Elisa la miró desconcertada.
—¿De qué estás hablando?
—¿Es que pensaste que yo no lo sabía? ¿Pensaste que yo era la chica pequeña y estúpida de antes y que no tengo ojos en la cara? ¡Pues sí, tengo ojos en la cara! Y siempre he visto más de la cuenta… Mucho más que todos vosotros juntos. Desarrollas cierta sutileza cuando vives con un padre que te pega todo el rato, o con un hermano que ha perdido la razón. Yo era muy consciente de que Cornelius solo se había casado conmigo porque tú lo habías mandado a paseo —dijo mordiéndose los labios con expresión supuestamente pensativa—. Y claro que he reflexionado sobre las razones que pudo haber para ello. Sí. ¿Por qué renunciaste voluntariamente a él después de haberte librado por fin de Lukas Steiner? En todos aquellos años, siempre habías querido tener a Cornelius para ti, ¿y de repente ya no te interesaba? No, eso era imposible. De modo que entre vosotros había pasado algo, algo que os hacía difíciles las cosas, algo que os impedía miraros a los ojos con franqueza, algo que te hizo maldecirlo. Solo aquel día en que viniste a verme, arrastrándote, y te dije que él se iba a casar conmigo, me di cuenta de todo. Venías buscando reconciliación, y también sé por qué. ¡Porque llevabas a su hijo en tu vientre! Pero por desgracia llegaste demasiado tarde… Demasiado tarde.
—¡Basta ya! —gritó Elisa. Tenía la voz rota, ronca—. ¡Deja ya de decir cosas absurdas!
—No son cosas absurdas, y eso lo sabes tú tan bien como yo. Desde entonces te repites una y otra vez que lo odias, pero en secreto aún crees que te pertenece a ti más que a mí. ¡Piensas que no me lo merezco!
—¡Basta! —gritó Elisa nuevamente, desgarrada por la rabia y la vergüenza, por la impotencia y el miedo—. No he venido aquí por Cornelius, sino por Manuel y Emilia.
Greta se le acercó. El pelo le caía revuelto sobre la cara.
—Me da absolutamente igual lo que pretendas, Elisa. Pero mantente alejada de todos nosotros… De mí, de Cornelius, de Emilia. ¡Sí, mantente alejada de nosotros! Así todos podremos vivir felices.
Greta se le acercó todavía más. Cuando Elisa olió su aliento ácido, sintió un temblor. Sabía que lo mejor que podía hacer era marcharse sin decir nada, pero no pudo controlar sus sentimientos. Si Greta ya sabía la verdad sobre ella, entonces no podía callarse lo que ella sabía.
—No sé cómo conseguiste ganarte a Cornelius —le dijo entre dientes—. Pero sí que sé una cosa: eso no te ha hecho feliz. ¡Mírate! ¡Si fueras feliz, no andarías por ahí con esos harapos! No te cuidas porque quieres obligarlo a que lo haga él. Pero, por lo visto, hace tiempo que no se ocupa de ti. Por lo visto, todo el cariño que pudo haber sentido por ti se ha esfumado. De lo contrario, no serías una mujer tan amargada, ni parecerías tan vieja; si él te amara, no serías así, si te amara como…, como…
«Como me amó a mí…», era lo que hubiera querido decir, pero no pudo. Tal vez porque era presuntuoso y mezquino jugar ese as, ya que en aquel instante ella también se sentía una mujer vieja y amargada, tal y como le había reprochado a Greta. Tal vez porque a menudo lo había dudado.
—¡Lárgate! —le dijo Greta cerrando los puños. Los nudillos se le marcaron, amarillentos—. ¡Lárgate!
—¡Oh, no creas que he venido hasta aquí por voluntad propia ni porque me apetece! —dijo Elisa gritando—. Pero tendrás que hacer algo para que me marche: procura que tu hija se mantenga lejos de mi hijo.
Entonces Elisa se dio la vuelta sin esperar una respuesta. No podía soportar ver a Greta ni un segundo más; ni ella misma podía soportarse un segundo más, con aquella actitud tan venenosa y despiadada, prisionera de unos sentimientos que, aun siendo tan intensos como los de antaño, eran tan solo una caricatura grotesca de aquellos, que prometían cariño, afecto.
Cuando echó a correr, lo hizo para huir de Greta y también de sí misma; cuando por fin llegó a su finca, cayó de rodillas, sin fuerzas, y para entonces todo el rencor y todo el desprecio hacia Greta ya habían desaparecido y no quedaba en ella nada salvo una tristeza infinita. Por Greta. Por ella misma. Por Cornelius.
Emilia no pudo oír lo que habían hablado las dos mujeres, pero sí vio claramente que estaban discutiendo. Tenían las bocas totalmente abiertas, se estaban gritando. El rostro de su madre estaba descompuesto, y eso le daba miedo.
Ya de niña, Emilia había aprendido a estar en guardia respecto a su madre. A veces Greta era una madre tranquila y cariñosa que se ocupaba de ella. Pero otras veces era una extraña que, o bien ni la miraba, o bien la trataba como si fuera una carga. Y a veces, simplemente, era malvada: es verdad que nunca le pegaba, pero en ocasiones sí que la pellizcaba sin motivo, le tiraba de los pelos y la mandaba a hacer las labores que a ella misma le resultaban desagradables.
Hacía muchísimo tiempo que Emilia había dejado de resistirse. La mejor manera de llevarse bien con Greta era soportar su mal humor en silencio.
Entonces, Elisa Steiner se dio la vuelta y se fue. Emilia no vio cuál era la expresión de su madre mientras seguía a Elisa con la mirada, pero sí vio que se quedaba allí mucho tiempo antes de volver a entrar en casa. Emilia se apartó rápidamente de la ventana.
«¿De qué estarían discutiendo las dos mujeres?»
A menudo, Emilia no sabía qué pensar de su madre, y tampoco de Elisa.
A esta última los demás la trataban siempre con mucho respeto, sobre todo los chicos. A fin de cuentas, Elisa siempre era presentada como un ejemplo: era trabajadora, fuerte, constante y no hablaba más de lo necesario. Ser alabado por ella era la más alta distinción, mucho más que un comentario elogioso de Jule. Jule era la maestra, ciertamente, y a ella había que respetarla por fuerza, pero a menudo la gente cuchicheaba a sus espaldas y se burlaba de ella. Con Elisa aquello era impensable.
Nadie decía una palabra negativa sobre ella; todos luchaban por su favor. Solo los Suckow la evitaban: Greta, Cornelius, e incluso la propia Emilia. De labios afuera fingía que no le daba ningún valor a las opiniones de Elisa, pero en secreto, igual que a menudo Manuel la envidiaba por su padre, ella envidiaba a Manuel por la madre que tenía, estimada por todos y no tan impredecible como la suya.
La puerta se abrió de golpe. Emilia bajó la cabeza y se concentró en el delantal que fingía estar zurciendo. Esperaba que su madre no le prestara atención, pero esta se le acercó y se detuvo ante ella con los brazos cruzados.
Con cuidado, Emilia alzó la vista… Y se asustó. A veces la mirada de Greta parecía apagada, pero luego aparecía de nuevo un brillo gélido en ella. Hoy, sin embargo, centelleaba de una manera extraña, como si hubiera perdido el juicio.
—¿Madre?
—¿Nos has estado escuchando? —le preguntó Greta entre dientes.
—¿A quién? —dijo Emilia fingiendo no entender.
Pero Greta no se creyó su mentira.
—No volverás a pasar tiempo con ese chico —le ordenó brevemente, sin explicarle que se refería a Manuel ni por qué Emilia no podía verlo más.
Con un gesto brusco, su madre se dio la vuelta, pero, ahora que no estaba expuesta a su mirada, el espíritu de rebeldía se despertó en Emilia. Apartó a un lado el delantal y se levantó de un salto.
—¡Pero…! ¡Manuel y yo pretendemos casarnos!
Aquellas palabras brotaron de ella de forma irreflexiva; y apenas las pronunció, se dio cuenta de que había cometido un grave error. El miedo se apoderó de ella cuando Greta se dio la vuelta y le agarró el brazo.
—¿Te vas a entregar a esa sabandija?
A Emilia le dolía el brazo y soltó un grito involuntario. Pero a su miedo se unió la rabia; la rabia porque su madre pretendiera prohibirle el trato con Manuel y, sobre todo, por no poder hablar nunca con ella de un modo razonable.
—¿Sabandija? —gritó Emilia—. ¡Los Von Graberg y los Steiner son de las familias más decentes de este lugar!
—¡De eso nada! ¡Ellos son los culpables de todo!
Greta no gritaba, pero así y todo su voz resonaba de un modo desagradable en los oídos de Emilia, que intentó zafarse de ella, pero Greta no la soltó.
—¿De qué, madre? ¿De qué tienen la culpa?
—¡Ellos nos traicionaron! ¡A mí y a mi hermano Viktor! Sencillamente, nos abandonaron. Y Cornelius… Tu padre… Sería mucho más fácil si él…
Greta se interrumpió; Emilia no tenía ni idea de qué pretendía decir su madre y, aunque a veces Greta le había hablado de él, ella no sabía qué había sucedido con su tío Viktor ni en qué consistía aquella traición que Greta imputaba a los demás pobladores de la colonia. Tampoco tenía tiempo para averiguarlo. Greta la sujetaba cada vez con más fuerza y, entonces, tiró de ella y la arrastró hacia arriba, a la habitación.
—¡Madre! ¡Me estás haciendo daño!
Greta la lanzó dentro de la habitación.
—¡Yo te voy a sacar a ese chico de la cabeza! ¡Te voy a sacar a Manuel Steiner de la cabeza!
—¡Madre, estás loca!
—¡Y también a Cornelius le voy a sacar a Elisa de la cabeza! ¡Sí, eso es lo que haré!
Emilia se frotó los huesos, que le dolían. Cualquier posible réplica se le quedó atascada en la garganta.
—Madre…
De repente Greta sonrió.
—Tú estás de su lado, eso lo sé yo muy bien. Quieres estar con ellos; prefieres estar con ellos a estar conmigo. ¡Pero no te lo permitiré! ¡Me perteneces! ¡Cornelius me pertenece!
Emilia bajó la mirada y se tapó la cara con ambas manos, como si estas fueran a protegerla de su madre y de sus extrañas palabras. No vio entonces que Greta cerraba la puerta de golpe, solo oyó cómo pasaba la llave en la cerradura y sintió que sus pasos se alejaban lentamente.
Su madre la había encerrado.
Elisa apenas miró a Manuel a la cara cuando le dio aquella orden.
—Debes ir a Osorno —le dijo escuetamente.
En los últimos días, el joven había estado holgazaneando, en lugar de ponerse a trabajar, y también ahora se quedó impasible, sentado, al tiempo que mordisqueaba una brizna de hierba.
—Vaya —dijo alargando su respuesta—. ¿Tengo que hacerlo?
Desde que habían tenido la pelea en el establo, en sus ojos había un brillo de obstinación cada vez que coincidían. Elisa intentaba, sencillamente, no hacerle caso para no verse implicada en otra discusión, aunque le costaba muchísimo. Estaba vertiendo agua fresca en los grandes baldes de madera que todavía contenían parte de la mantequilla. A la otra parte Elisa le extraía el líquido restante para que no se pusiera rancia, e iba formando una trenza con ella que, al final, también colocó en el cántaro de madera y roció con agua.
—Sí —le dijo sin más—. Tienes que ir a Osorno y vender allí la mantequilla.
Habían comenzado a comerciar con mantequilla ya en los primeros años, pero, desde que habían dado el salto y se ocupaban casi exclusivamente de la ganadería, sacaban de aquel producto la mayor parte de sus ingresos. La leche no era fácil de transportar porque se cortaba con demasiada rapidez, pero la mantequilla la despachaban a muchas localidades.
—¿Y si no tengo ganas? —preguntó Manuel arrastrando de nuevo sus palabras.
Tampoco Lu y Leo hacían siempre lo que ella les ordenaba, pero jamás se le habían enfrentado con tanta frecuencia como su hijo menor.
—¡Siempre te estás quejando porque no te dan más responsabilidades! ¡Siempre andas lamentando que envíe a Lu y a Leo a vender la mantequilla y nunca a ti! ¿Y ahora te vas a negar?
Manuel se fue levantando poco a poco. Entonces pegó con brusquedad una patada al recipiente redondo en el que Elisa llevaba horas echando el suero separado de la mantequilla y la nata. Para ello había que hacer girar una manivela que estaba unida a unas alargadas piezas de madera que llegaban hasta el recipiente.
—No me vas a mandar a ninguna parte para darme más responsabilidades. Me envías allí porque quieres mantenerme alejado de Emilia, ¿no es eso?
Manuel masculló aquellas palabras y, solo después de haberlas dicho, escupió el trozo de hierba.
Elisa soltó la trenza con la mantequilla y apoyó las manos en las caderas, a pesar de que las tenía embadurnadas de grasa.
—¡Dios mío, no te pongas así! —exclamó la madre indignada—. ¡Lu y Leo tienen cosas que hacer, de lo contrario, irían ellos!
Manuel sacudió la cabeza. Elisa temió que empezara de nuevo a hablar de Emilia, pero en lugar de ello, su hijo le preguntó:
—¿Sabes, mamá, lo que dice de nosotros la gente de Osorno?
—¿Y a mí eso qué me importa?
—Se burlan de nosotros y también lo hacen en las localidades más grandes. Allí nos llaman los
alemanes del lago
, o no, espera, nos llaman los
alemanes de la laguna
, porque
laguna,
en español, es más despectivo que
lago.
Nos miran con altivez porque somos muy pobres. Sí, nos consideran una escoria.
Elisa se acercó a él y le cogió la cara con ambas manos. Ya no temió a su mirada terca, sino que se la sostuvo.
—Escúchame bien, hijo mío —le dijo con un siseo de rabia—. He trabajado toda mi vida, he sacrificado algunas cosas y he perdido otras muchas, y eso bien lo sabe Dios. He perdido demasiadas cosas. Me he prohibido comer un trozo de pan para que hubiera suficiente para mis hijos. Y tú, Manuel, naciste en una época en la que habíamos dejado atrás los peores tiempos. ¡Tú no moriste de hambre, como tu hermano Ricardo! ¡Jamás padeciste convulsiones por tener el estómago vacío! Así que no te atrevas a hablar mal de lo que tenemos y de aquello por lo que hemos luchado. ¡Ni te atrevas!
Por un instante, el rostro de Manuel expresó vergüenza. Pero a continuación se libró de su madre con un gesto brusco.
—No soy yo quien habla mal, sino la gente de Osorno —respondió furioso—. Los que viven allí no son campesinos, sino artesanos. Tienen destilerías y molinos, los han construido ellos mismos, y se han hecho ricos gracias a eso.
—Ya está bien —le dijo Elisa dándose la vuelta—. Si no quieres ser campesino, serás comerciante. ¡Así que coge la mantequilla, vete hasta Osorno y trae suficiente dinero de vuelta!
Manuel se lanzó contra ella.
—¡No me tomas en serio, madre! —gritó quejándose—. ¡Te da absolutamente igual lo que yo desee en la vida!
—¡Eso no es cierto!
—¡Vaya si es cierto! No quieres autorizarme a que me case con Emilia, ¿no es verdad?
Elisa se frotó las manos, nerviosa.
—Manuel, eres muy joven. Yo no pretendo prohibirte nada, solo quiero que esperéis. Y tal vez tengas razón, cuando tú…, cuando dices que quieres llevar una vida distinta a la que puedes tener aquí y que deseas ver más mundo. Por eso he pensado que tal vez deberías aprender algún oficio en Valdivia. Nuestra finca podrá sobrevivir de todos modos con la ayuda de tus dos hermanos mayores.