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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (12 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Cornelius!

Ella no sabía con exactitud en qué camarote se alojaban Cornelius y su tío. Por eso recorrió el pasillo de arriba abajo gritando su nombre varias veces. Por lo demás, no se le ocurría nadie a quien pudiera preguntarle.

—¡Cornelius! ¡Cornelius!

Parecía que había transcurrido una eternidad cuando se abrió la puerta de un camarote y el pastor Zacharias Suckow asomó la cabeza. No estaba ahora tan pálido como en los días anteriores y, a pesar de sus quejas, parecía haberse acostumbrado a los vaivenes del mar picado.

—¡Ah, pero si es la joven señorita de cuyo nombre nunca consigo acordarme, pero a la que he salvado de las fauces del infierno! —exclamó el pastor—. Precisamente, mi sobrino y yo estamos jugando una partida de ajedrez, o mejor dicho, estaríamos jugando si las fichas no estuvieran moviéndose todo el tiempo, lo cual, de hecho, significa una ventaja para él, pues de ese modo, cuando pierda, podrá echarle la culpa al mar, no a mí. De hecho, yo preferiría perder mis partidas de ajedrez y no estar viajando por mar, porque a fin de cuentas el mar es más fuerte que todos nosotros y hará zozobrar esta barca miserable como si fuese una cáscara de nuez, y entonces…

Elisa se abalanzó sobre él.

—Yo… Yo estoy buscando a…

En eso apareció Cornelius detrás de su tío.

—¿Tú también juegas al ajedrez, Elisa? —le preguntó él con expresión divertida.

—Cornelius, tienes que venir de inmediato…

La voz le falló a causa de la agitación. Sin embargo, por su expresión, Cornelius se dio cuenta de que algo grave tenía que haber ocurrido. Y al parecer su tío también lo notó, pues de inmediato soltó un atormentado «¡ay, ay, ay!» y desapareció con paso presuroso dentro del camarote sin preguntar nada. Por lo visto, prefería no enterarse de lo que perturbaba tanto a aquella joven.

—¡Tienes que venir!

Elisa se dio la vuelta y se dirigió presurosa hacia la enfermería. Cornelius la siguió sin vacilar, por lo que se sintió aliviada.

—Elisa, ¿qué pasa?

Ella no tuvo que decirle nada. En cuanto entraron en el camarote del médico, él mismo vio lo que tanto había alarmado a la joven.

Cuando, al poco, bajaron a la entrecubierta, se encontraron a Christine Steiner y a Juliane Eiderstett enfrascadas en una violenta discusión. La señora Eiderstett estaba de rodillas en el suelo, haciendo algo; Christine estaba de pie a su lado, con las manos apoyadas en las caderas, y la miraba moviendo la cabeza con gesto negativo. Un cuadro poco habitual, pues hasta ese momento, según le habían contado los hijos de la familia Steiner, su madre prefería no prestar atención a aquella singular señora Eiderstett, aunque, a sus espaldas, se pasaba todo el tiempo chismorreando y especulando con otras mujeres sobre las razones que tendría la señora para viajar sola.

—¡Así no se puede preparar comida alguna! —exclamaba Christine en ese momento, con desdén.

—¡Pues ya ve usted que yo sí puedo! —le respondió Juliane.

Elisa se acercó un poco más y vio que la señora Eiderstett estaba removiendo varios ingredientes en un cuenco de latón; ingredientes que, al parecer, había recibido a modo de ración y que había guardado para ese momento. Con la ayuda de un largo cuchillo de monte, cortó en pedacitos el tocino; luego, lo mezcló con galletas trituradas de las que daban en el barco y, por último, les añadió dos huevos. Todo aquello dio lugar a una masa más o menos espesa que se podía moldear para hacer unas tortas.

—¡Y ahora de aquí saldrán unas albóndigas! —dijo la señora Eiderstett no sin cierto orgullo—. ¡Albóndigas de a bordo, por llamarlas de algún modo!

Christine arrugó la nariz.

—¿Y, ahora, dónde piensa freírlas? —le preguntó, visiblemente decepcionada al ver que aquella masa parduzca, en efecto, cobraba forma.

—¡Pues en la cocina del barco, por supuesto!

—¡Pero allí solo pueden entrar los verdaderos cocineros! —se mofó Christine.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó la otra levantándose—. Eso ya lo veremos.

—Señora Eiderstett…

—¿A qué viene tanta formalidad? Preferiría que me llamara, sencillamente, Jule, así me decían de niña. Pero lo que de verdad preferiría es que no me dijera absolutamente nada y me dejara en paz.

Christine puso los ojos en blanco y se abstuvo de decir una palabra más. Las tres niñas de la familia Steiner habían seguido la discusión desde una distancia segura. Pero en cuanto Jule se dio la vuelta, las tres pegaron un salto y la siguieron con pasos sigilosos:

—¡Asesina! ¡Asesina! —le soltó Christl en un siseo.

Sus mejillas estaban rojas como un tomate a causa de la emoción. Probablemente, era la primera vez que pronunciaba aquella palabra, instigada por Poldi, a quien Elisa vio sentado en su catre, con una risita pícara en el rostro.

Jule se dio la vuelta bruscamente, pero en ese instante las chicas se quedaron tiesas, como si jamás hubieran dado un paso en su dirección, y Christl mostró su sonrisa más inocente.

En cuanto Jule se volvió de nuevo, volvió a resonar aquella voz:

—¡Asesina! ¡Asesina!

La señora Jule no se tomó la molestia de mirar a las niñas de nuevo con severidad.

—¡Vaya, con que ese es el modo en que os explicáis el hecho de que mi marido no esté a bordo! —exclamó la mujer, algo divertida—. ¡Pensáis que lo he matado! ¿Qué preferiríais, que lo hubiese envenenado, que lo hubiese estrangulado o que le hubiera clavado un puñal?

Poldi seguía soltando su risita, pero Christl, esta vez, se mordió los labios, cohibida.

—Bueno, pues puedo aseguraros que… —Jule se interrumpió. Acababa de darse cuenta de que Elisa y Cornelius estaban allí, y su sonrisa burlona desapareció de sus labios—. Por lo que a mí respecta, puedo decir que no he matado a nadie —dijo—; pero vosotros dos me miráis como si os hubieseis tropezado con la muerte en persona.

Elisa lanzó a Cornelius una mirada solicitando auxilio. Había sido idea suya buscar ayuda en la entrecubierta.

—¿Pretendes pedirle cuentas a Lambert Mielhahn? —le había preguntado Elisa, horrorizada.

Cornelius había negado con la cabeza.

—Más bien deberíamos hablar con Christine Steiner. Ella parece conocer a los Mielhahn. Tal vez ella pueda tranquilizar a Greta y luego, con Viktor…

En realidad, no parecía que hubiera que tranquilizar a Greta. A Elisa, incluso, le había parecido demasiado tranquila cuando la vio allí, agachada debajo de la mesa, apretando contra ella al hermano empapado en sangre. Había transcurrido una eternidad hasta que la niña les contó lo que había sucedido: que su padre casi había matado a Viktor a golpes y que el chico había conseguido llegar hasta allí, pero que luego había caído al suelo, desmayado, y que a ella no se le había ocurrido otra cosa que esconderse de su severo padre en la enfermería; le daba igual que el médico de a bordo roncara o que oliera a aguardiente.

—¿Y bien? —preguntó Jule, impaciente—. ¿Os habéis tropezado por el camino con ese terrible duende que presagia los naufragios?

—Viktor… —dijo Elisa, y miró a su alrededor buscando algo. Emma Mielhahn estaba tumbada en la litera y se había tapado la cara con la manta de lana. No había ni rastro de Lambert. Y aunque estaba tremendamente furiosa con él, se sintió aliviada. Una cosa era maldecirlo en silencio y otra muy distinta, pedirle cuentas.

—Viktor… Viktor no se mueve. Le sangra la nariz… Y la boca…

Elisa se interrumpió. ¿Se equivocaba o Emma se había tapado más todavía con la manta?

—No me imaginé nada bueno cuando vi al padre arrastrándolo fuera —dijo Jule, y su voz sonó avinagrada—. Por lo menos no se atrevió a golpearlo delante de nosotros.

—El chico está inconsciente —intervino Cornelius— y respira solo muy débilmente. Apenas le sentí el pulso cuando se lo tomé, y…

—¡Greta lo llevó al médico! —lo interrumpió Elisa—. ¡Pero ese hombre está completamente borracho! Está profundamente dormido, como un tronco, y ni se enteró de que los dos niños estaban allí.

Jule dejó sobre la mesa el cuenco de latón con las albóndigas.

—¡Vaya, estupendo! —se le escapó—. ¡Y yo que quería hacer hoy de cocinera! ¡Ahora no me quedará más remedio que hacer las veces de médico de a bordo! ¿Qué pasa? —dijo dirigiéndose a Cornelius y Elisa con ademán impaciente; los dos estaban perplejos de que fuera precisamente la hosca señora Eiderstett la que les brindara ayuda—. ¿Venís conmigo u os quedáis aquí?

Con pasos decididos, subió hasta el otro nivel, y Cornelius y Elisa la siguieron presurosos, aunque no estaban seguros sobre qué podían esperar de la señora Eiderstett. En cualquier caso, esta se mostró dispuesta y solícita, mientras que Christine Steiner, que había escuchado la historia con gesto de incredulidad, no hizo siquiera ademán de acompañarlos.

No parecía que fuese la primera vez que Juliane Eiderstett pisaba la enfermería: conocía el camino y entró en el camarote del médico muy resueltamente, como si todas las dependencias del barco estuviesen a su disposición.

Mientras tanto, allí nada había cambiado: Greta seguía arrodillada junto a su hermano, bajo la mesa, y el médico de a bordo continuaba roncando y durmiendo la borrachera. Antes, Elisa y Cornelius habían intentado consolar a Greta en vano. Incluso cuando le dijeron que saldrían a buscar a alguien que ayudara a su hermano, ella se había limitado a mirarlos fijamente, con los ojos muy abiertos. Y ahora, cuando Jule se arrodilló ante Viktor, la niña se encogió aún más.

—¿Todavía respira? —preguntó Jule sucintamente. Pero Greta ni asintió ni negó con la cabeza.

Con cuidado, Jule sacudió un poco a Viktor por los hombros y, como el niño no se movía, lo sacó de debajo de la mesa con suma cautela, lo levantó del suelo y lo dejó encima de una de las literas. El hecho de que estuviera completamente sucia no pareció causarle la menor preocupación. Acto seguido, se inclinó sobre el muchacho y le levantó los párpados para examinarle de cerca las pupilas.

—No tiene la mirada rígida —comprobó la extraña mujer—. Y le molesta la luz, eso es buen síntoma.

Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se escuchó un gemido; fue tan tenue que, por un instante, Elisa lo tomó por una alucinación. Pero entonces vio cómo el cuerpo de Viktor sufría una sacudida y el chico intentaba liberarse de Jule. Cuando esta última lo soltó, él volvió a cerrar los ojos rápidamente.

—¡Ya lo veis! —exclamó Jule, orgullosa.

—¡Gracias a Dios que está vivo! —exclamó Cornelius.

—Le quedará una conmoción cerebral, pero ninguna lesión grave.

—¡Pero está sangrando muchísimo! —objetó Elisa.

—Por la nariz, no por el oído. Esto último sería peor, podría ser un síntoma de que se ha fracturado el cráneo. Le han quedado un montón de arañazos —dijo Jule, palpándole con cuidado los huesos del mentón—, pero no tiene nada que no se pueda curar por sí solo. Claro, podemos intentar calmarle los dolores.

Cada vez que ella lo tocaba, la cara de Viktor se desfiguraba en una mueca. Silenciosamente, Greta se había acercado a su hermano, pero no lo tocó, sino que le clavó la vista del mismo modo que lo había hecho antes. Elisa no era la única que observaba a la chica. Solo entonces se dio cuenta de que a Christine Steiner no le resultaba del todo indiferente el destino de los hijos de los Mielhahn y los había seguido hasta allí, aunque se mantenía a cierta distancia, en el umbral de la puerta.

Jule no le prestó atención, se acercó al oscuro armario de madera y fue abriendo un cajón tras otro.

—A ver qué tenemos aquí… —murmuró la mujer.

—Un aparato para hacer sangrías, tubos de ensayo para recoger la sangre… Bah, ¿qué voy a hacer con eso? Dos lancetas y dos agujas de estaño para inyectar… Hum… Nada de esto le sirve al chico para nada. Ah, y esto: una venda para sangrías y una férula.

Jule lo alzó todo para examinarlo, pero no quedó satisfecha con nada.

—No puede usted… —empezó a decir Christine, indignada.

Jule echó una breve mirada al médico de a bordo.

—¿Acaso cree usted que este borracho se me va a echar encima si me pongo a revolver sus cosas? —le preguntó Jule burlonamente—. ¿Tiene miedo por mí?

Christine tan solo resopló.

Jule se inclinó hacia delante para abrir uno de los cajones de abajo.

Estaba atascado y Elisa se arrodilló rápidamente junto a ella para ayudarla a tirar de él con fuerza. Al inclinarse Jule hacia delante, de la blusa se le salió un medallón, que se quedó meciéndose ante su pecho. Elisa se abstuvo de mirarlo fijamente, pero una breve ojeada le bastó para reconocer el retrato de dos niñas rubias.

Jule cogió el medallón y se lo metió de nuevo bajo la blusa.

—Ah, esto… —dijo brevemente, pues no se le había escapado la mirada de Elisa—. Son mis dos niñas…

A Elisa tampoco se le escapó la exclamación de sorpresa de Christine, aunque esta se tragó la pregunta que seguramente tenía en la punta de la lengua: de modo que Jule no solo había tenido alguna vez un marido, sino que también tenía dos hijas.

Y entonces, ¿por qué viajaba sola en aquel barco? ¿Acaso sus familiares habían muerto? ¿Escondía bajo esa hosca manera de ser una honda pena?

—Vino tinto, azúcar, sagú, sémola de avena, cebada perlada… —fue enumerando Jule—. Dieta blanda para los enfermos. ¿Es que no hay en este barco un botiquín decente?

Tras ellos rezongó el médico de a bordo, aunque seguía sin moverse. Jule sacudió la cabeza con desaprobación, pero se incorporó de nuevo, se puso de puntillas y se alzó hasta el cajón más alto.

Elisa se volvió hacia Viktor. Intranquilo, el chico movía la cabeza hacia un lado y otro, y de nuevo gemía. Por lo menos ya no le salía sangre por la nariz. Greta seguía sin tocar a su hermano, pero Elisa vio que había tomado la mano de Cornelius, que le pasaba la otra por la cabeza para consolarla.

—Hay que ver las cosas que los padres les pueden hacer a los hijos… —murmuró el joven, con tristeza.

—¿A ti también te pegaban de pequeño? —le preguntó Jule sin mostrar la menor compasión.

Él se apresuró a negar y bajó la vista, y Jule ya no quiso insistirle más.

—¡Vaya, por fin! —exclamó la mujer cuando inspeccionó el contenido del cajón más alto—. Aquí tenemos de todo: polvo de quinina, de alumbre, de calomelanos y aceite de ricino. Sobre todo podría servirme esto último: ¡el aceite de ricino!

En aquel cajón había también un vendaje de lino que Jule empapó en aceite de inmediato. Entonces se acercó a Viktor y le limpió con cuidado las heridas. El chico se retorció y pegó un grito.

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