Read Ensayo sobre la lucidez Online
Authors: José Saramago
Las informaciones llegadas al ministerio del interior eran correctas, la ciudad se preparaba para una manifestación. El número definitivo de muertos había pasado a treinta y cuatro. No se sabe de dónde ni cómo nació la idea, en seguida aceptada por todo el mundo, de que los cuerpos no deberían ser enterrados en los cementerios como muertos normales, que las sepulturas deberían quedarse per omnia sæcula sæculorum en el terreno ajardinado fronterizo a la estación del metro. Con todo, algunas familias, no muchas, conocidas por sus convicciones políticas de derechas e inamovibles de certeza de que el atentado había sido obra de grupo terrorista directamente relacionado, como afirmaban los medios de comunicación, con la conspiración contra el estado de derecho, se negaron a entregar sus muertos a la comunidad, Éstos, sí, inocentes de toda culpa, clamaban, porque habían sido toda su vida ciudadanos respetuosos de lo propio y de lo ajeno, porque habían votado como sus padres y sus abuelos, porque eran personas de orden y ahora víctimas mártires de la violencia asesina. Alegaban también, ya en otro tono, quizá para que no pareciese demasiado escandalosa una tal falta de solidaridad cívica, que poseían sus sepulturas históricas y que era arraigada tradición de la estirpe familiar que se mantuviesen reunidos, después de muertos, también per omnia sæcula sæculorum, aquellos que, en vida, reunidos habían vívido. El entierro colectivo no iba a ser, por tanto, de treinta y cuatro cadáveres, sino de veintisiete. Incluso así, hay que reconocer que eran muchas personas. Mandada por no se sabe quién, pero seguro que no por el ayuntamiento que, como sabemos, está sin jefatura hasta que el ministro del interior apruebe el decreto de sustitución, mandada por no se sabe quién, decíamos, apareció en el jardín una máquina enorme y llena de brazos, de esas llamadas polivalentes, como un gigante transformista, que arrancan un árbol en el tiempo que se tarda en soltar un suspiro y que pudiera haber abierto veintisiete tumbas en menos de un santiamén si los sepultureros de los cementerios, también ellos apegados a la tradición, no se hubiesen presentado para ejecutar el trabajo artesanalmente, es decir, con pala y azada. Lo que la máquina hizo fue precisamente arrancar media docena de árboles que estorbaban, dejando el terreno, después de limpio y allanado, como si para camposanto y de descanso eterno hubiese sido creado de raíz, y luego fue, a la máquina nos referirnos, a plantar en otro sitio los árboles y sus sombras.
Tres días después del atentado, de mañana temprano, comenzaron las personas a salir a la calle. Iban en silencio, graves, muchas llevaban banderas blancas, todas una banda blanca en el brazo izquierdo, y que no nos digan los rigurosos en exequias que una señal de luto no puede ser blanca, cuando estamos informados de que en este país ya lo fue, cuando sabemos que para los chinos lo fue siempre, y eso por no hablar de los japoneses, que ahora irían todos de azul si este caso fuera con ellos. A las once de la mañana la plaza ya estaba llena, pero allí no se oía nada más que el inmenso respirar de la multitud, el sordo susurro del aire entrando y saliendo de los pulmones, inspirar, espirar, alimentando de oxígeno la sangre de estos vivos, inspirar, espirar, inspirar, espirar, hasta que de repente, no completemos la frase, ese momento, para los que han venido aquí, supervivientes, aún está por llegar. Se veían innumerables flores blancas, crisantemos en cantidad, rosas, lirios, azucenas, alguna flor de cactus de translúcida blancura, millares de margaritas a las que se perdonaba el círculo de color en el centro. Alineados a veinte pasos, los ataúdes fueron portados a hombros por parientes y amigos de los fallecidos, quienes los tenían, llevados a paso fúnebre hasta las sepulturas, y después, bajo la orientación experta de los enterradores de profesión, paulatinamente bajados con cuerdas hasta tocar con un sonido hueco en el fondo. Las ruinas de la estación parecían desprender todavía un olor a carne quemada. A no pocos les ha de parecer incomprensible que una ceremonia tan conmovedora, de tan compungido luto colectivo, no hubiese sido agraciada por el influjo de consuelo que se desprendería de los ejercicios rituales de los distintos institutos religiosos implantados en el país, privándose de esta manera a las almas de los difuntos de su más seguro viático y a la comunidad de los vivos de una exhibición práctica de ecumenismo que tal vez pudiera contribuir para reconducir al aprisco a la extraviada comunidad. La razón de la deplorable ausencia sólo se puede explicar por el temor de las diversas iglesias a erigirse en centro de sospechas de complicidades, al menos tácticas, con la insurgencia blanca. No habrán sido ajenas a esta ausencia unas cuantas llamadas telefónicas realizadas por el primer ministro en persona, con mínimas variaciones sobre el mismo tema, El gobierno de la nación lamentaría que una irreflexiva presencia de su iglesia en el acto fúnebre, si bien que espiritualmente justificada, pueda ser considerada y en consecuencia explotada como apoyo político, si no ideológico, al obstinado y sistemático desacato que una importante parte de la población de la capital está oponiendo a la legítima y constitucional autoridad democrática. Fueron por tanto llanamente laicos los entierros, lo que no quiere decir que algunas silenciosas oraciones particulares, aquí y allí, no hubieran subido a los diversos cielos, y ahí acogidas con benevolente simpatía. Aún las tumbas estaban abiertas, cuando hubo alguien, seguro que con las mejores intenciones, que se adelantó para pronunciar un discurso, pero el propósito fue rechazado inmediatamente por los circundantes, Nada de discursos, aquí cada uno con su disgusto y todos con la misma pena. Y tenía razón quien de este modo claro habló. Además, si la idea del frustrado orador era ésa, sería imposible hacer allí de corrido el elogio fúnebre de veintisiete personas, entre hombres, mujeres, y algún niño todavía sin historia. Que a los soldados desconocidos no les hagan ninguna falta los nombres que usaron en vida para que todos los honores, los debidos y los oportunos, les sean prestados, bien está, si eso queremos convenir, pero estos difuntos, en su mayoría irreconocibles, dos o tres sin identificar, si algo quieren es que los dejemos en paz. A esos lectores puntillosos, justamente preocupados con el buen orden del relato, que deseen saber por qué no se hicieron las indispensables y ya habituales pruebas de adn, sólo podemos dar como respuesta honesta nuestra total ignorancia, aunque nos permitamos imaginar que aquella conocidísima y malbaratada expresión, Nuestros muertos, tan común, de tan rutinario consumo en las arengas patrióticas, habría sido tomada aquí al pie de la letra, es decir, siendo estos muertos, todos, pertenencia nuestra, a ninguno debemos considerar nuestro exclusivamente, de donde resulta que un análisis de adn que tuviese en cuenta todos los factores, incluyendo, en particular los no biológicos, por mucho que rebuscase en la hélice, no conseguiría nada más que confirmar una propiedad colectiva que ya antes no necesitaba de pruebas. Fuerte motivo tuvo por tanto aquel hombre, si es que no fue una mujer, cuando dijo, según quedó registrado arriba, Aquí, cada uno con su disgusto, y todos con la misma pena. Entre tanto, la tierra fue empujada adentro de las tumbas, se distribuyeron, ecuánimemente las flores, quienes tenían razones para llorar fueron abrazados y consolados por lo otros, si tal era posible siendo el dolor tan reciente, el ser querido de cada uno, de cada familia, se encuentra aquí, sin embargo, no se sabe exactamente dónde, tal vez en esta tumba, tal vez en aquélla, será mejor que lloremos sobre todas, qué verdad acompañaba a aquel pastor de ovejas que dijo, vaya usted a saber dónde lo habría aprendido, No existe mayor respeto que llorar por alguien a quien no se ha conocido.
El inconveniente de estas digresiones narrativas, ocupados como hemos estado con las entrometidas divagaciones, es comprender, quizá demasiado tarde, que los acontecimientos no nos esperan, que apenas comenzamos a entender lo que está pasando, éstos, los acontecimientos, han seguido su marcha, y nosotros, en lugar de anunciar, como es la obligación elemental de los contadores de historias que saben su oficio, lo que sucede, nos tenemos que conformar con describir, contritos, lo que ya ha sucedido. Al contrario de lo que habíamos supuesto, la multitud no se dispersó, la manifestación prosigue, y ahora avanza en masa, a todo lo ancho de las calles, en dirección, según se va voceando, al palacio del jefe del estado. Les queda de camino, ni más ni menos, la residencia oficial del primer ministro. Los periodistas de la prensa, de la radio y de la televisión que van a la cabeza de la manifestación toman nerviosas notas, describen los sucesos vía telefónica a las redacciones en que trabajan, desahogan, excitados, sus preocupaciones profesionales y de ciudadanos, Nadie parece saber lo que va a suceder aquí, pero existen motivos para temer que la multitud se está preparando para asaltar el palacio presidencial, no siendo de excluir, incluso podríamos admitir como altamente probable, que saquee la residencia oficial del primer ministro y todos los ministerios que encuentre a su paso, no se trata de una previsión apocalíptica fruto de nuestro asombro, basta mirar los rostros descompuestos de toda esta gente para ver que no hay ninguna exageración al decir que cada una de estas caras reclama sangre y destrucción, así llegamos a la triste conclusión, aunque mucho nos cueste decirlo en voz alta y para todo el país, de que el gobierno, que tan eficaz se ha mostrado en otros apartados, y por eso ha sido aplaudido por los ciudadanos honestos, actuó con una censurable imprudencia cuando decidió dejar la capital abandonada a los instintos de las multitudes enfurecidas, sin la presencia paternal y disuasiva de los agentes de la autoridad en la calle, sin la policía antidisturbios, sin gases lacrimógenos, sin tanquetas de agua, sin perros, en fin, sin freno, por decirlo todo en una sola palabra. El discurso de la catástrofe anunciada alcanzó el punto más alto del histerismo informativo a la vista de la residencia del primer ministro, un palacete burgués, de estilo decimonónico tardío, ahí los gritos de periodistas se transformaron en alaridos, Es ahora, es ahora, a partir de este momento todo puede suceder, que la virgen santísima nos proteja a todos, que los gloriosos nombres de la patria, allá en el empíreo, donde subieron, sepan ablandar los corazones coléricos de esta gente. Todo podría suceder, realmente, pero, al final, nada sucedió, salvo que la manifestación se detuvo, esta pequeña parte que vemos en el cruce donde el palacete, con su jardincito alrededor, ocupa una de las esquinas, el resto derramándose avenida abajo, por las calles y por las plazas limítrofes, los aritméticos de la policía, si estuvieran por aquí, dirían que, a lo sumo, no eran más de cincuenta mil personas, cuando el número exacto, el número auténtico, porque las contamos a todas, una por una, era diez veces mayor.
Fue aquí, estando parada la manifestación y en absoluto silencio, cuando un astuto reportero de televisión descubrió en aquel mar de cabezas a un hombre que, a pesar de llevar una venda que le cubría casi la mitad de la cara, podía reconocerse, y tanto más fácilmente cuanto es cierto que en la primera ojeada había tenido la suerte de captar, huidiza, una imagen de la parte sana, que, como se comprenderá sin dificultad, tanto confirma el lado de la herida como es por él confirmada. Arrastrando tras de sí al operador de imagen, el reportero comenzó a abrirse camino entre la multitud, diciendo a un lado y a otro, Perdonen, perdonen, déjenme pasar, abran campo a la cámara, es muy importante, y en seguida, cuando ya se aproximaba, Señor alcalde, señor alcalde, por favor, pero lo que iba pensando era mucho menos cortés, Qué rayos hace aquí este tío. Los reporteros tienen en general buena memoria y éste no se había olvidado de la afrenta pública de que fue objeto la corporación informativa la noche de la bomba por parte del alcalde. Ahora se iba a enterar cómo duelen las humillaciones. Le metió el micrófono en la cara y le hizo al operador de imagen un gesto tipo sociedad secreta que tanto podría significar Graba como Machácalo, y que, en la actual situación, significaría probablemente una y otra cosa, Señor alcalde, permítame que le manifieste mi estupefacción por encontrarlo aquí, Estupefacción, por qué, Acabo de decírselo ahora mismo, por verlo en una manifestación de éstas, Soy un ciudadano como otro cualquiera, me manifiesto cuando quiero y como quiero, y más ahora que no necesitamos autorización, No es un ciudadano cualquiera, es el alcalde, Está equivocado, hace tres días que dejé de ser alcalde, creía que la noticia ya era pública, Que yo sepa, no hemos recibido ninguna comunicación oficial, ni del gobierno, ni del ayuntamiento, Supongo que no estarán esperando que sea yo quien convoque una conferencia de prensa, Dimitió, Abandoné el cargo, Por qué, La única respuesta que tengo para darle es una boca cerrada, la mía, Los habitantes de la capital querrán conocer los motivos por los que su alcalde, Repito que ya no lo soy, Los motivos por los que su alcalde se incorpora a una manifestación contra el gobierno, Esta manifestación no es contra el gobierno, es de pesar, la gente ha venido ha enterrar a sus muertos, Los muertos ya han sido enterrados y, no obstante, la manifestación prosigue, qué explicación tiene para eso, Pregúntele a la gente, En este momento es su opinión la que me interesa, Voy a donde todos van, nada más, Simpatiza con los electores que votaron en blanco, con blanqueros, Votaron como entendieron, mi simpatía o mi antipatía nada tiene que ver con el asunto, Y su partido, qué dirá su partido cuando sepa que ha participado en la manifestación, Pregúntele, No teme que le apliquen sanciones, No, Por qué está tan seguro, Por la simple razón de que ya, no tengo partido, Lo han expulsado, Lo he abandonado, de la misma manera que abandoné la alcaldía de la capital, Cuál fue la reacción del ministro del interior, Pregúntele, Quién le ha sucedido en el cargo, Investíguelo, Lo veremos en otras manifestaciones, Si usted aparece, lo sabremos, Ha dejado la derecha donde hizo su carrera política y se ha pasado a la izquierda, Un día de éstos espero comprender adónde me he pasado, Señor alcalde, No me llame alcalde, Perdone, es el hábito, confieso que me siento desconcertado, Cuidado, el desconcierto moral, supongo que es moral su desconcierto, es el primer paso en el camino que conduce a la inquietud, de ahí en adelante, como ustedes suelen decir, todo puede suceder, Estoy confundido, no sé qué pensar, señor alcalde, Detenga la grabación, a sus jefes no les van a gustar las últimas palabras que ha pronunciado, y no vuelva a llamarme alcalde, por favor, Ya habíamos cerrado la cámara, Mejor para usted, así se evitan dificultades, Se dice que la manifestación irá desde aquí al palacio presidencial, Pregúntele a los organizadores, Dónde están, quiénes son, Supongo que todos y nadie, Tiene que haber una cabeza, esto no son movimientos que se organicen por sí mismos, la generación espontánea no existe y mucho menos en acciones en masa de esta envergadura, No había sucedido hasta hoy, Quiere decir que no cree que el movimiento de voto en blanco haya sido espontáneo, Es abusivo pretender inferir una cosa de la otra, Me da la impresión de que sabe mucho más de estos asuntos de lo que quiere aparentar, Siempre llega la hora en que descubrimos que sabíamos mucho más de lo que pensábamos, y ahora, déjeme, vuelva a su tarea, busque a otra persona a quien hacer preguntas, mire que el mar de cabezas ya ha comenzado a moverse, A mí lo que me asombra es que no se oiga un grito, un viva, un muera, una consigna que diga lo que la gente pretende, sólo este silencio amenazador que causa escalofríos en la columna, Reforme su lenguaje de película de terror, tal vez, a fin de cuentas, la gente simplemente se haya cansado de las palabras, Si la gente se cansa de las palabras me quedo sin trabajo, No dirá en todo el día cosa más acertada, Adiós, señor alcalde, De una vez por todas, no soy alcalde. La cabecera de la manifestación había girado un cuarto sobre sí misma, ahora subía la empinada calzada hacia una avenida larga y ancha al final de la cual torcerían a la derecha, recibiendo en el rostro, a partir de ahí, la caricia de la fresca brisa del río. El palacio presidencial estaba a dos kilómetros de distancia, todo por camino llano. Los reporteros habían recibido orden de dejar la manifestación y correr para tomar posiciones frente al palacio, pero la idea general, tanto en los cuarteles centrales de las redacciones, como entre los profesionales que trabajaban sobre el terreno, era que, desde el punto de vista del interés informativo, la cobertura había resultado una pura pérdida de tiempo y de dinero, o, usando una expresión más fuerte, una indecente patada en los huevos de la comunicación social, o, esta vez con delicadeza y finura, una no merecida desconsideración. Estos tíos ni para manifestaciones sirven, se decía, por lo menos que tiren una piedra, que quemen una efigie del presidente, que rompan unos cuantos cristales de las ventanas, que entonen un canto revolucionario de los de antiguamente, cualquier cosa que muestre al mundo que no están tan muertos como los que acaban de enterrar. La manifestación no les premió las esperanzas. Las personas llegaron y llenaron la plaza, estuvieron media hora mirando en silencio el palacio cerrado, después se dispersaron y, unos andando, otros en autobuses, otros compartiendo coches con desconocidos solidarios, se fueron a casa.