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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (31 page)

BOOK: Ender el xenocida
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—Es mi hijo —respondió Novinha—. Lo llamaré como me plazca.

Vaya grupo tan representativo que tenemos aquí hoy —bufó el alcalde Kovano.

Las cosas se ponían feas. Quim había evitado deliberadamente decirle a su madre los detalles acerca de su misión a los herejes, porque estaba seguro de que se opondría a la idea de acudir directamente a los cerdis que temían y odiaban abiertamente a los seres humanos. Quim era bien consciente de la fuente de su temor al contacto cercano con los pequeninos. De niña, la descolada la había hecho perder a sus padres. El xenólogo Pipo se convirtió en su padre putativo, y luego fue el primer humano torturado hasta la muerte por los pequeninos. Novinha pasó entonces veinte años intentando evitar que su amante Libo (el hijo de Pipo, el siguiente xenólogo) corriera la misma suerte. Incluso se casó con otro hombre para evitar que Libo tuviera derecho de acceso, como marido suyo, a sus archivos privados, donde creía que podría encontrarse el secreto que había llevado a los cerdis a matar a Pipo. Y al final, todo fue en vano, Libo murió igual que Pipo. Aunque desde entonces había llegado a conocer la auténtica razón de las muertes, aunque los pequeninos habían hecho solemnes juramentos para no dirigir ningún acto violento contra otro ser humano, no había ninguna manera de que su madre se mostrara racional cuando sus seres queridos se hallaban entre los cerdis. Y ahora estaba presente en una reunión que sin duda había sido convocada a instancia suya, para decidir si Quim debería ir o no en su viaje misionero. Iba a ser una mañana desagradable. Madre tenía años de práctica en salirse con la suya. Casarse con Andrew Wiggin la había suavizado y templado de muchas formas. Pero cuando pensaba que uno de sus hijos estaba en peligro, sacaba las garras, y ningún marido tenía mucha influencia sobre ella.

¿Por qué habían permitido el alcalde Kovano y el obispo Peregrino que se celebrara esta reunión?

Como si hubiera oído la silenciosa pregunta de Quim, el alcalde empezó a explicarse:

—Andrew Wiggin vino a verme con nueva información. Mi primera idea fue mantenerlo todo en secreto, enviar al padre Esteváo en su misión a los herejes, y luego pedirle al obispo Peregrino que rezara. Pero Andrew me aseguró que a medida que nuestro peligro aumenta, se va haciendo más importante que todos actuemos a partir de la información más completa posible. Los portavoces de los muertos al parecer tienen una confianza casi patológica en la idea de que la gente se comporta mejor cuanto más conocen. Me he dedicado a la política demasiado tiempo para compartir su confianza, pero él sostiene que es más viejo que yo, y me atengo a su sabiduría.

Quim sabía, por supuesto, que Kovano no se plegaba a la sabiduría de nadie. Andrew Wiggin, simplemente, lo había persuadido.

—A medida que las relaciones entre pequeninos y humanos se hacen más, mmmm…, problemáticas, y nuestro cohabitante invisible, la reina colmena, se acerca cada vez más al lanzamiento de sus naves espaciales, parece que los asuntos de fuera del planeta se vuelven también más urgentes. El Portavoz de los Muertos me informa gracias a sus fuentes extraplanetarias que alguien en un mundo llamado Sendero está a punto de descubrir a nuestros aliados que han conseguido impedir que el Congreso dé a la flota la orden de destruir Lusitania.

Quim anotó con interés que al parecer Andrew no le había dicho nada al alcalde acerca de Jane. Tampoco el obispo Peregrino lo sabía. ¿Y Grego o Quara? ¿Y Ela? Su madre lo sabía, desde luego. ¿Por qué me lo confió Andrew, si lo ha ocultado a tanta gente?»

—Existe una fuerte posibilidad de que en las próximas semanas, o días, el Congreso restablezca las comunicaciones con la flota. En ese punto, nuestra última defensa habrá desaparecido. Sólo un milagro nos salvará de la aniquilación.

—Tonterías —espetó Grego—. Si esa cosa de la pradera puede construir una nave para los cerdis, también puede construir algunas para nosotros. Salgamos de este planeta antes de que lo manden al infierno.

—Tal vez —dijo Kovano—. Sugerí algo así, aunque en términos menos pintorescos. Tal vez, senhor Wiggin, pueda decirnos por qué el elocuente plan de Grego no saldrá bien.

—La reina colmena no comparte nuestro punto de vista. A pesar de sus mejores esfuerzos, no considera tan seriamente las vidas individuales. Si Lusitania es destruida, los pequeninos y ella correrán un gran riesgo…

—El Ingenio M.D. destruirá todo el planeta-señaló Grego.

—Correrán un gran riesgo de que su especie sea aniquilada —continuó Wiggin, imperturbable, pese a la interrupción de Grego—. No malgastará una nave para sacar a los humanos de Lusitania, porque hay billones de humanos en otros doscientos mundos. Nosotros no corremos el riesgo de un xenocidio.

—Lo corremos si esos cerdis herejes se salen con la suya —espetó Grego.

—Y ése es otro punto —continuó Wiggin—. Si no hemos descubierto un medio para neutralizar la descolada, no podemos en buena conciencia llevar la población humana de Lusitania a otro mundo. Estaríamos haciendo exactamente lo mismo que quieren los herejes: forzar a los demás humanos a enfrentarse a la descolada y probablemente a morir.

—Entonces no hay solución —dijo Ela—. Bien podríamos volvernos de espaldas y morir.

—No tanto —intervino el alcalde Kovano—. Es posible, quizá probable, que nuestro pueblo de Milagro esté condenado. Pero al menos podemos tratar de conseguir que las naves coloniales de los pequeninos no lleven la descolada a mundos nuevos. Parece que hay dos aproximaciones: una biológica, la otra teológica.

—Estamos muy cerca —dijo Novinha—. Es cuestión de meses, o incluso de semanas, y entonces Ela y yo habremos diseñado una especie sustituta de la descolada.

—Eso dices —replicó Kovano. Se volvió hacia Ela—. ¿Y tú?

Quim casi gruñó en voz alta. «Ela dirá que Madre está equivocada, que no hay ninguna solución biológica, y entonces Madre alegará que está intentando matarme al enviarme a mi misión. Esto es justo lo que la familia necesita: Ela y Madre en guerra abierta. Gracias a Kovano Zeljezo, humanista.»

Pero la respuesta de Ela no fue lo que Quim temía.

—Ya está casi diseñada. Es la única aproximación que todavía no hemos intentado, pero estamos a punto de conseguir el diseño de una versión del virus de la descolada que hace todo lo necesario para mantener los ciclos vitales de las especies indígenas, pero es incapaz de adaptarse y destruir nuevas especies.

—Estás hablando de lobotomizar a una especie entera —protestó Quara amargamente—. ¿Qué pensaríais si alguien encontrara un medio de mantener a todos los humanos vivos, pero sin cerebro?

Por supuesto, Grego recogió el guante.

—Cuando esos virus puedan escribir poemas o razonar un teorema, me tragaré todas esas chorradas sentimentales acerca de cómo debemos mantenerlos con vida.

—¡Sólo porque no sepamos leerlos no significa que no tengan sus poemas épicos!

—Fecha as bocas!—rugió Kovano.

Inmediatamente, guardaron silencio.

—Nossa Senhora —exclamó—. Tal vez Dios quiere destruir Lusitania porque es la única manera que se le ocurre de haceros callar a los dos.

El obispo Peregrino carraspeó.

—O tal vez no —dijo Kovano—. Dios me libre de especular sobre sus motivos.

El obispo se echó a reír, lo cual permitió que los demás se rieran también. La tensión se rompió, como una ola del mar, desaparecida por el momento, pero sin duda para volver.

—¿Entonces el antivirus está casi listo? —le preguntó Kovano a Ela.

—No… o sí, el virus de reemplazo está casi completamente— diseñado. Pero siguen existiendo dos problemas. El primero es cómo esparcirlo. Tenemos que encontrar un medio para que el nuevo virus ataque y sustituya al antiguo. Sigue estando… muy lejos.

—¿Quieres decir que queda un largo camino o que no tienes la menor idea de cómo hacerlo?

Kovano no era ningún tonto. Obviamente, había tratado con científicos antes.

—Más o menos entre una cosa y otra —dijo Ela.

Novinha se agitó en su asiento, apartándose visiblemente de Ela. «Mi pobre hermana —pensó Quim—. Puede que no te hable durante los próximos años.»

—¿Y el otro problema? —preguntó Kovano.

—Una cosa es diseñar el virus sustituto. Otra muy distinto es producirlo.

—Son meros detalles —dijo Novinha.

—Te equivocas, madre, y lo sabes —replicó Ela—. Puedo trazar un diagrama de cómo queremos que sea el nuevo virus. Pero incluso trabajando bajo diez grados absolutos, no podemos cortar y recombinar el virus de la descolada con suficiente precisión. O se muere, porque dejamos fuera demasiado, o inmediatamente se repara en cuanto vuelve a temperaturas normales, porque no quitamos lo suficiente.

—Problemas técnicos.

—Problemas técnicos —repitió Ela bruscamente—. Como construir un ansible sin un enlace filótico.

—Entonces llegamos a la conclusión…

—No llegamos a ninguna conclusión —dijo Novinha.

—Llegamos a la conclusión —continuó Kovano— de que nuestros xenobiólogos están en franco desacuerdo sobre la posibilidad de domar al virus de la descolada. Eso nos lleva a la otra aproximación: persuadir a los pequeninos para que envíen sus colonos sólo a mundos deshabitados, donde puedan establecer su propia ecología peculiarmente venenosa sin matar seres humanos.

—Persuadirlos —masculló Grego—. Como si pudiéramos confiar en que mantengan sus promesas.

—Han mantenido más promesas que tú —alegó Kovano—. Yo no adoptaría un tono moralmente superior si estuviera en tu caso.

Finalmente, las cosas llegaron a un punto en que Quim pensó que sería beneficioso hablar.

—Toda esta discusión es interesante —dijo—. Sería maravilloso si mi misión con los herejes pudiera significar persuadir a los pequeninos de no causar daño a la humanidad. Pero aunque todos lleguemos al acuerdo de que mi misión no tiene ninguna oportunidad de éxito, seguiré adelante. Aunque decidiéramos que existe un serio riesgo de que mi misión empeorara las cosas, iré.

—Me alegra saber que piensas ser tan cooperativo —dijo Kovano con acidez.

—Pretendo cooperar con Dios y la Iglesia —dijo Quim—. Mi misión con los herejes no es para salvar a la humanidad de la descolada, ni siquiera para intentar mantener la paz entre los humanos y pequeninos aquí en Lusitania. Mi misión es para devolverlos a la fe de Cristo y la unidad de la Iglesia. Voy a salvar sus almas.

—Muy bien —asintió Kovano—. Por supuesto ésa es la razón por la que quieres ir.

—Y es la razón por la que iré, y el único baremo que usaré para determinar si mi misión tiene éxito o no.

Kovano miró desesperanzado al obispo Peregrino.

—Dijo usted que el padre Esteváo cooperaría.

—Dije que era totalmente obediente a Dios y la Iglesia.

—Entendí que podría persuadirlo para que esperara a cumplir su misión hasta que supiéramos más.

—Podría persuadirlo, sí. O simplemente prohibirle que vaya —dijo el obispo Peregrino.

—Entonces hágalo —pidió Novinha.

—No lo haré.

—Creía que le preocupaba el bienestar de esta colonia —dijo el alcalde Kovano.

—Me preocupa el bienestar de todos los cristianos a mi cargo —respondió el obispo—. Hasta hace treinta años, eso significaba que me preocupaba sólo por los seres humanos de Lusitania. Ahora, sin embargo, soy igualmente responsable del bienestar espiritual de los pequeninos cristianos de este planeta. Envío al padre Esteváo en su misión exactamente como un misionero llamado Patricio fue enviado a la isla de Eire. Tuvo un éxito extraordinario, y convirtió a reyes y naciones. Por desgracia, la Iglesia irlandesa no actuó siempre como habría deseado el papa. Hubo mucha…, digamos controversia entre ellos. Superficialmente se refería a la fecha de la Pascua, pero en el fondo el tema era la obediencia al papa. Incluso se derramó sangre de vez en cuando. Pero ni por un momento imaginó nadie que habría sido mejor que san Patricio nunca hubiera ido a Eire. Nunca nadie sugirió que habría sido mejor que los irlandeses hubieran continuado siendo paganos.

Grego se levantó.

—Hemos encontrado el filote, el auténtico átomo indivisible. Hemos conquistado las estrellas. Enviamos mensajes más rápidos que la velocidad de la luz. Sin embargo, seguimos viviendo en la Edad Media.

Se encaminó hacia la puerta.

—Sal por esa puerta antes de que yo te lo diga —advirtió el alcalde—, y no verás el sol en un año.

Grego se dirigió a la puerta, pero en vez de atravesarla, se apoyó contra ella y sonrió sardónicamente.

—Ya ve lo obediente que soy.

—No te retendré mucho tiempo —dijo Kovano—. El obispo Peregrino y el padre Esteváo hablan como si pudieran tomar su decisión de forma independiente al resto de nosotros, pero por supuesto no pueden. Si yo decidiera que la misión del padre Esteváo con los cerdis no debería llevarse a término, no se realizaría. Seamos todos claros en eso. No temo arrestar al obispo de Lusitania, si el bienestar de la comunidad lo requiere. Y en cuanto a este cura misionero, sólo irá a ver a los pequeninos cuando tenga mi consentimiento.

—No me cabe ninguna duda de que puede interferir con el trabajo de Dios en Lusitania —intervino gélidamente el obispo Peregrino—. No le quepa ninguna duda de que yo puedo enviarlo al infierno por hacerlo.

—Sé que puede. No sería el primer líder político en acabar en el infierno después de un enfrentamiento con la Iglesia. Afortunadamente, esta vez no llegaré a eso. Los he escuchado a todos y he tomado mi decisión. Esperar al nuevo antivirus es demasiado arriesgado. Y aunque supiera con absoluta certeza que el antivirus estaría listo y podría ser utilizado en seis semanas, seguiría permitiendo esta misión. Ahora mismo, nuestra mejor posibilidad de salvar algo de este lío radica en la misión del padre Esteváo. Andrew me ha dicho que los pequeninos sienten gran respeto y afecto por este hombre, incluso los no creyentes. Si puede persuadir a los pequeninos herejes para que olviden su plan de aniquilar a la humanidad en nombre de su religión, eso nos quitará una carga de encima.

Quim asintió gravemente. El alcalde Kovano era un hombre de gran sabiduría. Era una suerte que no tuvieran que luchar, al menos por ahora.

—Mientras tanto, espero que los xenobiólogos continúen trabajando en el antivirus con todo el vigor posible. Cuando el antivirus exista decidiremos si usarlo o no.

—Lo usaremos —aseguró Grego.

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