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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (11 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Durante un rato Poldi vaciló y aplazó la marcha, pero luego, a regañadientes, se plegó a los deseos de su hermano mayor.

La llovizna que empezó a caer a continuación empujó también a Elisa a entrar en la zona de los camarotes. Por el pasillo, el movimiento del barco la iba lanzando todo el tiempo de un lado a otro.

—¡Preste atención, señorita! —le gritó sonriente el camarero con cuerpo de armario; a él no parecía hacerle ningún daño aquel mar tormentoso, por el contrario, parecía rejuvenecido.

Por fin Elisa llegó a su camarote. Aguardó un momento hasta que el barco se estabilizó un poco y abrió la puerta de golpe.

—Ha empezado a llover y… —empezó contando, pero de pronto se detuvo. Abrió los ojos como platos y se quedó de piedra. Las ganas de vomitar que había sentido aflorar desaparecieron al instante. Se le hizo una bola en el estómago: al principio fue una mezcla de asombro y de susto, luego, de rabia y celos.

—¡No! —balbuceó Elisa.

Richard se había dado la vuelta de golpe, pero ella ni lo tomó en cuenta. Elisa tenía la vista clavada en Annelie. Hasta ese momento había llevado puesto el mismo vestido de terciopelo, pero por lo visto, estaba a punto de cambiarse de ropa. Solo llevaba un corpiño y a través de él se marcaba claramente la redonda barriguita.

—¡No! ¡No puede ser!

Esta vez Elisa no emitió ningún grito, aquello fue más bien un suspiro.

Annelie estaba embarazada.

Se la quedó mirando en silencio durante un rato. Pero, pasado un tiempo, Elisa dio un paso atrás y huyó de la estrechez del camarote.

—¡Elisa!

Ya había recorrido la mitad del pasillo cuando el padre salió corriendo tras ella. Por un instante, Elisa pensó en no hacerle caso, sin más, y continuar andando, pero entonces tuvo el atisbo de esperanza de que él le dijera algunas palabras aclaratorias, la esperanza de unas palabras que le permitieran comprender mejor aquella situación: que se había casado con Annelie solo por compasión, no porque quisiera tener un hijo varón. Que no echaba de menos nada, porque estaba muy orgulloso de su hija. Que en el fondo se avergonzaba de haberse casado tan pronto tras la muerte de su madre.

Pero no hubo nada de eso, solo unas palabras vacilantes e inseguras:

—Bueno, ahora ya lo sabes.

Elisa se había detenido y se dio la vuelta lentamente hacia donde estaba él. Su padre mantenía la cabeza baja.

—Quise decírtelo antes, pero no se dio la ocasión. Temí que te preocuparas…

¿Qué ella se preocupara por Annelie?

Elisa soltó una risotada de amargura, una risotada que no solo era una burla hacia él, sino para consigo misma. ¡Cuán ingenua había sido por no haber contado con algo así! A fin de cuentas, Annelie era una mujer joven y sana, aunque no demasiado fuerte. Pero Elisa no se había protegido frente a algo que, para ella, no era el curso natural de las cosas, sino una terrible ofensa, la peor de todas, ¡una afrenta contra su madre fallecida!

Con gesto vacilante, Richard von Graberg alzó la cabeza.

—Annelie no se siente bien. No sé si es a causa de la criatura o del mar inquieto. Me disponía a salir en busca del médico de a bordo, pero… Tal vez sea mejor que no se quede sola. ¿Lo harías tú por mí? ¿Le pides al médico, por favor, que venga a nuestro camarote? —El padre de Elisa se detuvo y solo entonces pareció darse cuenta de que su hija estaba rechinando los dientes y frotándose las manos—. Elisa, ¿qué te pasa?

El hecho de que tardara tanto en darse cuenta de lo que ella sentía la hizo perder finalmente los estribos.

—¡Mamá aún no lleva ni un año muerta! —explotó la joven.

Su padre dio un paso atrás, estremecido; no solo lo asustaban aquellas palabras, sino el descontrol de su hija.

—Pero, Elisa… La vida continúa, para mí, para ti, para todos. Tu madre lo hubiese querido así. Y también quería que nos marcháramos a Chile… Había sido una decisión suya… Sobre todo suya…

«¡Sí, precisamente! —hubiera querido gritarle Elisa—. ¡Y por eso era ella la que debía estar ahora en este barco, no Annelie!» Pero, igual que antes, no dijo ni una sola palabra.

—Trae al médico —repitió Richard; su voz no era severa, sino más bien refunfuñona—. Ahora, Annelie necesita nuestro apoyo. El tuyo también, Elisa.

—No fue decisión mía que tuviera un hijo —se le escapó a la joven—. Por mí puede irse…

Elisa se mordió los labios antes de concluir la frase; no sabía qué podría haber dicho: probablemente algo malvado, ofensivo, algo de lo que ya no pudiera retractarse.

Richard hizo como si no hubiera escuchado aquellas palabras.

—¡Bueno, ahora ve! —dijo el padre, impaciente.

La expresión de su rostro, que normalmente era pensativa y vacilante, se volvió dura. Elisa creyó sentir la frialdad que emanaba de él; o tal vez fuera la propia frialdad que se expandía dentro de ella. Volvió a morderse los labios con tal de no llorar, pero, así y todo, no pudo contener las lágrimas, que, en cuanto se dio la vuelta, le brotaron de los ojos. Ciega de tristeza por su madre, de rabia contra Annelie y de decepción hacia su padre, continuó su camino.

Capítulo 5

Había días buenos y días malos, y casi siempre por la mañana se decidía cómo iba a ser el día que acababa de empezar. En cuanto Greta Mielhahn abría los ojos y se incorporaba en la cama, echaba un vistazo a la expresión del rostro de su padre e intentaba leer en ella de qué humor estaba.

Había aprendido a prestar atención a todos los detalles, por mínimos que fuesen. No se le escapaba nada: ni el ceño fruncido; ni la boca torcida; ni la mirada a veces fija, a veces inquieta; ni el tono de la voz, que podía ser bronco amenazador o jadeante a causa de los gritos. En los días buenos, el rostro de Lambert Mielhahn era una máscara inexpresiva; en los malos, las comisuras de sus labios se doblaban hacia abajo y en sus sienes latía, visiblemente, una vena. Y un síntoma particularmente negativo era que empezase a hablar de su hermano. En cuanto se mencionaba el nombre de este último, Greta encogía la cabeza.

Gracias a Dios, desde el comienzo del viaje no lo había mencionado ni una sola vez; sin embargo, era obvio que hoy su padre no se sentía bien. No solo tenía la cara pálida, sino con un brillo verdoso; tenía sudor en la frente y por la mañana, cuando había ido al retrete —tal como anunció quejumbroso— había vomitado. El mar agitado era culpable, o lo era el capitán, que no sabía dirigir la nave como era debido; pero sobre todo, lo era su hermano Gustav. ¡Solo por su causa había tenido que emprender aquel maldito viaje! Y cuando pronunció su nombre, la expresión de su padre se volvió una mueca, como si hubiera probado un pedazo de comida envenenada.

Greta notó cómo su madre se estremecía. Jamás Lambert Mielhahn hablaba de su hermano Gustav sin enfurecerse en grado sumo. Bueno, en realidad siempre estaba furioso; la discordia, la envidia y el resentimiento siempre pesaban sobre sus hombros. Pero cuando se trataba de Gustav, esos sentimientos reclamaban de inmediato una víctima en la que descargarse.

Greta sintió que su madre se estremecía y se apartaba imperceptiblemente de ella. Cuando lo que tocaba era soportar la fría ira del marido y padre, cada cual en la familia luchaba por su propia supervivencia. Jamás Emma Mielhahn se había plantado ante Greta o ante su hermano Viktor para protegerlos. Y, en el caso inverso, los chicos sabían muy bien esconderse rápidamente cuando Lambert dirigía su ira contra la madre.

Sin llamar la atención, Greta echó un vistazo a la entrecubierta. Su padre no perdería el control si se sentía observado, pero él no era el único que sufría hoy a causa de los mareos. Casi todos los pasajeros se retorcían en sus catres, demasiado atrapados en su propia miseria como para darse cuenta siquiera de la de los demás. Aquella extraña mujer, Juliane Eiderstett, no solo tenía la cara rozagante y había desayunado con total apetito, sino que incluso estaba leyendo su libro con expresión concentrada, y Greta no abrigó demasiadas esperanzas de que fuera a interrumpir la lectura en caso de que su padre sufriera uno de sus ataques de ira. La señora Eiderstett se había enfrentado a su padre el primer día, pero en aquella ocasión se trataba de la litera, es decir, de algo que le incumbía directamente.

—¡Y todo solo por su culpa! —gritó Lambert—. ¡Todo por su culpa!

Greta clavó la mirada en sus propias manos. Había oído esas palabras con suma frecuencia, pero había necesitado mucho tiempo para entender por qué su tío había enfurecido tanto a su padre. Por lo visto, se trataba de las tierras que eran propiedad del abuelo, que no poseía ningún terreno espectacular, sino varias zonas de bosques. Gustav era el heredero, «heredero universal», como Lambert lo llamaba a veces, con amargura, y el tono agudo de su voz no dejaba lugar a dudas sobre lo poco legítima que consideraba esa condición. Greta apenas podía acordarse de la cara de su tío Gustav, y mucho menos de la de su abuelo. Habían transcurrido muchos años desde que había muerto y sus propiedades se habían repartido de forma injusta, pero la rabia de Lambert Mielhahn por la manera en que lo habían relegado a un segundo plano les seguía amargando la vida a todos. Cuando se lo oía hablar de ello, uno creía que acababa de enfadarse por el hecho de que su hermano lo fuera a recibir todo, mientras que él tendría que vivir en la pobreza, esa miseria que ahora, finalmente, lo había obligado a dejar su hogar y su patria.

De repente, Greta oyó unos pasos. Se acercaban con lentitud y venían directamente hacia su catre.

«Ahora no —pensó Greta intentando advertir a su hermano—. ¡Por favor, ahora no! ¡Aléjate!»

Sin embargo, no lo dijo en voz alta, por lo que Viktor no pudo reaccionar a sus calladas órdenes. Emma se apartó aún más de Greta; ahora estaba acurrucada en el extremo de la cama.

«¿Por qué no había cuidado mejor de Viktor? ¿Por qué su hermano se había alejado de la litera?», pensó Greta en silencio. No se le movía ni un músculo de la cara cuando clavó la vista en Viktor, con los ojos fuera de las órbitas.

Pero ya era demasiado tarde.

—¿Dónde has estado? —increpó Lambert al chico.

«¡No digas nada!», pensó Greta.

—Donde las chicas de los Steiner —dijo Viktor.

«¡Estúpido! —lo increpó de nuevo Greta, pero en silencio—. ¿No sabes lo que estás provocando?»

A veces la niña no podía evitar sentir que su hermano Viktor lo hacía todo a propósito; que, a pesar de que lo sabía, incitaba la ira del padre, y también los golpes, para de esa manera preservar un ápice de obstinación.

Entonces la niña oyó que Emma, su madre, resoplaba: el único sonido que la mujer dejó escapar.

—Así que con las chicas de los Steiner… —El padre se puso de pie—. ¿Y cuántas veces te tengo que decir que nosotros no tenemos nada que ver con esa gentuza? ¿Es que eres una niña? ¿Por qué juegas entonces con las niñas?

Greta volvió a mirar a su alrededor en busca de ayuda, pero, como se temía, nadie le prestaba atención. La señora Eiderstett continuaba leyendo su libro con absoluta parsimonia.

«¡Corre, vete! ¡Márchate! ¡Escóndete en alguna parte! Tal vez se le olvide y…»

Pero, entretanto, el padre ya había agarrado a Viktor. Greta cerró los ojos.

A pesar del temor por su hermano, también, de algún modo, se sintió aliviada de que esta vez le tocara a él, y no a ella.

Elisa andaba por el barco cegada por las lágrimas. Hubiera preferido esconderse en algún oscuro rincón, no regresar jamás al camarote. Pero, por un lado, no existían demasiados sitios en el barco en los que no hubiera una gran cantidad de personas hacinadas; y por otro lado, tampoco se atrevía a desatender la orden de su padre de llevar al médico de a bordo. Una cosa era estar muy enojada con Richard y otra muy distinta, enfrentarse a él. Lo primero era un sentimiento que le era familiar; lo segundo era algo que jamás se había atrevido a hacer.

Así que se detuvo, respiró hondo y le preguntó a uno de los camareros dónde podía encontrar al médico del barco.

—Entre los camarotes de primera y segunda clase —le respondió el hombre escuetamente. Su boca se torció con cierto gesto de desprecio, algo que ella no se pudo explicar. ¿Lo habían provocado sus ojos llorosos?

Elisa se secó rápidamente las lágrimas de las mejillas y se apresuró a buscar el sitio indicado.

Vacilante, llamó primero a la puerta; pero al no obtener respuesta, golpeó la madera un poco más fuerte. Tampoco pasó nada. Entonces, en vez de llamar de nuevo, pegó el oído a la puerta y creyó oír unos ronquidos.

¡Qué extraño! ¿Se trataría de un enfermo que se recuperaba en una de aquellas literas? Solo entonces Elisa recordó que el primer día el camarero del barco había mencionado al médico que los acompañaría en el viaje, aunque hasta ahora no le habían visto la cara. El capitán, el timonel y otros miembros importantes de la tripulación se habían presentado a los pasajeros de primera y segunda clase, pero el hombre que cargaba con la responsabilidad del buen estado de salud de todos ellos no lo había hecho. Ni siquiera sabían su nombre.

Y en vista de que nadie había reaccionado todavía a su llamada, Elisa abrió la puerta decidida… Y no pudo más que retroceder, espantada. El recinto no era más grande que su camarote; a un lado se encontraba un armario picado de termitas, hecho de oscura madera de nogal; en el lado opuesto había tres literas para enfermos, colocadas una encima de la otra, y no solo eran mucho más pequeñas que su propia cama, sino que estaban completamente sucias: unas manchas amarillentas y rojizas afeaban las blancas sábanas.

Gracias a Dios, todas estaban vacías. No había manera de que un enfermo sanara allí. De eso Elisa estaba segura. Sin embargo, el estado de las literas no era lo peor. Lo peor, en verdad, era el hombre que dormía en medio de la habitación, con la cabeza apoyada sobre una mesa. Su uniforme manchado —que le quedaba demasiado estrecho hacia la parte del cuello— y el pelo pegajoso que le caía sobre el rostro hinchado despedían un olor desagradable. Elisa sintió que algo golpeaba contra sus pies. Entonces retrocedió soltando un gritito y vio en el suelo una botella de aguardiente vacía que, al parecer, se había caído de la mesa y ahora rodaba por allí en una u otra dirección, según la inclinación del barco.

¡El médico de a bordo era un borracho!

Elisa no quería pasar ni un minuto más en aquel agujero pestilente, de modo que dio un paso atrás, pero en ese instante oyó, además de los ronquidos del médico, otro sonido mucho más claro, mucho más desesperado, mucho más penetrante. Era como un sollozo y llegaba desde el centro del camarote. Elisa se acercó a la mesa y se agachó. Y lo que vio allí, bajo el redondo tablero de la mesa, la alarmó más que el mal estado del recinto o que la borrachera del médico.

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