Authors: Patti Smith
Sus primeras cartas me parecieron un poco tristes, pero se animaron cuando contó que había visto
Cowboy de medianoche.
Robert no solía ir al cine, pero aquella película le caló hondo. «Trata de un vaquero que se prostituye en la calle Cuarenta y dos», me escribió, y la llamó «obra de arte». Se sintió profundamente identificado con el protagonista e introdujo el concepto de puto en su obra y, más adelante, en su vida. «Puto, puto, puto. Supongo que es lo que me va.»
A veces parecía perdido. Yo leía sus cartas y deseaba estar en casa, junto a él. «Patti, tenía muchísimas ganas de llorar —escribió—, pero mis lágrimas están dentro. Tengo una venda en los ojos que no las deja salir. Hoy no veo. Patti, no sé nada.»
Cogía el metro a Times Square y se mezclaba con los estafadores, proxenetas y prostitutas en lo que él llamaba «el jardín de la perversión». Se sacó una fotografía para mí en un fotomatón, con la chaqueta que yo le había regalado y una vieja gorra de la marina francesa calada hasta las cejas; siempre ha sido mi fotografía preferida de Robert.
En respuesta, le hice un dibujo collage titulado
Mi puto,
en el que utilicé una de sus cartas como componente. Aunque Robert me aseguraba que no tenía nada de que preocuparme, daba la impresión de que se estaba sumergiendo cada vez más en el hampa sexual que representaba en sus obras. Parecía sentirse atraído por la imaginería sadomasoquista («No estoy seguro de lo que significa todo eso, solo sé que es bueno»), y me describía obras tituladas
Pantalones superajustados
y dibujos donde laceraba a personajes sadomasoquistas con un cutter. «Le he puesto un gancho donde debería tener la polla, del que voy a colgar mi cadena de dados y calaveras.» Hablaba de utilizar vendas ensangrentadas y gasas adornadas con estrellas.
No perdía el tiempo. Filtraba aquel mundo a través de su propia estética. De una película titulada
Male Magazine
dijo que era «mero cine de explotación con un reparto íntegramente masculino». Cuando visitó Tool Box, un bar sadomasoquista, le pareció que solo era «un puñado de mierda y cadenas enormes colgadas de la pared, nada realmente excitante», y deseó poder diseñar un lugar así.
Conforme transcurrían las semanas, me preocupaba que no estuviera bien de salud. No era propio de él quejarse de su estado físico. «Tengo la boca hecha polvo —escribió—; las encías están blancas y me duelen.» A veces no tenía dinero suficiente para comer.
La posdata aún reflejaba su chulería: «Me han acusado de vestir como un puto, de tener mente de puto y cuerpo de puto».
«Te sigo queriendo como siempre», terminaba, y firmaba «Robert» con la «t» en forma de estrella azul, nuestro signo.
——>>*<<——
Mi hermana y yo regresamos a Nueva York el 21 de julio. Todo el mundo hablaba de la luna. Un hombre había caminado por ella, pero yo apenas me enteré.
Cargada con mi bolsa de lona y mi portafolios, encontré el loft donde Robert se alojaba, en Delancey Street, debajo del puente Williamsburg. Él se alegró muchísimo de verme, pero lo encontré muy desmejorado. Sus cartas no me habían preparado del todo para su mal estado de salud. Tenía una gingivitis ulcerosa aguda y fiebre alta, y había adelgazado. Intentaba disimular su debilidad, pero, cada vez que se levantaba, se mareaba. No obstante, había sido productivo.
Estábamos solos; sus compañeros de piso se habían ido a Fire Island ese fin de semana. Le leí algunos de mis nuevos poemas y él se durmió. Me paseé por el loft. La obra que tan gráficamente me había descrito en sus cartas estaba diseminada por el suelo encerado. Su confianza en ella estaba justificada. Era buena. Sexo masculino. También había una composición sobre mí, con el sombrero de paja en un campo de rectángulos naranjas.
Ordené sus cosas. Sus lápices de colores, sacapuntas metálicos, restos de revistas para hombres, estrellas doradas y gasa. Luego, me acosté a su lado y reflexioné sobre cuál sería mi siguiente paso.
Antes de que amaneciera, nos despertaron una serie de disparos y gritos. La policía nos ordenó que cerráramos con llave y no saliéramos durante unas horas. Habían asesinado a un joven delante de nuestra puerta. A Robert le horrorizó que hubiéramos estado tan cerca del peligro la noche de mi regreso.
Por la mañana, al abrir la puerta, me impresionó ver la silueta del cuerpo de la víctima dibujada con tiza. «No podemos quedarnos aquí», dijo Robert. Estaba preocupado por nuestra seguridad. Lo dejamos casi todo —mi bolsa de lona con mis recuerdos de París, su material de trabajo y su ropa—; nos llevamos únicamente nuestra posesión más valiosa: los portafolios. Cruzamos la ciudad hasta el hotel Allerton de la Octava Avenida, conocido por lo baratas que eran sus habitaciones.
Aquellos días señalaron el punto más bajo de nuestra vida en común. No recuerdo cómo nos orientamos para llegar al hotel. Era un lugar horrible, oscuro y descuidado, con ventanas llenas de polvo que daban a una calle ruidosa. Robert me dio veinte dólares que había ganado trasladando pianos; los gastamos casi todos en la fianza de la habitación. Compré leche, pan y mantequilla de cacahuete, pero no pudimos comer. Me senté junto a la cama de hierro y lo observé mientras sudaba y tiritaba. Los muelles rotos del viejo colchón atravesaban la sábana llena de manchas. La habitación hedía a orines y a líquido fumigador, y el papel pintado se desprendía de la pared como la piel muerta en verano. No había agua corriente en el lavabo corroído, solo alguna que otra gota que caía durante la noche.
Pese a su enfermedad, Robert quiso hacer el amor y nuestra unión quizá lo reconfortó, porque dejó de sudar. Por la mañana, salió al pasillo para ir al baño y regresó visiblemente alterado. Había manifestado signos de gonorrea. Su sentimiento de culpa y su temor a haberme contagiado lo angustiaron todavía más.
Por suerte, se pasó la tarde durmiendo mientras yo deambulaba por los pasillos. El hotel estaba lleno de indigentes y yonquis. Los hoteles baratos no me eran ajenos. En Pigalle, mi hermana y yo nos habíamos alojado en un sexto piso sin ascensor, pero nuestra habitación estaba limpia y hasta era acogedora, con una romántica vista de los tejados de París. Aquel sitio no tenía nada de romántico, atestado de hombres medio desnudos que intentaban encontrarse una vena en extremidades infestadas de llagas. Todo el mundo tenía la puerta abierta porque hacía muchísimo calor y me veía obligada a apartar la mirada mientras iba y venía del baño para mojar paños que ponía a Robert en la frente. Me sentía como una niña en un cine que cierra los ojos para no ver la escena de la ducha de
Psicosis.
Era la única imagen que hacía reír a Robert.
Su almohada estaba plagada de piojos que se mezclaban con sus enredados rizos oscuros. Yo había visto muchos piojos en París y pude al menos relacionarlos con el mundo de Rimbaud. Aquella almohada, manchada y llena de bultos, era más lamentable todavía.
Fui a buscar agua para Robert y una voz me llamó desde la puerta de enfrente. Costaba saber si era de hombre o mujer. Al mirar, vi a un travestido un poco decrépito con un andrajoso vestido de gasa sentado al borde de la cama. Me sentí segura con él mientras me contaba su historia. Había sido bailarín clásico, pero ahora era un adicto a la morfina, una mezcla de Nureyev y Artaud. Seguía teniendo las piernas musculosas, pero le faltaban casi todos los dientes. Cuán magnífico debió de ser con sus cabellos dorados, hombros anchos y pómulos altos. Me senté junto a la puerta, la única espectadora de su onírica representación, donde bailó etéreamente por el pasillo como Isadora Duncan con su vaporoso vestido de gasa mientras cantaba una versión atonal de «Wild is the Wind».
Me contó las historias de algunos de sus vecinos, habitación por habitación, y qué habían sacrificado por el alcohol y las drogas. Yo no había visto jamás tanto sufrimiento colectivo ni tantas esperanzas rotas, tantas almas melancólicas que se habían destrozado la vida. Él parecía regir sobre todas ellas mientras lamentaba dulcemente su propia carrera fallida y bailaba por los pasillos con el pálido vestido de gasa.
Sentada junto a Robert, examinando nuestro destino, casi lamenté nuestro afán de ser artistas. Los voluminosos portafolios apoyados en la sucia pared, el mío rojo con cintas grises, el suyo negro con cintas negras, parecían una pesada carga material. A veces, incluso en París, deseaba abandonarlo todo en una callejuela y ser libre. Pero, cuando desataba las cintas y contemplaba nuestra obra, sabía que íbamos por buen camino. Solo necesitábamos un poco de suerte.
Por la noche, Robert, por lo general tan estoico, gritó. Le habían salido flemones, estaba muy congestionado y empapado en sudor. Fui en busca del ángel morfinómano. «¿Tienes algo para él? —le supliqué—. ¿Algo para aliviarle el dolor?» Intenté romper su velo narcótico. Él me regaló un momento de lucidez y vino a nuestra habitación. Robert estaba delirando debido a la fiebre. Creí que iba a morir.
«Tienes que llevarlo a un médico —dijo el ángel morfinómano—. Tenéis que iros de aquí. Este sitio no es para vosotros.» Lo miré a la cara. Todo lo que había experimentado estaba en aquellos apagados ojos azules. Por un momento, se encendieron. No por él, sino por nosotros.
No teníamos dinero suficiente para pagar el hotel. Al despuntar el alba, desperté a Robert y le ayudé a vestirse y a bajar por la escalera de incendios. Lo dejé en la acera y volví a subir para coger nuestros portafolios. Todo lo que teníamos.
Cuando alcé la vista vi a algunos de los desdichados residentes agitando pañuelos. Estaban asomados a las ventanas y gritaban «Adiós, adiós» a las criaturas que huían del purgatorio de su existencia.
Paré un taxi. Robert se subió, seguido de los portafolios. Antes de entrar, miré por última vez el patético esplendor de aquella escena, las manos despidiéndonos, el siniestro cartel luminoso del hotel y el ángel morfinómano cantando desde la escalera de incendios.
Robert apoyó la cabeza en mi hombro. Percibí que parte de la tensión abandonaba su cuerpo.
—Todo va a ir bien —dije—. Recuperaré mi trabajo y te pondrás mejor.
—Vamos a conseguirlo, Patti —dijo él.
Prometimos no volver a separarnos hasta que ambos supiéramos que estábamos preparados para valemos por nosotros mismos. Y mantuvimos aquella promesa durante todo lo que aún nos quedaba por vivir.
—Hotel Chelsea —dije al conductor, hurgándome los bolsillos para encontrar monedas, no del todo segura de poder pagarle.
Estoy sentada en el vestíbulo, fumando Kools y leyendo novelas policíacas baratas como el mismísimo Mike Hammer mientras espero a William Burroughs. Él llega vestido de punta en blanco con una gabardina oscura, un traje gris y corbata. Me quedo unas cuantas horas en mi puesto escribiendo poemas. Él sale tambaleándose de El Quixote, un poco borracho y desarreglado. Le enderezo la corbata y le paro un taxi. Es nuestra tácita rutina.
Entretanto, observo el movimiento. Vigilo el tráfico que circula por el vestíbulo, en cuyas paredes hay colgadas feas obras de arte. Mamotretos invasivos que los clientes endilgan a Stanley Bard a cambio del alquiler. El hotel es un refugio desesperado pero animado para montones de jóvenes con talento de todas las capas sociales. Guitarristas callejeros y bellezas drogadas con vestidos Victorianos. Poetas heroinómanos, dramaturgos, cineastas arruinados y actores franceses. Todas las personas que pasan por aquí son alguien, aunque no sean nadie en el mundo exterior.
El ascensor es lento. Me bajo en la séptima planta para ver si está Harry Smith. Pongo la mano en el pomo de la puerta, no percibo nada salvo silencio. Las paredes amarillas tienen un aire institucional, como un reformatorio. Utilizo las escaleras y regreso a nuestra habitación. Orino en el baño del pasillo que compartimos con presos desconocidos. Abro la puerta. No hay rastro de Robert a excepción de una nota en el espejo. «He ido a la calle Cuarenta y dos. Te quiero. Azul.» Veo que ha ordenado sus cosas. Revistas para hombres muy bien apiladas. La tela metálica enrollada y atada y los botes de pintura en spray alienados debajo del lavabo.
Enciendo la plancha eléctrica. Cojo agua del grifo. Hay que dejarla correr durante un rato porque sale marrón. Solo es óxido y minerales, a decir de Harry. Mis cosas están en el cajón de abajo. Cartas de tarot, cintas de seda, un bote de Nescafé y mi taza —una reliquia de infancia con el retrato de tío Wiggily, el caballero conejo—. Saco mi Remington de debajo de la cama, coloco bien la cinta y meto un folio en blanco. Hay mucho sobre lo que informar.
Robert estaba sentado en una silla debajo de un Larry Rivers en blanco y negro. Tenía la tez palidísima. Me arrodillé y le cogí la mano. El ángel morfinómano había dicho que, a veces, podías conseguir habitación en el hotel Chelsea a cambio de arte. Mi intención era ofrecer nuestra obra. Pensaba que los dibujos que había hecho en París tenían fuerza, y no cabía duda de que la obra de Robert eclipsaba todo lo que adornaba el vestíbulo. Mi primer obstáculo sería Stanley Bard, el director del hotel.
Entré en su despacho con mucha calma, dispuesta a convencerlo de nuestras virtudes. De inmediato, me indicó que saliera mientras continuaba una conversación telefónica que parecía interminable. Salí, me senté en el suelo al lado de Robert y calibré la situación.
Harry Smith apareció de repente, como si se hubiera escindido de la pared. Tenía el pelo cano, la barba enmarañada, y me miró con unos ojos brillantes y curiosos agrandados por sus gafas negras con montura de pasta. «¿Quién eres tienes dinero sois gemelos por qué lleváis una cinta en la muñeca?»
Estaba esperando a su amiga Peggy Biderman con la esperanza de que pudiera invitarlo a comer. Pese a estar centrado en su problema, pareció que se ponía en nuestra piel y se preocupó de inmediato por Robert, que apenas se mantenía erguido.
Se quedó plantado delante de nosotros, un poco cheposo, con una andrajosa chaqueta de tweed, pantalones de algodón y botas militares, ladeando la cabeza como un sabueso muy inteligente. Aunque solo tenía cuarenta y cinco años, parecía un viejo con un perpetuo entusiasmo infantil. Harry era venerado por su
Antología de la música folk americana
y todo el mundo, del guitarrista menos conocido a Bob Dylan, estaba influido por ella. Robert se encontraba demasiado mal para hablar con Harry y yo diserté sobre la música de los Apalaches mientras esperaba a que el señor Bard me recibiera. Harry mencionó que estaba rodando una película inspirada en Bertolt Brecht y yo le recité parte de «Pirata Jenny». Aquello selló nuestra amistad, aunque le decepcionó un poco que no tuviéramos dinero. Me siguió por el vestíbulo, diciendo: