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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (16 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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La luz del pasillo se hizo más oscura y, mientras avanzaba a tientas, palpando las paredes, sintió que por ellas corrían unos regueros de agua.

Se estremeció al oír un crujido seco que se extendió por todo el cuerpo de la nave. Una vez más, el barco pegó una sacudida y, aunque ahora ya estaba preparada e intentó agarrarse, terminó golpeándose de nuevo contra la pared, o mejor dicho, dio contra una puerta que no estaba bien cerrada y que cedió bajo el peso y el impulso de su cuerpo. Haciendo un esfuerzo supremo, Annelie consiguió aferrarse al umbral. Casi se cae dentro de aquella habitación. Entonces la joven esposa de Richard miró a su alrededor: por lo visto, se trataba de uno de los almacenes que se ubicaban entre los camarotes de primera y segunda clase, no lejos de la cocina del barco, de la que emanaban los olores penetrantes de algo quemado.

Había algo oscuro en un rincón, tal vez serían las reservas que quedaban de carbón y madera. Probablemente, aquella habitación estaba aún repleta cuando el barco zarpó de Hamburgo. A un lado había algunos barriles llenos de petróleo para las farolas.

Annelie quiso regresar de nuevo al pasillo para seguir buscando a Elisa, pero en ese instante resonó de nuevo el crujido, en esta ocasión con un tono más amenazador, más seco que antes. El barco no solo se tambaleó, sino que pareció volcarse en toda regla. La sacudida que recorrió la nave fue tan abrupta que las manos de Annelie se desprendieron del marco de la puerta. Cayó hacia atrás y en ese momento notó que había dos escalones que conducían hacia abajo. Se le clavaron con dolor en el vientre cuando rodó por encima de ellos. Se golpeó la cabeza contra uno de los bordes y, cuando por fin quedó tumbada en el suelo, había perdido el conocimiento.

Cuando Annelie abrió de nuevo los párpados, con gran esfuerzo, todo a su alrededor estaba negro. En un principio no supo dónde estaba y tenía más bien la sensación de que colgaba en la nada cabeza abajo; cuando se llevó la mano a la cara, palpó sangre reseca bajo el ojo derecho. El dolor le atravesó primero la cabeza, luego el vientre y esto le hizo recordar lo que había sucedido. Se había caído… en ese almacén… y luego había perdido el conocimiento. ¿Cuánto tiempo habría estado así? ¿Y qué le había hecho recuperar el conocimiento? ¿Habían sido los espasmos que sentía en el vientre, o aquel vaivén inquieto, o el ruido?

El golpeteo era casi ensordecedor y apenas podía decir si venía de abajo o de arriba. Sonaba como si cien hombres se esforzaran en reducir el barco a pedacitos, incluido todo el mobiliario, con ayuda de palanquetas y hachas. Y en medio de esos golpes, resonaba una y otra vez un chirrido seco, como si un gemido atravesara el cuerpo de la nave, con un sonido no tan penetrante, pero por esa misma razón mucho más amenazador.

—¡Auxilio…! —gimió Annelie—. ¡Auxilio…!

¡Era imposible que nadie oyera su voz en medio de aquel estruendo!

Por encima de su cabeza resonaba un ruido de pasos. Debían de ser los marineros, pues a fin de cuentas se les había pedido a todos los pasajeros que permanecieran en sus camarotes. En las últimas semanas a Annelie la habían alegrado, muy a menudo, los monótonos cantos de aquellos hombres de mar.

—¡Hola, hola, hola! —se oía desde su camarote.

Pero los gritos que ahora se oían parecían más bien de pánico. Había una voz que se imponía sobre las otras; tal vez fuera la del capitán que vociferaba a través de un altavoz para hacerse escuchar por encima del aullido del viento, del siseo y el bramido del mar y de los crujidos y golpes contra el maderamen.

Annelie se puso a escuchar con concentración para poder determinar, por medio de alguna de aquellas voces de mando, qué estaba pasando en el barco y cómo de fuerte era la tormenta; pero antes de haber podido entender una sola palabra, recibió un fuerte empujón que la hizo rodar varias veces sobre su propio cuerpo.

Llena de espanto, lanzó un grito cuando sintió que entre sus piernas se estaba formando un charco cálido. ¿Se había orinado a causa del miedo o estaba sangrando?

Entonces empezaron unos fuertes calambres. El dolor parecía desgarrarla en pedazos y, cuando por fin disminuyó, tenía la cara empapada en sudor.

Entre gemidos, intentó incorporarse, pero como no era capaz empezó a palpar con el pie en busca de una pared sobre la que apoyarse. Recordó el consejo del camarero de a bordo sobre la posición que se debía adoptar en caso de que se desatara una tormenta: era preciso sentarse en la litera, con la espalda pegada a la pared y los pies apoyados contra el tablón que rodeaba la cama. Y si las cosas empeoraban, uno podía tumbarse en el centro de la litera y atarse dos cuerdas alrededor del cuerpo, fijando una a la derecha y otra a la izquierda, una vez que estuvieran bien tensas.

Pero aquí no había ni litera ni cuerdas y antes de que Annelie pudiera encontrar un apoyo, recibió otro golpe y rodó de nuevo a lo largo del recinto, al tiempo que intentaba sujetarse el vientre y emitía gemidos de dolor. La humedad que sentía entre las piernas ya no era cálida, sino fría. De todos modos, ella seguía ofreciendo resistencia con la ayuda de las manos; por lo visto, había rodado hacia una pared, por lo que intentó sentarse. De las vigas del techo caían gotas y, con el tiempo, el goteo se fue haciendo más intenso; esta vez Annelie oyó el tamborileo de la lluvia. ¿O acaso eran los pasos de unas ratas?

—¡Auxilio! —volvió a gritar, entre sollozos.

Seguro que Richard ya estaría buscándola, pero nunca pensaría que ella iba a estar justamente en aquel almacén. Y nadie lo ayudaría a buscarla, pues todos los miembros de la tripulación estaban enfrascados en la tarea de sacar al barco indemne de aquella tormenta… Sí, la tormenta a la que ella tanto había temido. Y ahora, a aquel miedo se unía otro: el de perder su criatura.

Unos nuevos espasmos empezaron a torturarla; Annelie se mordió los labios y sintió que la sangre manaba de ella y se llevaba consigo toda su fuerza vital.

Creyó que iba a desmayarse de nuevo a causa del dolor y casi empezó a añorar el momento de entregarse a esa nada oscura cuando, de repente, en medio del ruido, de los gemidos y los pasos, oyó unas voces con claridad. ¿Eran sus propios gemidos o se trataba, en efecto, de las voces de unos niños?

Annelie aguzó los oídos, se puso de nuevo a escuchar.

—¡Poldi, no podemos hacer eso! —exclamó un niño—. ¡Ya han tocado la campana anunciando la tormenta, tenemos que regresar a la entrecubierta y tumbarnos en nuestras literas como nos indicó el camarero!

—¡Tonterías! —replicó una segunda voz—. Todavía podemos estar en pie. Atiende, vamos a contar cuánto tiempo podemos mantenernos erguidos, sin agarrarnos, ¡y el que aguante más será el ganador!

—¡¿Estás loco?! ¡Podemos rompernos la crisma!

—¡Lukas, eres un cobarde! ¡Hablas como Fritz! ¡Y él también es un aguafiestas, no nos deja divertirnos!

—¿Y me puedes decir qué hay de divertido en romperse el cuello? ¡Venga, volvamos a la entrecubierta!

Cuando Annelie intentó alzarse mientras se apoyaba en la pared, se le clavaron unas astillas de madera en las palmas de las manos; las uñas se le partieron. Los espasmos se hicieron tan intensos que la mujer creyó que su vientre era un enorme nudo que se apretaba cada vez más y le cortaba el aliento. Con obstinación, luchaba para no desmayarse de nuevo. Aquellos niños eran su única salvación.

—Auxilio —fue la palabra que le brotó de los labios.

Pero su llamada era demasiado tenue. Entonces hizo acopio de todas sus fuerzas.

—¡Auxilio! —esta vez gritó—. ¡Ayudadme, por favor!

Capítulo 7

Tras la discusión con su padre, Elisa se había refugiado en la entrecubierta. Primero quiso quedarse allí, pero cuando el barco empezó a dar bandazos con más fuerza y la tormenta se hizo más indomable y ruidosa, dejó de sentir la quemazón de la mejilla enrojecida —donde la había alcanzado la bofetada de su padre— y quiso regresar al sitio que le era más familiar. Pero cuando empezó a subir por la estrecha escalera, un marino le salió al paso.

—¡Por ahí no se puede ir! ¡Por ahí no! —la increpó el hombre—. Cada cual tiene que quedarse donde está.

El hombre pasó velozmente por su lado y empezó a recorrer el pasillo, gritando de un lado a otro.

—¡Cierren todas las escotillas! ¡Presten atención a los niños y permanezcan tumbados en sus literas!

Pronto se escucharon los murmullos de protesta de la mayoría; una mujer se llevó las manos varias veces al rostro, mientras otra soltaba una risita nerviosa; hubo algunas, por su parte, que se quedaron calladas, silenciadas por el miedo. Incluso Emma Mielhahn atrajo a sus hijos hacia ella, con firmeza. La cara de Viktor estaba todavía cubierta de moratones; Elisa no estaba segura de si estos provenían de aquellos puñetazos que le había propinado su padre o eran nuevos. Por lo menos no se veía en ellos ninguna costra de sangre reciente.

Rápidamente regresó al camarote de los Steiner, donde había pasado la última hora.

—¿Dónde está Poldi? —preguntó la joven, preocupada. No hacía mucho lo había visto dando saltos por ahí en compañía de Lukas. Pero luego se había puesto a hacerle una trenza a Christl, a quien se le había antojado tener una como la que ella llevaba, y no había vuelto a prestar atención al varón más joven de los Steiner. A diferencia de su cabellera rebelde, el pelo fino de la niña era fácil de sujetar.

—¿Dónde está Poldi? —preguntó otra vez—. ¡Tampoco Lukas está aquí!

Fritz maldijo en voz alta a sus hermanos más jóvenes y ya se disponía a salir en su busca cuando uno de los marineros también se lo impidió.

—Como ya he dicho: todo el mundo debe quedarse donde está.

Entonces Fritz miró a su madre, en busca de consejo, pero esta estaba ocupada observando a Jule con expresión de mal humor. La extraña mujer, a quien no afectaba ni la tormenta ni el miedo de los demás pasajeros, leía su libro.

—¡Ya quisiera yo tener sus preocupaciones! ¡Seguro que seguirá leyendo con toda calma aunque zozobremos!

Christl soltó una risita y Magdalena, excepcionalmente, también. Pero las risas enmudecieron al instante, cuando un amenazante crujido se oyó por encima de ellos. Todos se agacharon por instinto, solo Jule siguió leyendo, impasible.

—Y esa mujer sigue sin contarnos nada sobre su marido y sus dos hijas —refunfuñó Christine—. Ya quisiera yo saber qué cosas tiene que ocultar. Y también le ha robado al médico del barco. ¡Aunque ese hombre sea un fantoche, eso es un delito! Tan solo me gustaría saber…

De pronto se interrumpió. Y esta vez no fue un crujido, ni un gemido ni el ruido de la madera al hacerse añicos lo que la hizo estremecerse, sino un grito estridente que superó a todo lo demás.

Repentinamente, Christine se puso de pie de un salto, pero no pudo sujetarse con firmeza, así que se cayó sobre la litera más próxima, que era, precisamente, la de Jule. Entonces esta alzó la cabeza por primera vez.

—¿Es que no sabe agarrarse como es debido?

Christine no prestó atención a la proscrita.

—¡Dios mío, Poldi! —exclamó.

Elisa había seguido su mirada y entonces ella también lo vio: eran Poldi y Lukas y entre ellos, apoyada en los hombros de los niños, estaba Annelie. Apenas era capaz de dar un paso más. Tenía la cara blanca como la cera y mostraba unos rasguños en la mejilla. El pelo le caía sobre la frente y tenía las manos cubiertas de arañazos y heridas. Y lo peor era la cantidad enorme de sangre que manaba de su cuerpo. Su falda estaba empapada desde hacía tiempo. Y un charco rojo se iba extendiendo bajo ella.

Elisa también soltó un grito y se llevó la mano a la boca.

Poldi y Lukas ya no pudieron sujetarla por más tiempo y, con un gemido de tormento, Annelie cayó de rodillas.

—El bebé… —balbuceó—. El bebé…

Elisa quiso correr hacia donde estaba su madrastra, pero no lo hizo, sino que se quedó mirándola fijamente.

—Está embarazada —murmuró—. Ella está…

Christine fue la primera en llegar adonde estaba Annelie, apartó a sus hijos y se inclinó sobre la joven esposa del señor Von Graberg. Y llegó justo a tiempo para sostenerla antes de que su cuerpo golpeara pesadamente contra el suelo.

—¡Tenemos que llevarla adonde el médico!

—¡Eso es imposible! —gritó Elisa desesperada—. ¡La tormenta! ¡Además, el médico es un borracho!

Por fin Elisa pudo sacudirse la rigidez que la embargaba. Se acercó rápidamente adonde Annelie, pero la cara de esta estaba tan distorsionada por el dolor que no se atrevió ni a tocarla. Posiblemente si la tocaba donde no debía, incrementaría su sufrimiento. Las miradas de Christine y de Elisa se encontraron: ninguna de las dos sabía qué hacer.

—¿A qué esperáis? —se oyó enérgicamente a espaldas de ambas. Jule había apartado su libro y se había puesto de pie—. Necesitamos dos hombres fuertes —dijo, autoritaria—. Dejadla sobre mi catre y sostenedle las piernas en alto, debemos evitar que siga perdiendo sangre, de lo contrario, se va a desmayar.

—Es demasiado pronto —balbuceó Annelie—, demasiado pronto.

Fueron Fritz y su padre, Jakob, los que finalmente llevaron a Annelie a la litera de Jule.

Algunos de los demás pasajeros se habían acercado, pero pronto dieron un paso atrás cuando Christine los echó de allí.

—¡Aquí no hay nada que ver! ¡Y vosotras…! —dijo, dirigiéndose a sus hijas, que ni siquiera se habían movido—; ¡… vosotras quedaos en vuestras camas!

Jule se inclinó sobre Annelie y le tomó el pulso.

—¿En qué mes está? —preguntó.

—En el quinto —susurró Annelie—. Creo que estoy en el quinto…

Se interrumpió. Una oleada de dolor se apoderó de ella, su cuerpo se retorció; de su boca ya no solo salían gemidos, sino gritos, unos gritos agudos y penetrantes. Elisa nunca había oído a nadie gritar de ese modo: con tanto dolor, tanta urgencia, tanto miedo. Ella quería tenderle una mano, mostrarle que estaba con ella, pero de repente el suelo se tambaleó. La joven Elisa tropezó dos, tres veces, y cayó contra algo duro y puntiagudo.

—¡Apagad las luces! —gritó una voz. Era aquel marinero que antes había estado anunciando a voz en cuello las órdenes impartidas por el capitán.

—¿Es que se ha vuelto usted loco? —le replicó Christine, indignada—. Necesitamos luz, porque esta pobre mujer…

El hombre ni siquiera la escuchó, sino que fue corriendo de farola en farola, apagándolas.

—¡Si alguna, por casualidad, se cae, pronto habrá un incendio!

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