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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (5 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—Ahora que vamos a subir al barco, podremos cenar arriba —le dijo Cornelius intentando animarlo.

—Pues no quiero ni imaginar la porquería que nos servirán de comida —gruñó el pastor.

Días atrás había temido lo mismo cuando llegaron a su pensión, el sitio donde tuvieron que pasar el tiempo previo a la partida. Entonces había pronosticado que les servirían pan duro como una piedra, vino ácido y carne correosa, si es que les servían alguna.

Cornelius le había replicado diciéndole que habían pagado bien por cada día que iban a pasar allí, y al final tuvo razón: la sopa que les sirvieron era jugosa y estaba bien condimentada; el asado de ternera había sido preparado con carne tierna y sabrosa. Había también judías y patatas, y por fin, un buen trozo de tarta de fruta y café auténtico recién molido, con azúcar y leche. Tampoco al día siguiente, en el desayuno, pudo decirse que les sirvieran ese amargo café mezclado con achicoria que tomaban los pobres, como había anunciado antes, quejumbroso, el pastor Zacharias.

Pero, en lugar de admitir con grata sorpresa que la vida que ahora transcurría por sendas tan agitadas no tenía por qué conducir inevitablemente a la catástrofe, siempre y cuando se pagara por ella el dinero pertinente, el pastor se dedicó a resoplar cada vez más alto. ¡Aquella era una comida de verdugos! —decía—. ¡Ni siquiera había podido saborearla! ¡Jamás debió dejarse convencer por el obispo de su iglesia nacional para marcharse a aquellas regiones salvajes!

Así hablaba todo el tiempo de Chile, como si aquel país no tuviera un nombre. Del mismo modo que, para él, las personas de aquel lugar no eran seres humanos en sentido estricto, sino animales que vivían en los árboles, como los monos.

Con todo, aquellas personas eran buenos cristianos, aunque católicos; y en eso, justamente, residía el problema, según le había explicado su obispo presidente.

Cornelius estaba presente cuando ambos hombres se reunieron ante una copa de Oporto y el obispo le expuso al pastor sus preocupaciones: el hecho de que el gobierno chileno, para colonizar el sur del país, hiciera reclutar familias en Alemania familias de campesinos o artesanos con experiencia que, además de eso, pertenecieran a la Iglesia católica.

El primer requisito era fácil de cumplir. Pero no el segundo. Varios obispos católicos, en especial los de Fulda y Paderborn, los de Tréveris y Ratisbona, habían alzado su protesta contra la emigración de sus fieles; a fin de cuentas, no querían ver desaparecer sus comunidades de feligreses. De modo que el agente encargado de la colonización, el tal Philippi, había terminado renunciando a este último requisito y había comenzado a reclutar emigrantes también entre las comunidades de protestantes.

—A diferencia de nuestros hermanos católicos, nosotros no retenemos en el país a los miembros de nuestras comunidades —le había explicado el obispo a Zacharias—, pero puesto que Chile es un país eminentemente católico, es preciso que enviemos con nuestros hermanos y hermanas a un líder de nuestra fe.

El pastor Zacharias había escuchado en silencio a su superior —lo cual era ya, de por sí, bastante poco habitual en él—, mientras bebía tragos de vino cada vez más largos y adoptaba una expresión cada vez más confundida, hasta que, finalmente, comprendió que aquella misión le estaba destinada a él.

—Piense, por ejemplo —le dijo el obispo—, que el gobierno de Chile les ha prometido un salario a todos los sacerdotes, maestros y médicos. Y aunque usted no pertenezca a la confesión más aceptada allí, no podrán retirar su promesa tan fácilmente. De modo que, si se decide a viajar, no contará únicamente con un salario de mala muerte.

—¿Yo? —exclamó el pastor Zacharias y, debido al susto que se llevó, tuvo que aspirar una dosis de tabaco en polvo, aunque en realidad él siempre había preferido los buenos puros. El rapé, se quejaba siempre Zacharias, producía un ardor insoportable en la nariz. Pero esa noche, al parecer, el ardor no llegó a ser suficiente en ningún momento—. ¿Soy yo el que debe marcharse a esas regiones salvajes? —dijo, por fin, tartamudeando y con una voz semejante a un graznido.

A partir de entonces ya no empleó otro término que no fuera el de «regiones salvajes» para referirse a aquellas tierras. Y así lo hizo tanto esa noche como en las semanas siguientes, mientras el obispo le repetía obstinadamente sus propósitos. El pastor Zacharias se fue mostrando cada vez más veleidoso cuando intentaba presentar sus argumentos en contra. No se trataba de que, con el tiempo, le fuera encontrando ventaja alguna a la idea de estar en esas regiones salvajes, sino de que era demasiado bondadoso, tenía demasiada pachorra y demasiado temor al conflicto como para enfrentarse a la firme decisión de su interlocutor, salvo por algunas distraídas excusas que se le escapaban de vez en cuando.

—¿Lo ves? —le dijo Cornelius—. Solo tienes que andar un pequeño trecho más. Y allí detrás podremos ponernos por fin a la cola.

—¿Por fin? —exclamó el pastor Zacharias, visiblemente indignado porque lo que para él significaba el último plazo antes del cadalso para Cornelius fuera solo un molesto tiempo de espera—. Pues mira lo que te digo: no voy a ir a ningún sitio —le dijo obstinado—. Desde el desayuno no me han dado nada de comer. Y necesito comer algo, si no quieren subirme desmayado a ese barco.

El pastor, sin embargo, no hizo ademán de ir a buscar, por su cuenta, esa ración de comida, sino que tomó asiento en una de las cajas. Aunque había acabado plegándose a los designios del obispo, debido a su temor a una discusión, en su fuero interno seguía oponiendo resistencia. Cada cosa sin importancia que salía mal durante el viaje la convertía en un impedimento que lo dificultaba; cualquier inconveniente se le antojaba un esfuerzo descomunal e insoportable.

—Antes he visto cómo unos empleados de la Asociación San Rafael repartían sopa entre los emigrantes —dijo Cornelius—. Es mejor que… vaya a buscarte un poco.

Cornelius omitió decir que esos cuidados iban destinados a los más pobres entre los emigrantes, aquellos que habían comido por última vez hacía mucho más tiempo, no en el desayuno de aquel mismo día.

Y antes de que su tío pudiera poner otra pega —ya que una sopa desabrida, hecha a base de carne dura, no era algo de su gusto—, se apresuró a alejarse, a fin de no tener que oír por más tiempo sus endechas.

Desde hacía varios días Cornelius no sabía si preocuparse o enfadarse por el estado de Zacharias Suckow. A veces, en su fuero interno, lo maldecía, pero al instante siguiente se decía que el miedo de su tío a aquellos lugares desconocidos era comprensible. Por su parte, él no sentía nada parecido. Había meditado poco sobre el viaje y la única certeza que reinaba en él era que no podía quedarse en Alemania. El pastor Zacharias tenía un gran apego por su lugar de origen, aunque había enviudado hacía años, apenas tenía amigos y sus pocos vicios —aparte del vino de Oporto y de los puros, también tenía predilección por los juegos de azar, así como la necesidad imperiosa de que su comunidad de fieles lo admirase— también podría disfrutarlos en cualquier otra parte. Cornelius, por el contrario, hacía tiempo que no sabía qué significaba esa expresión, lugar de origen; puede que nunca lo hubiera sabido.

Un día, poco antes de partir, se había escabullido al cementerio para detenerse por última vez ante las tumbas de aquellos dos seres que habían marcado su vida del modo más decisivo. Allí yacía la mujer a la que había ofendido gravemente, en lugar de confesarle cuánto la amaba, la mujer a la que culpaba de no haber podido estudiar y a la que ahora, cuando ya estaba muerta, echaba infinitamente de menos.

—Eso ya no cuenta —se dijo—. Eso no contará para nada en ese extraño país al que me marcho. Allí nadie sabe nada de mí, nadie sabe nada acerca del estigma de mi nacimiento.

Había vivido aquella despedida con expresión seria y comedida. Pero la pena más grande la sintió en su corazón cuando se detuvo ante la tumba de Matthias.

—No hay ninguna revolución por la que merezca la pena morir, mucho menos una que fracasa.

Allí, las palabras que en otra ocasión le había dicho a su amigo le vinieron de nuevo a la mente. Por entonces, cuando Matthias todavía vivía, Cornelius sentía que era el más inteligente, el más sensato, el superior. Sin embargo, ahora se preguntaba si en realidad no había sido el más vacilante, el más cobarde de los dos; se preguntaba también si no era Matthias —cuyo valor heroico él había reprochado en su último encuentro, diciéndole que era la otra cara de un deseo de morir— el que había elegido el único camino correcto para vivir su sueño hasta el final, hasta las últimas consecuencias, muy a diferencia de él. En aquel momento, su viaje a esos parajes lejanos le pareció una huida.

Sacudió la cabeza para espantar esos sombríos pensamientos; ensimismado como estaba, no vio que un hombre alto, algo encorvado a causa de la edad, avanzaba hacia él. Alzó la mirada cuando el hombre ya estaba plantado ante él, observándolo con gesto suplicante.

—Perdone… Perdone que lo detenga. Pero es que estoy buscando a mi hija. Estábamos esperando aquí el momento de embarcar, pero hace como una hora ha desaparecido sin dejar rastro.

Cornelius miró a su alrededor. El gentío se iba agolpando en dirección a los embarcaderos, donde los botes esperaban; casi en vano los marineros y los obreros del puerto intentaban dirigir a la turba. Era muy difícil distinguir un rostro en concreto entre aquel gentío.

—Lo siento —respondió el joven—, pero no he visto a nadie. Quizá ya haya subido al barco.

El hombre no esperó a que Cornelius acabara la frase y se dirigió a la siguiente persona que encontró para interrogarla.

El joven Cornelius continuó su camino. Tal vez su tío Zacharias se habría alegrado si su sobrino hubiera desaparecido al ver en tal circunstancia el deseado aplazamiento de aquel viaje amenazante.

Pensar en el pastor le recordó a Cornelius cuál era su propósito: conseguirle un plato de sopa, pero cuando miró a su alrededor, vio que se trataba de una empresa inútil, condenada al fracaso. Las diaconisas y los enviados de la Asociación San Rafael habían hecho una pausa momentánea en su labor cuando sonó la orden de embarcar.

Cornelius ya se proponía regresar donde su tío cuando vio una barraca alargada que servía de almacén. No era probable que fuese a encontrar sopa allí, pero tal vez habría reservas de comida y, en ese caso, podría birlar algo. Cuando entró en el edificio, lo que le salió al paso no fue precisamente un olor agradable, sino el hedor a aceite de hígado de bacalao, a podredumbre y a un tipo de lejía indefinible.

Cornelius retrocedió, y ya se disponía a abandonar aquel lugar cuando oyó unos gritos de desesperación.

—¡Auxilio! ¡Nos han encerrado aquí! ¡Auxilio!

Cuando encaminó sus pasos hacia el lugar de donde salían aquellos gritos, se topó con un chico y una jovencita; estaban encerrados en el recinto más pequeño —y sin duda más sucio— de aquel almacén.

La chica se abalanzó hacia él en cuanto lo vio.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella—. Alguien nos ha oído. —Con agitación, atragantándose casi con las palabras, la joven añadió—: ¡Por favor! ¿Podría liberarnos? Estamos prisioneros y…

Entretanto, los ojos de Cornelius se habían adaptado a la escasa luz. El pelo de la joven era de color castaño, solo algunos mechones mostraban un brillo rojo cobrizo; por la mañana, la chica se lo había recogido en una trenza bien firme, pero el cabello se le había soltado hacía tiempo y algunos rizos se enroscaban ahora junto a sus sienes. Tenía la cara empapada en sudor y la frente surcada por una estría de color oscuro.

—¡Por favor! —repitió la chica—. Mi nombre es Elisa von Graberg.

«¿Una aristócrata?»

La mirada de Cornelius recorrió, incrédula, aquella figura, pero no consiguió sacar ninguna conclusión de su fugaz examen. La joven no llevaba guantes y sus manos parecían agrietadas y morenas como si estuvieran acostumbradas al trabajo duro. Al mismo tiempo, sin embargo, eran finas y alargadas y, por un instante, Cornelius se las imaginó deslizándose rápida y hábilmente por el teclado de un piano. Su blusa blanca, cerrada hasta arriba bajo una capa de color rojo vino, y su falda gris estaban arrugadas y cubiertas de manchas, polvo y telarañas, pero sin duda eran de una tela suave y de buena calidad, al igual que el borde de encaje del cuello, que daba fe de una elegancia superior a la habitual entre el campesinado pobre. La piel de sus mejillas era blanca y tersa, y en la nariz tenía algunas pecas.

Ella lo miraba con ojos suplicantes, mientras el mozalbete que estaba a su lado pateaba el suelo con impaciencia.

—¡Bueno, libérenos de una vez! —le gritó este último. Y lo que siguió a continuación fue una enrevesada historia que Cornelius no entendió muy bien.

Le hablaron de una banda de ladrones, que no eran ellos, le hablaron de un tal Lambert Mielhahn, quien sí había estado a punto de robarle algo a Elisa. Sí, ese hombre le había arrancado la cadena del cuello; sin embargo, eran ellos los que ahora estaban encerrados allí, no ese Lambert, aunque él se lo merecía más, por ser un tipo tan poco amable y tan repugnante.

Cornelius también examinó fugazmente al muchacho. A diferencia de Elisa von Graberg, llevaba puestos unos harapos grises, los cuales habían sido remendados tantas veces que era un auténtico milagro que no se le cayeran del cuerpo. De su pelo, muy cortito, colgaban las mismas telarañas que había en la blusa de Elisa, solo que su cabello ya venía endurecido de antes a causa de la suciedad y en algunas partes no era rubio, sino gris.

—¡Por favor, no se lo piense más! ¡Ya están subiendo a los barcos! —dijo la joven reanudando las súplicas—. ¡Y nosotros somos también del grupo de los emigrantes!

Cornelius se encogió de hombros sin saber qué hacer.

—La verdad es que me gustaría ayudaros, pero no tengo la llave —dijo señalando la cerradura.

El jovencito volvió a golpear el suelo con obstinación; la joven se mordió los labios, por lo visto, para no dar muestras de que estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Pero, en fin, puedo ir en busca de alguien! —se apresuró a añadir Cornelius—. Describidme cuál era el aspecto de ese hombre que os encerró aquí.

Cuando, al cabo de un rato, Cornelius volvió a salir al exterior, se sintió desanimado. Allí fuera había pelotones de hombres que cargaban cosas, intentaban pastorear a la multitud de emigrantes, acarreaban cajas o, simplemente, vigilaban la carga. ¿Cómo iba a encontrar al susodicho, si, para colmo, la descripción que aquellos dos le habían dado era bastante imprecisa y caótica?

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