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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (10 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡No puedes ni imaginarte, Elisa, cómo es nuestro café! En realidad, no es café en absoluto, sino un aguachirle de color parduzco y maloliente. Por su aspecto, es como si hubiesen sacado agua de los retretes y…

—¡Poldi! —lo interrumpió Fritz, que se esforzaba todo el tiempo por atar corto a sus hermanos más pequeños. Con uno tan tranquilo como Lukas la labor no era tan difícil, pero el asunto era bien distinto con Poldi.

—¡Pero si solo le estoy contando cómo es! —exclamó Poldi para, a continuación, ponerse a hablar de las galletas del barco—. Son de una masa dura como una piedra y hay que sumergirlas en agua caliente para poder masticarlas. Y la mantequilla que se les unta ya estaba rancia el primer día.

Elisa, asqueada, torció el gesto.

—Y la carne de buey está demasiado salada —continuó Poldi, sonriendo con sorna—. No obstante, es una pena que no nos den más cantidad, por lo menos así nos llenaríamos. Imagínatelo, Elisa: en cada caso, hay un camarero que entrega los sábados la ración correspondiente a cada familia y esa ración tiene que durar toda la semana. Y a nosotros nos ha tocado el más tacaño de todos, por eso somos los que menos recibimos.

—Bueno, no exageres —intervino Fritz nuevamente—. Ayer domingo hubo hasta pudin.

—¡Pudin! —exclamó entonces la más joven de las hijas de los Steiner, que Fritz llevaba en sus brazos y cuyo nombre era Katharina, aunque todos la llamaban con el diminutivo
Katherl
.

No le gustaba caminar, así que dejaba que la llevasen en brazos alguno de sus hermanos varones o su hermana Magdalena, Lenerl, quien —cuando no estaba peleando con sus hermanos— mostraba siempre una mirada algo soñadora. La otra hermana, Christl, que era la mayor y solo medio palmo más bajita que Poldi, no apartaba su mirada del vestido de Elisa, confeccionado con una tela de mucha mejor calidad que el que llevaba ella. En una ocasión en que creía que Elisa no la estaba mirando, pasó la mano por la tela con una expresión de admiración y de envidia a la vez.

—¿Cómo es el pudin que os dan ahí abajo? —preguntó Elisa.

—Bueno, ¡tuvimos que prepararlo nosotros mismos! —exclamó Poldi.

—Bueno, bueno —intervino Christl—. ¡Tú no preparaste nada! Tú solo te quedaste allí, a un lado, esperando a recibir tu parte. Magdalena y yo, en cambio, cargamos con todo el trabajo.

—Bueno, vosotras no me habéis dejado ayudaros.

—¡Y con razón!

—¡Bah! Si quisiera, podría prepararlo tan bien como vosotras. En fin, solo hay que amasar harina y las ciruelas con mantequilla…

—¡Pamplinas! —volvió a intervenir Christl—. Las ciruelas se le añaden después; primero hay que batir la mantequilla para hacerla cremosa.

—Bueno, da igual el orden en que se mezcle todo. ¡Lo principal es que tenga muchas ciruelas! Y ron, por supuesto. La masa terminada se pone en un saco y se ata. Parece un embutido enorme. Y cuando ese embutido ha estado el tiempo suficiente en agua hirviendo, se corta en lonchas y es entonces cuando se le echa sirope por encima. ¡Nos han dado una botella entera de sirope!

—Pero ¿no acabas de decir que vuestro camarero es el más tacaño de todos y que siempre os da menos que a los demás? —le preguntó Elisa a Poldi, dudosa.

Fritz puso los ojos en blanco y asintió, pero Poldi exclamó entusiasmado:

—¡Eso sabe delicioso!

—¡Delicioso! —exclamó también la pequeña Katherl, y se rio.

Pero Poldi volvió a cambiar de tema.

—Imagínate, Elisa; los hijos de los Mielhahn no se atreven a subir a cubierta. Se pasan todo el día acostados en sus catres y hacen como si durmieran.

Elisa miró a su alrededor y no vio por ninguna parte, en efecto, a aquellas criaturas rubias y menudas que, en el puerto de Hamburgo, habían permanecido todo el tiempo aferradas con temor a su madre, no menos temerosa.

—El chico se llama Viktor —le dijo Poldi, antes de que Elisa tuviera ocasión de preguntar— y la niña se llama Margareta, aunque todos la llaman Greta. —Poldi soltó una risita burlona—. ¡Son unos cobardes! ¡Los dos! —añadió.

—Bueno, bueno —volvió a intervenir su hermano Fritz—. No sabes si es que no se atreven o si, simplemente, no pueden hacerlo porque Lambert Mielhahn se lo prohíbe.

Poldi no hizo caso de aquella objeción de su hermano.

—Pero la más curiosa es esa tal señora Eiderstett. ¡Se pasa el día leyendo un libro y viaja, en efecto, sin marido ni hijos!

—¡Sin marido ni hijos! —lo imitó Katherl, y soltó una carcajada aun sin entender aquellas palabras.

Christl le pellizcó el pie desnudo.

—Ahora estate tranquila —le dijo regañándola, por lo que la pequeña se tragó la risa y empezó a llorar, mientras Fritz reprendía a Christl y daba mimos a la pequeña.

Poldi no prestó atención a la escena, sino que siguió contando sus historias —le daba igual que Elisa quisiera o no oírlas—, hablando de la gente que vomitaba en la entrecubierta cuando se mareaba, de uno que lo había hecho incluso en un orinal, en el mismo orinal que esa mañana se había escurrido hasta el pie de la litera de Lambert Mielhahn, quien, al bajarse, había metido las pezuñas en él. En un principio, a Lambert le había dado un asco tremendo y luego había empezado a preguntar a gritos quién era el culpable, aunque, como era de esperar, nadie confesó serlo.

—¡Bien merecido que lo tiene! —concluyó Poldi.

Katherl había dejado de llorar y Christl de estar de morros y ambas se dedicaron a añadir otros adornos a aquella historia, que era la que más las fascinaba de todas.

Se creó tal caos de palabras que Elisa ya no entendía ninguna y no le quedó más remedio que reírse. Con esa pandilla de chicos tan vivaces a su lado, aquel viaje tan largo y monótono que tenían por delante jamás se le haría aburrido.

Una mañana, apenas una semana después de la partida, llamaron a la puerta. Los golpes eran tan tenues que Elisa creyó por un instante que se había equivocado. Se incorporó y echó una ojeada a Richard y a Annelie. Su padre no se había despertado, dormía profundamente, como un tronco. Una arruga le surcaba la frente. Por lo visto, sus preocupaciones lo perseguían incluso en sueños. Annelie yacía bien acurrucada en el catre, como una gata. Rápidamente, Elisa se quitó su cofia de dormir y se echó por encima un cobertor; como todos los demás pasajeros, también ella dormía con la ropa puesta.

Otra vez llamaron a la puerta y esta vez una voz enérgica dijo:

—Elisa…

El corazón de la joven dio un vuelco de alegría cuando reconoció aquella voz.

Tras abrir la puerta sin hacer ruido, vio que, en efecto, era Cornelius quien estaba ante ella. Aún tenía los ojos algo hinchados por el sueño y su pelo estaba inusualmente desgreñado, pero su voz sonaba excitada:

—¡Ven…! ¡Ven, rápido, tienes que ver esto!

Ella cerró la puerta y corrió con él a la cubierta. El aire fresco de la mañana que les dio la bienvenida terminó por despertarlos del todo. La trenza que llevaba bajo la redecilla de dormir se deshizo y los mechones empezaron a bailotearle en la cara.

—¡Mira! —le dijo él señalando hacia el norte cuando llegaron junto a la barandilla.

Elisa se detuvo y observó.

—¡Qué preciosidad! —se le escapó a la joven, arrobada.

La noche anterior habían cruzado el canal de la Mancha. Primero habían pasado lo bastante cerca de las costas de Francia como para ver a lo lejos el mar de luces de Calais y sus célebres torres. Luego no pasó mucho tiempo para que se viera, a mano derecha, la costa inglesa, con los dos faros de Dover bien visibles. Durante la cena, el contramaestre les había contado que aquel era el lugar preferido de la reina Victoria.

Más tarde se hizo noche cerrada y ya no pudieron ver nada más de Inglaterra, pero ahora, por la niebla matutina, se traslucía un agreste paisaje costero, de un resplandor casi blanco y que emitía un centelleo que causaba dolor a la vista.

—¡Qué preciosidad! —repitió Elisa—. ¡Ha nevado! —Alzó la nariz en ademán escudriñador; la brisa mañanera era demasiado fría, pero no de un frío cortante—. ¡Qué curioso! No hace tanto frío como para haber nevado.

Cornelius sonrió.

—No es nieve, es tiza. Por eso la llaman
la costa de la Tiza
.

Las mejillas de Elisa se enrojecieron de vergüenza por su ignorancia. Con gesto de recelo, se dio la vuelta para ver si alguien más había escuchado su penosa equivocación, pero, por suerte, la cubierta estaba casi vacía. Solo había algunos hombres ocupados en barrer y en recoger los cabos. No formaban parte de la tripulación del barco, eran pasajeros que no tenían suficiente dinero para pagar la travesía y se la ganaban ayudando en las labores del barco. No lejos de ellos, envueltas en gruesas mantas, había un par de chicas jóvenes que trabajaban en la cocina y que preferían pasar frío allí fuera que tener que tragarse los malos olores de la cubierta más baja, la de doble fondo, donde se alojaban.

—¡Si no lo hubiera leído en alguna parte, yo también hubiese creído que era nieve! —se apresuró a decirle Cornelius—. Además, ¿qué crees que hubiese exclamado mi tío al ver una cosa como esta? Pues lo más probable es que se hubiese llevado las manos a la cabeza y hubiese empezado a quejarse sobre las duras ventiscas por las que tendríamos que pasar, o sobre los enormes témpanos de hielo que muy pronto se alzarían ante el barco y lo rajarían de parte a parte.

Ella no sabía si se lo contaba para mitigar su vergüenza o si lo decía en serio, pero lo cierto es que se sintió lo bastante liberada como para romper a reír.

Él también la acompañó en la risa, aunque no por mucho tiempo, pues, de repente, apretó los labios.

—Hacía mucho tiempo que no me reía. —Ahora sus palabras no sonaban divertidas, sino tristes.

Ella se volvió hacia él, al tiempo que intentaba domar sus cabellos, y contempló su rostro. Como le había sucedido en su primer encuentro, le llamaron la atención sus rasgos simétricos, delicados, y sobre todo la cálida forma de mirar de sus ojos marrones, una mirada que, en cierto modo, también parecía apagada.

—¿Por qué no? —preguntó Elisa.

Cornelius vaciló, parecía haber una pugna en su interior sobre si confiárselo o no.

—Sufrí la pérdida de un amigo —fueron las palabras que salieron de él, finalmente—. Un buen amigo… Se llamaba Matthias. Murió muy prematuramente y de un modo muy cruel… —Cornelius hizo un gesto negativo con la cabeza, como si de ese modo pudiera deshacerse de esos recuerdos dolorosos que afloraban ahora de su interior—. Y había tantas cosas que hubiera querido hacer y no pude, y todo porque yo…

Cornelius se interrumpió y bajó rápidamente la mirada. Elisa estuvo a punto de seguir indagando, a fin de darles un sentido a aquellas confusas insinuaciones, pero se cuidó de hacerlo, para no agobiarlo. Cuando se conocieran más, él se lo revelaría, y allí, en el barco, iban a convivir durante bastante tiempo en un espacio muy reducido. Ella volvió a mirar la llamada costa de la Tiza. La neblina matutina se había despejado; ahora los acantilados parecían aún más agrestes y altivos, en contraste con el color oscuro del mar y el azul del cielo. La tiza centelleaba como si hubieran esparcido joyas por la costa. Unos pájaros negros atravesaron el aire transparente. La vista era tan hermosa, tan increíblemente hermosa, que casi dolía. Cornelius parecía sentir algo similar. Ahora ya no decía nada, solo tomó la mano de Elisa, en silencio, como había hecho el día de la partida. La expresión melancólica no había desaparecido completamente de su cara, pero en sus ojos parecía reflejarse el brillo de la costa.

Elisa apretó su mano; en ese momento también tuvo aquella sensación de debilidad que se apoderaba de ella con frecuencia cuando lo veía y él le sonreía, pero esta vez no empezó a revolotear de un modo desagradable por su estómago, sino que se transformó enseguida en una agradable calidez. Tenía la sensación de que podría estar allí de pie durante horas y horas, tan próxima a él, con esa confianza, sin necesidad de decir palabra. Desde que había muerto su madre, no había vuelto a sentirse tan dichosa y tan protegida.

A lo largo del día estuvieron viendo la costa de Inglaterra y hacia el atardecer apareció ante ellos, en toda su longitud, la isla de Wight, con sus escarpados acantilados. Y esa noche hubo otra vez pescado fresco para la cena, comprado a unos pescadores ingleses que habían navegado hasta el Hermann III en sus botes.

Al día siguiente, el viento fue favorable como no lo había sido hasta entonces. El barco fue ganando velocidad: recorría entre setenta y cinco y noventa kilómetros en cuatro horas y rápidamente dejó tras de sí el canal de la Mancha. Ahora ya no había tierra a la vista y en el océano abierto les esperaba un mar inquieto.

Incluso aquellos pasajeros que hasta entonces se habían visto libres de los mareos empezaron a luchar a partir de ese momento con las ganas de vomitar.

Y aunque Elisa no tuvo esa necesidad, ni siquiera podía pensar en la comida; permaneció varias horas con esa sensación de vacío en el estómago, tumbada en su catre, hasta que creyó que se iba a asfixiar en el camarote. Y en cuanto llegó a la cubierta dando tumbos, tomó aire fresco como si se estuviera ahogando. Las ganas de vomitar remitieron, pero la presión que había estado sintiendo en las sienes se convirtió en un fuerte dolor de cabeza. Espantada, miró las olas oscuras que la rodeaban. La espuma blanca saltaba allí donde la quilla de la proa rasgaba las aguas negras. Por primera vez le daba miedo el anchuroso mar; le transmitía la sensación de estar totalmente sola en el mundo, expuesta a un destino cambiante que un día podía regalarles un mar en calma, apacible, y al día siguiente una terrible tormenta de la que nadie saldría con vida.

Entonces la joven empezó a mirar a su alrededor, buscando a Cornelius, pero este no había subido ese día a cubierta; probablemente estaría al lado de su tío, sirviéndole de apoyo.

Solo Poldi le hizo compañía durante un tiempo. Y aunque por la cara se veía que no se sentía bien, le contó a la joven las novedades de un modo sensacionalista. Alguien había vomitado en la entrecubierta y, dado que en ese preciso instante el barco estaba en posición ladeada, el vómito empezó a desplazarse por todo el camarote como un huevo batido al caer en una sartén.

Solo con mucho esfuerzo Elisa pudo esbozar una sonrisa.

A Fritz, que había seguido a su hermano más joven, no se le escapó aquella historia.

—¡Poldi, deja a Elisa en paz! —le dijo reprendiéndolo—. Además: mamá no quiere que andes por la cubierta con este mar embravecido. Debes bajar de inmediato.

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