la arrastró con él unos pasos y ella no se resistió.
—¡Tenemos que alejarnos de aquí! —gritó él, insistente.
—Está bien —dijo ella suspirando.
Entonces lanzó una última mirada a la casa. La habitación principal estaba en silencio y permanecía a oscuras, su madre no había notado la fuga. Aquel hogar no parecía confortable, sino amenazante, y el miedo de tener que verse de nuevo ante Greta era mucho mayor que el temor ante un mundo desconocido y lejano.
—Está bien —repitió la joven, y recogió el hatillo del suelo—. ¡Vámonos!
—¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?
Cornelius no podía comprender lo que acababa de conocer.
Durante años solo se había enfrentado a Elisa —cuando lo había hecho— con los ojos bajos. Pero ahora la miraba fijamente, lleno de rabia.
—¿Cómo has podido hacer eso?
—¡Yo no he hecho nada! —dijo Elisa, que no parecía menos enojada—. Ha sido tu hija quien le ha metido esas tonterías en la cabeza.
Cornelius acababa de regresar y todavía estaba cansado por el viaje. Venía de El Arrayán, un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros al sur de Puerto Montt. Era el aserradero más importante de la zona, desde donde se despachaba madera a Argentina por el paso Pérez Rosales, o al puerto de Puerto Varas. Cornelius había estado supervisando el transporte de dicha madera, así como una entrega de productos agrícolas que debían ser llevados de Puerto Varas a Osorno.
La madera había sido una de las primeras mercancías con las que había comerciado. Más tarde se sumaron otros productos, y ahora Cornelius era uno de los proveedores de los mataderos, las curtidurías, las fábricas de jabón, las fundiciones de cobre, los molinos de aceite y las carpinterías.
En los primeros años, más que el comercio, lo había movido el deseo de ganarse su dinero con un trabajo que lo llevara siempre bien lejos de la colonia y de Greta. Con el tiempo, sin embargo, había visto que aquello se le daba bien y que le gustaba: le gustaba regatear, negociar, pero sobre todo le gustaba dar garantía de buena calidad.
Se había corrido la voz de que era un hombre de fiar y que cumplía con los plazos, que cuidaba con esmero la calidad de sus mercancías y que les ponía precios justos. Esto último, en especial, no había que darlo por sentado, pues allí, en aquel país, se prefería pagar en especie, con aguardiente o tablas de arce en lugar de con dinero, lo que a algunos especuladores les permitía enriquecerse. Cornelius, por el contrario, daba gran valor a la transparencia y a la confianza; y, para él, mantener su reputación era más importante que tener unos buenos ingresos. En este último viaje había hecho un par de contactos valiosos, pero no había podido sentirse orgulloso de ellos por mucho tiempo. A su regreso, Greta lo había recibido con una avalancha de enfurecidos reproches. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que aquella no era su furia habitual; normalmente le echaba en cara que estuviera tan poco en casa, que se ocupara tan poco de ella, pues él solo tenía ojos para su hija. Esta vez era evidente que había ocurrido algo mucho más grave. Emilia había desaparecido sin dejar rastro. Se había marchado con Manuel.
Pero antes de que pudiera entenderlo bien, su mujer lo cubrió con los peores insultos. Primero había estado despotricando contra Elisa, luego contra Manuel, pero ahora parecía hallar la mayor satisfacción en echarle a él la culpa de todo.
Porque él no había estado allí. Porque a él le importaba un comino lo que pasara con ella, e incluso su hija le resultaba ya del todo indiferente.
En lugar de soportar los insultos como había hecho siempre, Cornelius, sencillamente, la había dejado plantada y había salido en busca de Elisa para hablar con ella, y fue como salir de lo malo para entrar en lo peor.
La encontró preocupada, pero al verlo a él, al parecer, su preocupación se convirtió, al instante, en ira. Se levantó de un salto e inició una diatriba contra él muy parecida a la de Greta. Aunque esta fue mucho más detallada —a fin de cuentas, ahora comprendía que Manuel y Emilia tenían intenciones de casarse, pero que ambos habían chocado con la oposición rotunda de sus respectivas madres—, al final sus palabras acabaron acusándolo de algo parecido: él tenía la culpa, no se había ocupado lo suficiente de Emilia.
Cuando Elisa acabó y empezó a tomar aliento, parecía cansada, exhausta. La desaparición de Manuel tenía que haberle supuesto más de una noche sin dormir y él podía notarlo por sus grandes ojeras y sus descuidados cabellos.
Pero él mismo se sentía demasiado agotado como para apaciguar el revuelto estado de ánimo de Elisa.
Por la furia que había en su mirada, podía entender a Manuel y a Emilia. No era de extrañar que los dos hubieran decidido huir si Elisa y Greta los insultaban de un modo tan incontrolado como estaban haciendo ahora con él.
—¿Cómo has podido hacerlo? —dijo él—. ¿Cómo has podido?
—¿Yo? —respondió ella—. ¿Ahora voy a ser yo la culpable?
—Tú y Greta… Podíais haber hablado con los chicos de un modo razonable. Pero no, en lugar de ello, os ponéis en pie de guerra y…
—¡Hablar con Greta de un modo razonable! —lo interrumpió ella—. No tienes ni idea de lo que estás pidiendo. Greta ha…
—¡Ahora no se trata de Greta! ¡Se trata de Emilia y Manuel! Y si no he entendido mal, los chicos no han cometido ningún pecado salvo amarse. ¿Y qué? Quieren casarse. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué ninguna de vosotras dos ha querido proporcionarles esa felicidad?
Mientras decía aquellas palabras, sabía muy bien lo injustas que eran. Ni Elisa merecía que la metieran en el mismo saco que a Greta, a fin de cuentas, esta última había tenido a Emilia encerrada durante días. Tampoco él sabía por qué Elisa se oponía a la boda de los chicos. A lo mejor tenía motivos razonables, tal vez fuera que Manuel y Elisa eran todavía demasiado jóvenes y demasiado inexpertos como para tomar una decisión de esa envergadura. Pero Cornelius se sentía exhausto a causa del viaje, de los reproches que había tenido que oír y de la preocupación por su hija, de modo que no era capaz de pensar racionalmente, y antes de que pudiera retirar sus duras palabras, Elisa lo increpó con furia:
—¡De modo que es eso! ¡¿Tú crees que soy una mujer malvada y amargada que solo está esperando poder estropearles la felicidad a unos jóvenes?! ¡Y todo por envidia y amargura!
—Yo lo que creo, sobre todo, es que los has espantado y los has obligado a huir.
—Pues deberías reflexionar sobre qué parte de culpa le corresponde a tu querida mujercita. Ella no estaba demasiado entusiasmada con la idea de ser la suegra de mi hijo, por decirlo de una manera amable.