Read Ensayo sobre la ceguera Online

Authors: José Saramago

Ensayo sobre la ceguera (21 page)

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La cama del jefe de los malvados seguía en el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida. Los camastros cercanos habían sido retirados, al hombre le gustaba revolcarse a sus anchas, sin tener que tropezar con los vecinos. Iba a ser fácil matarlo. Mientras avanzaba por el pasillo central, la mujer del médico observaba los movimientos de aquél a quien no tardaría en matar, cómo el placer le hacía inclinar la cabeza hacia atrás, era como si le ofreciera el cuello. Despacio, la mujer del médico se aproximó, dio la vuelta a la cama y se colocó detrás de él. La ciega continuaba su trabajo. La mano levantó lentamente las tijeras, las hojas un poco separadas para penetrar como dos puñales. En aquel momento, el último, el ciego pareció notar una presencia inesperada, pero el orgasmo lo alejaba del mundo de las sensaciones comunes, lo privaba de reflejos, No llegarás a gozar, pensó la mujer del médico, y bajó violentamente el brazo. Las tijeras se enterraron con toda la fuerza en la garganta del ciego, girando sobre sí mismas lucharon contra los cartílagos y los tejidos membranosos, luego, furiosamente, siguieron penetrando hasta ser detenidas por las vértebras cervicales. El grito apenas se oyó, podía ser el ronquido animal de quien está a punto de eyacular, como a otros les estaba ocurriendo, y tal vez lo fuese, porque, al tiempo que un chorro de sangre le daba de lleno en la cara, la ciega recibía en la boca la descarga convulsiva del semen. Fue el grito de la mujer lo que alarmó a los ciegos, de gritos tenían experiencia sobrada, pero éste no era como los otros. La ciega gritaba, sin entender lo que estaba ocurriendo, pero gritaba de dónde viene esta sangre, probablemente, sin saber cómo, había hecho lo que por un momento pensó, arrancarle el pene a dentelladas. Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas, Qué pasa, por qué gritas de ese modo, preguntaban, pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca, alguien le decía al oído, Cállate, y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás, No digas nada, era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante situación. El ciego contable venía delante, fue el primero en tocar el cuerpo que había caído atravesado en la cama, en recorrerlo con las manos. Está muerto, dijo al cabo de un momento. La cabeza colgaba hacia el otro lado del camastro, y la sangre seguía fluyendo a borbotones, Lo han matado, dijo. Los ciegos parecían aturdidos, no podían creer lo que oían, Que lo han matado, cómo, quién ha sido, Le han hecho una herida enorme en la garganta, habrá sido la puta de mierda que estaba con él, tenemos que atraparla. Se movieron otra vez los ciegos, más despacio ahora, como si tuvieran miedo de ir al encuentro del arma que había matado a su jefe. No podían ver que el ciego de la contabilidad metía precipitadamente las manos en los bolsillos del muerto, encontraba la pistola y una bolsita de plástico con media docena de cartuchos. La atención de todos se vio distraída súbitamente por el alarido de las mujeres, ya puestas en pie, presas del pánico, queriendo salir de allí, pero algunas habían perdido la noción de dónde estaba la puerta de la sala, fueron en dirección equivocada y tropezaron con los ciegos, éstos creyeron que los atacaban, entonces la confusión de cuerpos alcanzó el delirio. Quieta, al fondo, la mujer del médico esperaba la ocasión para escapar. Mantenía a la ciega firmemente agarrada, con la otra mano empuñaba las tijeras, dispuesta a apuñalar al primer hombre que se acercara. De momento, aquel espacio libre la favorecía pero sabía que no podía estar mucho tiempo allí. Algunas mujeres consiguieron dar con la puerta, otras luchaban por liberarse de las manos que las sujetaban, alguna intentaba estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro muerto. El ciego contable gritó a los suyos con autoridad, Calma, calma, vamos a resolver esto, y con intención de hacer la orden más acuciante, disparó un tiro al aire. El resultado fue precisamente el contrario. Sorprendidos al ver que la pistola ya estaba en otras manos y que, en consecuencia, iban a tener un nuevo jefe, los ciegos dejaron de luchar con las ciegas, desistieron de su intento de dominarlas, uno de ellos había incluso desistido de todo porque acaba de ser estrangulado. Fue entonces cuando la mujer del médico decidió avanzar. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino. Ahora eran los ciegos quienes gritaban, se atropellaban, pasaban unos sobre otros, quien tuviera ojos para ver, comprobaría que, comparada con ésta, la primera confusión era sólo un juego. La mujer del médico no quería matar, sólo quería salir, y lo más rápido posible, sobre todo, no dejar detrás ninguna ciega. Probablemente ése no va a sobrevivir, pensó cuando clavó las tijeras en un pecho. Se oyó otro tiro, Vamos, vamos, decía la mujer del médico empujando ante ella a las ciegas que encontraba en su camino. Las ayudaba a levantarse, y repetía, Rápido, rápido, y ahora era el ciego contable el que gritaba desde el fondo, Agarrarlas, no las dejéis marchar, pero era demasiado tarde, ya estaban todas en el corredor, avanzando a tumbos, medio desnudas, sosteniendo los trapos como podían. Parada en la entrada de la sala, la mujer del médico gritó con furia, Recordad lo que dije el otro día, que no me iba a olvidar de su cara, y en adelante, pensad en lo que os digo, tampoco olvidaré las vuestras, Me las pagarás, amenazó el ciego contable, tú y tus amigas, y todos los cabrones de hombres que ahí tenéis, No sabes quién soy ni de dónde he venido, Eres de la primera sala del otro lado, dijo uno de los que habían ido a llamar a las mujeres, y el ciego de las cuentas añadió, La voz no engaña, basta que pronuncies una palabra junto a mí y estarás muerta, El otro también dijo eso, y ahí lo tienes, Pero yo no soy un ciego como ellos, como vosotros, cuando os quedasteis ciegos yo ya identificaba a todo el mundo, De mi ceguera tú no sabes nada, Tú no eres ciega, a mí no me engañas, Quizá sea la más ciega de todos, maté y volveré a matar si es necesario, Antes te morirás de hambre, ahora se os ha acabado la comida, aunque vengáis aquí todas a ofrecer en bandeja los tres agujeros con que habéis nacido, Por cada día que estemos sin comer por vuestra culpa, morirá uno de vosotros, bastará con que ponga un pie fuera de esta puerta, No lo conseguirás, Lo conseguiremos, sí, a partir de ahora seremos nosotros quienes recojamos la comida, vosotros comeréis de lo que tenéis aquí, Hija de puta, Las hijas de puta no son hombres ni son mujeres, son hijas de puta, y ya sabes lo que valen las hijas de puta. Furioso, el ciego contable disparó un tiro hacia la puerta. La bala pasó entre las cabezas de los ciegos sin alcanzar a nadie hasta clavarse en la pared del corredor. No me has dado, dijo la mujer del médico, y ten cuidado, se te acabarán las municiones, hay otros ahí que también quieren ser jefes.

Se alejó, dio unos cuantos pasos todavía firmes, luego avanzó a lo largo de la pared del corredor, casi desmayándose, en un momento las rodillas se le doblaron, y cayó redonda. Los ojos se le nublaron, Voy a quedarme ciega, pensó, pero luego comprendió que no sería esta vez, eran sólo lágrimas lo que cubría su vista, lágrimas como jamás las había llorado en su vida, He matado, dijo en voz baja, quise matar y maté. Volvió la cabeza hacia la puerta de la sala, si vinieran los ciegos ahora, no sería capaz de defenderse. El corredor estaba desierto. Las mujeres habían desaparecido, los ciegos, asustados por los disparos y mucho más por los cadáveres de los suyos, no se atrevían a salir. Poco a poco le fueron regresando las fuerzas. Las lágrimas seguían fluyendo, pero lentas, serenas, como ante lo irremediable. Se levantó trabajosamente. Tenía sangre en las manos y en la ropa, y súbitamente el cuerpo agotado le dijo que estaba vieja, Vieja y asesina, pensó, pero sabía que si fuese necesario volvería a matar, Y cuándo es necesario matar, se preguntó a sí misma mientras se dirigía hacia el zaguán, y a sí misma se respondió, Cuando está muerto lo que aún está vivo. Movió la cabeza y pensó, Qué quiere decir esto, palabras, palabras, nada más. Seguía sola. Se acercó a la puerta que daba al exterior. Entre las rejas del portón distinguió con dificultad la silueta del centinela, Aún hay gente fuera, gente que ve. Un rumor de pasos detrás de ella le hizo estremecerse, Son ellos, pensó, y se volvió rápidamente con las tijeras dispuestas. Era el marido. Las mujeres de la sala segunda llegaron gritando por el camino lo que ocurriera en el otro lado, que una mujer había matado a puñaladas al jefe de los malvados, que hubo tiros, el médico no preguntó quién era la mujer, sólo podía ser la suya, le dijo al niño estrábico que después le contaría el resto de la historia, y ahora, cómo estaría, probablemente muerta también, Estoy aquí, dijo ella, y fue hacia él, lo abrazó sin reparar en que lo manchaba de sangre, o reparando, sí, era igual, hasta hoy lo habían compartido todo, Qué ha pasado, preguntó el médico, dicen que han matado a un hombre, Sí, lo he matado yo, Por qué, Alguien tenía que hacerlo, y no había nadie más, Y ahora, Ahora estamos libres, ellos saben lo que les espera si quieren servirse de nosotras otra vez, Va a haber lucha, guerra, Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar, Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré, Y la comida, Vendremos nosotros a buscarla, dudo que ellos se atrevan a venir hasta aquí, por lo menos durante unos días tendrán miedo de que les pase lo mismo, que unas tijeras les atraviesen la garganta, No supimos resistir como deberíamos cuando vinieron con las primeras exigencias, Pues no, tuvimos miedo, y el miedo no siempre es buen consejero, y ahora vámonos, será conveniente, para mayor seguridad, que atravesemos camas en la puerta de la sala, camas sobre camas, como ellos hacen, y si alguno de nosotros tiene que dormir en el suelo, paciencia, antes eso que morir de hambre.

En los días siguientes se preguntaron si no sería eso lo que les iba a ocurrir. Al principio, no les extrañó, fallos en la distribución de la comida los había habido desde el principio, estaban acostumbrados, los ciegos malvados tenían razón cuando decían que los soldados a veces se atrasaban, pero esta razón la pervertían luego cuando, en tono jocoso, afirmaban que por eso no habían tenido más remedio que imponer un racionamiento, son las penosas obligaciones de quien gobierna. Al tercer día, cuando ya no era posible encontrar en las salas un mendrugo, una migaja, la mujer del médico, con algunos compañeros, salió a la cerca y preguntó, Eh, qué retraso es éste, qué pasa con la comida, llevamos ya dos días sin comer. El sargento, otro, no el de antes, se acercó a la reja asegurando que la culpa no era del Ejército, que ellos no quitaban el pan de la boca a nadie, que nunca el honor militar permitiría eso, si no había comida es porque no había comida, Y no deis un paso, porque el primero que lo haga ya sabe lo que le espera, que las órdenes no han cambiado. Así intimidados, volvieron para dentro hablando unos con otros, Y ahora qué hacemos, si no nos traen de comer, Puede que llegue mañana, O pasado mañana, O cuando ya no nos podamos mover, Tendríamos que salir, No llegaríamos ni a la puerta, Si tuviésemos vista, Si tuviésemos vista no nos habrían metido en este infierno, Cómo irá todo por ahí fuera, Tal vez a esos tipos no les importe darnos comida, si se la pedimos, en cualquier caso, si falta comida para nosotros, también les faltará a ellos, Por eso van a darnos lo que tienen, Y antes de que se les acabe habremos muerto de hambre, Qué podemos hacer. Estaban sentados en el suelo, bajo la luz amarillenta de la única bombilla del zaguán, más o menos en círculo, el médico y la mujer del médico, el viejo de la venda negra, entre otros hombres y mujeres, dos o tres de cada sala, tanto del ala izquierda como del ala derecha, y entonces, siendo este mundo de los ciegos lo que es, ocurrió lo que siempre ocurre, uno de los hombres dijo, Lo que yo sé es que no estaríamos como estamos si no hubieran matado al jefe, qué importa que fueran las mujeres dos veces al mes a dar lo que la naturaleza ha dado para darse, preguntó. Hubo a quien le hizo gracia la reminiscencia, hubo quien disimuló la risa, a alguna voz de protesta no la dejó hablar el estómago, y el mismo hombre insistió, Me gustaría saber quién fue el de la hazaña, Las mujeres que estaban allí juraron que no había sido ninguna de ellas, Lo que tendríamos que hacer es tomarnos la justicia por la mano y hacérselo pagar, Eso a condición de que supiéramos quién fue, Les decíamos, aquí está el que buscáis, ahora dadnos la comida, Para eso hay que saber quién fue. La mujer del médico bajó la cabeza, pensó, Tienen razón, si alguien muere de hambre, la culpa será mía, pero, después, dando voz a la cólera que sentía crecer dentro de sí, contradiciendo esta aceptación de responsabilidad, Pero que sean éstos los primeros en morir para que mi culpa pague su culpa. Luego pensó, levantando los ojos, Si ahora les dijese que fui yo quien lo mató, me entregarían, sabiendo que me entregaban a una muerte cierta. Fuese por efecto del hambre, o porque el pensamiento súbitamente la sedujo como un abismo, una especie de aturdimiento se apoderó de su cabeza, el cuerpo se le movió hacia delante, se abrió su boca para hablar, pero en ese momento alguien la agarró por el brazo, era el viejo de la venda negra, que dijo, Mataría con mis manos a quien le denunciase, Por qué, preguntaron los del corro, Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona, que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí, claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros, Qué quieres decir con eso, Que habiendo empezado por mandar allí a las mujeres, y comido a costa de ellas como chulos de barrio, ahora hay que mandar a los hombres, si es que aún los hay aquí, Explícate, pero primero dinos de dónde eres, De la primera sala del lado derecho, Habla, Es muy sencillo, vamos a buscar la comida con nuestras propias manos, Tienen armas, Que se sepa, sólo una pistola, y no les van a durar siempre las balas, Con las que tienen morirán algunos de los nuestros, Otros han muerto ya por menos, No estoy dispuesto a perder la vida para que los demás sigan aquí, llenando la barriga, Supongo que también estarás dispuesto a no comer si alguien pierde la vida para que tú comas, preguntó sarcástico el viejo de la venda negra, y el otro no respondió.

A la entrada de la puerta que daba a las salas del ala derecha apareció una mujer que había estado oyendo escondida, era la que recibió en la cara el chorro de sangre, aquella en cuya boca eyaculó el muerto, aquella a cuyo oído dijo la mujer del médico, Cállate, y ahora esta mujer está pensando, Desde aquí donde estoy, sentada en medio de éstos, no te puedo decir cállate, no me denuncies, pero sin duda reconoces mi voz, es imposible que la hayas olvidado, mi mano estuvo sobre tu boca, tu cuerpo contra mi cuerpo, y yo te dije cállate, ahora ha llegado el momento de saber realmente a quién salvé, de saber quién eres, por eso voy a hablar, por eso voy a decir en voz alta y clara, para que puedas acusarme si es ése tu destino y mi destino, ya lo digo, No irán sólo los hombres, irán también las mujeres, volveremos al lugar donde nos humillaron para que nada quede de la humillación, para que podamos liberarnos de la misma manera que escupimos lo que dejaron en nuestra boca. Lo dijo y se quedó esperando, hasta que la mujer habló, A donde tú vayas, iré yo, fue esto lo que dijo. El viejo de la venda negra sonrió, parecía una sonrisa feliz. Y tal vez lo fuese, no es ésta la ocasión para preguntárselo, mejor es fijarse en la expresión de extrañeza de los otros ciegos, como si algo hubiera pasado por encima de sus cabezas, un pájaro, una nube, una primera y tímida luz. El médico cogió la mano de la mujer, luego preguntó, Hay todavía alguien empeñado en descubrir quién mató a aquél, o estamos de acuerdo en que la mano que degolló a ese hombre era la mano de todos nosotros, más exactamente, la mano de cada uno de nosotros. Nadie respondió. La mujer del médico dijo, Démosles un plazo, esperemos hasta mañana, si los soldados no traen comida, entonces avanzamos. Se levantaron, se dividieron, unos para el lado derecho, otros para el lado izquierdo, imprudentemente no pensaron que podía haber estado escuchando algún ciego de la sala de los malvados, por fortuna el diablo no siempre está detrás de la puerta, este proverbio viene muy a cuento ahora. Fuera de tiempo habló el altavoz, últimamente unos días hablaba y otros no, pero siempre a la misma hora, como había prometido, seguro que había en el transmisor un sistema de relojería que en el momento preciso hacía entrar en movimiento la cinta grabada, la razón por la que falló algunas veces no la conoceremos, son cosas del mundo exterior, en todo caso bastante serias, porque el resultado fue un lío de calendario, la llamada cuenta de los días, que algunos ciegos, maníacos por naturaleza, o amantes del orden, que es una forma moderada de manía, intentaban llevar escrupulosamente haciendo nudos en un cordel, aquellos que no se fiaban de su memoria, como quien va escribiendo un diario. Ahora sonaba fuera de tiempo, debía de haberse averiado el mecanismo, un eje torcido, una soldadura suelta, ojalá la grabación no vuelva una y otra vez al principio, infinitamente, era lo que nos faltaba, además de ciegos, locos. Por los corredores, por las salas, como en un último e inútil aviso, resonaba la voz autoritaria, El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a anunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno, en este momento se apagaron las luces y calló el altavoz. Indiferente, un ciego hizo un nudo en el cordel que tenía en las manos, luego intentó contar los nudos, los días, pero desistió, había nudos sobrepuestos, ciegos, por así decir. La mujer del médico le dijo al marido, Se han apagado las luces, La bombilla se habrá fundido, no es extraño, después de tantos días encendida. Se apagaron todas, el problema ha sido fuera, Ahora también tú te has quedado ciega, Esperaré hasta que nazca el sol. Salió de la sala, atravesó el zaguán, miró hacia fuera. Esta parte de la ciudad estaba a oscuras, el proyector del ejército estaba apagado, debían de tenerlo enchufado a la red general, y ahora, por lo visto, se había acabado la energía.

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Protector by Shelley Shepard Gray
Corpses at Indian Stone by Philip Wylie
Child of a Rainless Year by Lindskold, Jane
Tingle All the Way by Mackenzie McKade
Texas Tornado by Jon Sharpe
Killer Within by S.E. Green
The Bully Book by Eric Kahn Gale
On the Other Side by Michelle Janine Robinson
El manuscrito carmesí by Antonio Gala
My Girl by Jack Jordan