Éramos unos niños (14 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Sandy había pasado mucho tiempo trabajando en Inglaterra, en el Londres de Mary Quant, las gabardinas de plástico y Syd Barrett. Llevaba las uñas largas, y su técnica para levantar el brazo del tocadiscos sin estropearse la manicura me maravillaba. Hacía fotografías sencillas y elegantes y siempre tenía una cámara Polaroid a mano. Fue Sandy quien prestó a Robert su primera cámara Polaroid y asumió el papel de crítica valiosa y confidente cuando él comenzó a hacer sus propias fotografías. Sandy nos apoyaba a los dos y fue capaz de asimilar, sin juzgarlas, las transiciones que Robert experimentó como hombre y como artista.

Su habitación encajaba mejor con Robert que conmigo, pero era un refugio agradable tras el caos de nuestro cuartito. Si necesitaba ducharme o simplemente quería abstraerme en un entorno luminoso y espacioso, su puerta siempre estaba abierta. A menudo me sentaba en el suelo junto a mi objeto preferido, un gran cuenco de plata repujada parecido a un brillante tapacubos con una gardenia flotando en el centro. Escuchaba
Beggars Banquet
hasta la saciedad mientras su fragancia impregnaba la habitación casi vacía.

También trabé amistad con un músico que se llamaba Matthew Reich. Su habitación era de lo más sobrio, con nada propio salvo una guitarra acústica y un cuaderno cuadriculado blanquinegro que contenía las letras de sus canciones y observaciones deslavazadas escritas a una velocidad inhumana. Era enjuto y fuerte, y estaba visiblemente obsesionado con Bob Dylan. Todo en él —su pelo, su indumentaria y su conducta— reflejaba el estilo de
Bringing It All Back Home.
Se había casado con la actriz Geneviéve Waïte tras un brevísimo noviazgo. Ella enseguida advirtió que Matthew, pese a su inteligencia, estaba un poco trastornado y no era pariente de Bob Dylan. Se fugó con Papa John de The Mamas & The Papas y dejó a Matthew merodeando por los pasillos del hotel vestido con una camisa elegante y pantalones de pinzas.

Aunque se parecía a Bob Dylan, no había nadie como Matthew. Robert y yo le teníamos cariño, pero Robert solo lo toleraba en pequeñas dosis. Matthew fue el primer músico que conocí en Nueva York. Podía identificarme con su obsesión por Dylan y viéndolo componer una canción, crecía mi ilusión por convertir mis poemas en canciones.

Nunca supe si la rapidez con que hablaba se debía a las anfetaminas o a su mente hiperactiva. Su lógica incomprensible a menudo me conducía a callejones sin salida o me llevaba por un laberinto interminable. Me sentía como Alicia con el Sombrerero Loco mientras intentaba entender sus chistes sin gracia, y me veía obligada a volver sobre mis pasos por el suelo ajedrezado para refugiarme en la lógica de mi peculiar universo.

Tuve que trabajar muchas horas para compensar el adelanto que me habían dado en Scribner's. Al cabo de un tiempo, me ascendieron y mi jornada comenzaba incluso más temprano. Me despertaba a las seis y caminaba hasta la Sexta Avenida, donde cogía el metro hasta Rockefeller Center. El billete costaba veinte centavos. A las siete, abría la caja de caudales, llenaba las cajas registradoras y lo preparaba todo para el nuevo día, alternándome con el encargado de la caja. Ganaba un poco más, pero prefería tener mi propio departamento y hacer pedidos. Terminaba de trabajar a las siete y, por lo general, volvía a casa andando.

Robert me abría la puerta, impaciente por enseñarme sus progresos. Una noche, después de leer mi cuaderno, concibió un tótem para Brian Jones. Tenía forma de flecha, con pelo de conejo por el Conejo Blanco, una frase del osito Winnie y un minúsculo retrato de Brian. Lo terminamos juntos y lo colgamos sobre nuestra cama.

«Nadie ve como nosotros, Patti», repitió. Siempre que decía cosas como aquella, por un mágico instante, era como si fuéramos las dos únicas personas en el mundo.

Robert pudo por fin extraerse las muelas del juicio impactadas. Se sintió mal durante unos días, pero también estaba aliviado. Era fuerte, pero propenso a contraer infecciones, de modo que yo lo seguía a todas partes con agua salada tibia para mantenerle los huecos limpios. Él se aclaraba la boca, pero fingía que se enfadaba. «Patti —decía—, eres como una sirena de Ben Casey con tus tratamientos de agua salada.»

Harry, que a menudo nos pisaba los talones, estaba de acuerdo conmigo. Señaló la importancia de la sal en los experimentos de alquimia y, al instante, sospechó que yo tramaba hacer algo sobrenatural.

«Sí —dije—. Voy a convertir sus empastes en oro.»

Hubo risas. Un ingrediente imprescindible para sobrevivir. Y nos reíamos mucho.

——>>*<<——

Se percibía una vibración en el ambiente, una sensación de aceleramiento. Había comenzado con la luna, tan inaccesible y poética. Ahora, el hombre había caminado por ella, suelas de goma pisando una perla de los dioses. Quizá fuera la conciencia de que el tiempo pasaba, de que era el último verano de la década. A veces, yo solo quería levantar las manos y parar. Pero ¿parar qué? Mi maduración, tal vez.

La luna estaba en la portada de la revista
Life,
pero los titulares de todos los periódicos pregonaban los brutales asesinatos de Sharon Tate y sus amigos. Los asesinatos de Manson no encajaban con ninguna de las imágenes de un crimen sacadas del cine negro, pero eran la clase de noticias que avivaban la imaginación de los residentes del hotel. Casi todos estaban obsesionados con Charles Manson. Al principio, Robert repasó la información con Harry y Peggy, pero yo no soportaba hablar del tema. Los últimos momentos de Sharon Tate me obsesionaban pues imaginaba su horror al saber que estaban a punto de asesinar a su hijo nonato. Me refugié en mis poemas, que escribí en un cuaderno naranja. La imagen de Brian Jones flotando boca abajo en una piscina era la dosis máxima de tragedia que podía asimilar.

Robert estaba fascinado con la conducta humana, con lo que impulsaba a personas que parecían normales a cometer actos criminales. Siguió las noticias sobre Manson, pero su curiosidad disminuyó conforme la conducta de Manson se volvía más excéntrica. Cuando Matthew le enseñó la fotografía de un periódico donde aparecía con una «X» grabada en la frente, Robert copió la «X» y la utilizó como símbolo en un dibujo.

«La "X" me interesa, pero Manson no —dijo a Matthew—. Está loco. La locura no me interesa.»

Una o dos semanas después, entré en El Quixote buscando a Harry y Peggy. Era un bar restaurante contiguo al hotel que estaba comunicado con el vestíbulo por una puerta, por eso lo considerábamos nuestro bar, como les había ocurrido a muchos desde hacía décadas. Dylan Thomas, Terry Southern, Eugene O'Neill y Thomas Wolfe eran algunos de los clientes que habían bebido más de la cuenta en El Quixote.

Yo llevaba un vestido azul marino de lunares blancos y un sombrero de paja, mi conjunto de
Al este del Edén.
A mi izquierda, Janis Joplin estaba conversando con su banda en una mesa. A mi derecha vi a Grace Slick con Jefferson Airplane y a componentes de Country Joe & The Fish. En la última mesa, delante de la puerta, estaba Jimi Hendrix con la cabeza gacha, comiendo con el sombrero puesto, delante de una rubia. Había músicos por doquier, sentados a las mesas con montañas de gambas con salsa verde, paella, jarras de sangría y botellas de tequila.

Pese a mi asombro, no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi casa y El Quixote mi bar. No había guardias de seguridad ni ningún trato de privilegio. Estaban allí por el festival de Woodstock, pero yo estaba tan encerrada en el hotel que no era consciente del festival ni de qué significaba.

Grace Slick se levantó y pasó por mi lado. Llevaba un vestido indio hasta los pies y tenía los ojos violetas como Liz Taylor.

—Hola —dije, advirtiendo que yo era más alta.

—Hola —respondió ella.

Cuando regresé a mi habitación, sentí una inexplicable afinidad con aquellas personas, aunque no tenía forma de interpretar tal sentimiento. Jamás habría podido predecir que un día tomaría su camino. En aquella época, aún era una larguirucha dependienta de librería de veintidós años que lidiaba con varios poemas inconclusos.

Esa noche, demasiado excitada para dormir, me pareció que había infinitas posibilidades dando vueltas sobre mi cabeza. Miré el techo de escayola como había hecho de niña. Me pareció que los vibrantes dibujos se perfilaban.

El mandala de mi vida.

——>>*<<——

El señor Bard nos devolvió los portafolios. Abrí la puerta y los vi apoyados en la pared, el negro con cintas negras, el rojo con cintas grises. Los abrí y examiné todos los dibujos con detenimiento. Ni siquiera tenía la certeza de que Bard los hubiera mirado. Desde luego, si lo había hecho, no los había visto con mis ojos. Cada dibujo, cada collage, rea firmó mi fe en nuestra capacidad. Nuestra obra era buena. Nos merecíamos estar allí.

A Robert le disgustó que Bard no aceptara nuestro arte como recompensa. Estaba preocupado por cómo nos las íbamos a arreglar poi que esa tarde habían anulado las dos mudanzas que tenía. Estaba tum bado en la cama con la camiseta blanca, el pantalón de peto y las sandalias, con un aspecto muy parecido al día en que nos conocimos. Pero cuando abrió los ojos para mirarme, no sonrió. Eramos como pescadores que echaban las redes. Estas eran resistentes, pero a menudo regresábamos a puerto con las manos vacías. Yo pensaba que teníamos que redoblar esfuerzos y encontrar a alguien que invirtiera en Robert. Al igual que Miguel Ángel, él solo necesitaba un Papa a su medida. Con la cantidad de personas influyentes que cruzaban las puertas del Chelsea, cabía la posibilidad de que un día consiguiéramos un mecenas. En el hotel, la vida era un mercado abierto donde todo el mundo tenía algo propio que vender.

Entretanto, acordamos olvidar nuestras preocupaciones por esa noche. Cogimos unas monedas de nuestros ahorros y caminamos hasta la calle Cuarenta y dos. Nos detuvimos en un fotomatón de Playland para hacernos retratos: cuatro por veinticinco centavos. Compramos un perrito caliente y un refresco de papaya en Benedict's y nos mezclamos con la multitud. Marineros de permiso, prostitutas, desertores, turistas explotados y víctimas diversas de abducciones alienígenas. Era un malecón urbano con bingos, quioscos de recuerdos, restaurantes cubanos, clubes de estriptís y tiendas de empeño que no cerraban. Por cincuenta centavos era posible dormir en una sucia butaca de un cine y ver películas extranjeras combinadas con porno blando.

Visitamos los puestos de libros usados que vendían grasientas noveluchas y revistas picantes. Robert siempre andaba buscando material para sus collages, y yo, tratados sobre ovnis o novelas policíacas con portadas llamativas. Conseguí la novela
Yonqui
de William Burroughs, editada por Ace Books y firmada con su seudónimo William Lee, que no vendí nunca. Robert encontró unas cuantas páginas sueltas de un portafolio de bocetos de muchachos arios con gorras negras de cuero dibujados por Tom de Finlandia.

Por solo un par de dólares, tuvimos suerte los dos. Regresamos a casa cogidos de la mano. Por un momento, me rezagué para verlo caminar. Sus andares de marinero siempre me conmovían. Sabía que algún día yo me detendría y él seguiría caminando, pero, hasta entonces, nada podría separarnos.

El último fin de semana del verano fui a Nueva Jersey para visitar a mis padres. Caminé hasta Port Authority y me subí al autobús de muy buen humor, con ganas de ver a mi familia y visitar las librerías de viejo de Mullica Hill. A todos nos gustaba leer y yo solía encontrar algún libro que revendía en Nueva York. Encontré una primera edición de
Doctor Martirio
rubricada por William Faulkner.

En casa de mis padres reinaba un desánimo poco habitual. Mi hermano iba a alistarse en la Marina y mi madre, pese a ser profundamente patriótica, estaba consternada por la posibilidad de que Todd fuera enviado a Vietnam. La matanza de My Lai había afectado muchísimo a mi padre. «La inhumanidad del hombre hacia el hombre», solía decir, citando a Robert Burns. Lo vi plantar un sauce llorón en el patio. Parecía simbolizar su dolor por el camino que había tomado nuestro país.

Más adelante, la gente diría que el asesinato perpetrado en diciembre durante el concierto organizado por los Rolling Stones en Altamont señaló el fin del idealismo de los años sesenta. Para mí, enfatizó la dualidad del verano de 1969, Woodstock y el culto a Manson, nuestro caótico baile de máscaras.

——>>*<<——

Robert y yo nos levantamos temprano. Habíamos ahorrado un poco de dinero para nuestro segundo aniversario. Yo había preparado la ropa la noche anterior, lavándola y aclarándola en el lavabo. Él la había escurrido, porque tenía más fuerza en las manos, y la había colgado en la cabecera de hierro que utilizábamos como tendedero. Con objeto de vestirse para la ocasión, había desmontado una de sus obras, que consistía en dos camisetas negras estiradas en un marco vertical. Yo había vendido el libro de Faulkner y, además de pagar el alquiler de una semana, le había comprado un sombrero borsalino en JJ Hat Center de la Quinta Avenida. Era un sombrero flexible. Lo observé mientras se peinaba y se lo probaba de distintas formas delante del espejo. Estaba claramente complacido mientras se pavoneaba con su regalo de aniversario.

Metió el libro que yo estaba leyendo, mi jersey, sus cigarrillos y una botella de soda en un saco blanco. No le importó llevarlo, porque le daba un aire de marinero. Cogimos la línea F del metro y nos bajamos al final.

El trayecto a Coney Island siempre me gustaba. El mero hecho de llegar al mar en metro me parecía increíblemente mágico. Estaba sumergida en una biografía de Caballo Loco cuando regresé al presente y miré a Robert. Era como un personaje de
Brighton Rock
con su sombrero típico de los años cuarenta, la camiseta negra de redecilla y las sandalias.

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