Éramos unos niños (13 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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—¿Estás segura de que no eres rica?

—Los Smith nunca somos ricos —dije. Él pareció desconcertado.

—¿Estás segura de que te apellidas Smith?

—Sí —respondí—, e incluso más de que somos parientes.

El señor Bard me dio permiso para volver a entrar en su despacho. Opté por adoptar un enfoque positivo. Le dije que estaba a punto de recibir un adelanto de mi jefe pero iba a darle la oportunidad de adquirir obras de arte que valían mucho más que la habitación. Canté las alabanzas de Robert y le ofrecí nuestros portafolios como garantía. Bard no lo tenía claro, pero me concedió el beneficio de la duda. No sé si la idea de ver nuestra obra significaba algo para él, pero pareció impresionado con mi supuesto empleo. Nos estrechamos la mano y me dio la llave. Habitación 1.017. Cincuenta y cinco dólares semanales por vivir en el hotel Chelsea.

Peggy había llegado y me ayudaron a subir a Robert. Abrí la puerta. La habitación 1.017 era famosa por ser la más pequeña del hotel, una habitación de color azul celeste con una cama metálica blanca cubierta por una colcha crema de felpilla. Había un lavabo y un espejo, una cómoda pequeña y un televisor en blanco y negro portátil colocado en el centro de un gran tapete descolorido. Robert y yo no habíamos tenido nunca televisor y permaneció desenchufado durante toda nuestra estancia, un talismán futurista y no obstante obsoleto.

Había un médico en el hotel y Peggy me dio su número. Teníamos una habitación limpia y una mano amiga. Por encima de todo, el Chesea era el lugar donde Robert se recuperaría. Estábamos en casa.

Vino el médico y yo esperé fuera. La habitación era demasiado pequeña para los tres y no quería ver cómo le ponía una inyección a Robert. Le administró una fuerte dosis de tetraciclina, nos extendió varias recetas e insistió en que me hiciera una prueba. Robert estaba desnutrido, tenía mucha fiebre y padecía una gingivitis ulcerosa aguda y gonorrea. Teníamos que ponernos una tanda de inyecciones y habría que dar parte de que habíamos contraído una enfermedad venérea. El médico dijo que podíamos pagarle más adelante.

Acepté mal la probabilidad de haber contraído una enfermedad venérea que un desconocido había contagiado a Robert. No eran celos; se trataba más bien de que me sentía impura. Todo el Jean Genet que había leído tenía un aire de santidad que no incluía la gonorrea. Aquello se vio agravado por mi fobia a las agujas cuando el médico mencionó la tanda de inyecciones. Pero tuve que dejar a un lado mis dudas. Mi primera preocupación era el bienestar de Robert y él estaba demasiado enfermo para echarle nada en cara.

Permanecí a su lado, sentada en silencio. Qué distinta parecía la luz del hotel Chelsea cuando iluminaba nuestras cosas. No era luz natural, sino luz vertida por la lámpara y la bombilla del techo, intensa e implacable, pero parecía impregnada de una energía única. Robert estaba cómodamente acostado y le dije que no se preocupara, que volvía enseguida. No iba a abandonarlo. Teníamos nuestra promesa.

Eso significaba que no estábamos solos.

Salí del hotel y me detuve delante de la placa que honraba al poeta Dylan Thomas. Esa misma mañana habíamos escapado del infernal hotel Allerton y ya teníamos una habitación pequeña pero limpia en uno de los hoteles más históricos de Nueva York. Inspeccioné nuestro territorio inmediato. En 1969, la calle Veintitrés entre las avenidas Séptima y Octava aún tenía un ambiente de posguerra. Pasé por delante de una tienda de artículos de pesca, otra de discos usados con elepés de jazz parisino apenas visibles tras los polvorientos cristales del escaparate, un Automat bastante grande y el bar Oasis, con un cartel luminoso de una palmera. En la otra acera había una biblioteca pública junto a un espacioso centro de la Asociación de Jóvenes Cristianos.

Me dirigí al este, doblé por la Quinta Avenida y puse rumbo a la calle Cuarenta y ocho, donde estaba Scribner's. Aunque mi excedencia había sido larga, estaba segura de que volverían a contratarme. Regresaba sin muchas ganas, pero, considerando nuestra situación, Scribner's era una verdadera salvación. Mis jefes me saludaron afectuosamente y bajamos al sótano, donde compartí café y bollos de canela y los entretuve con anécdotas de la vida en las calles de París, acentuando los aspectos cómicos de nuestras desventuras, y terminé contratada. Además, me ofrecieron un adelanto para mis gastos inmediatos y el alquiler de una semana, lo cual impresionó muchísimo al señor Bard. No había abierto nuestros portafolios, pero los guardó para considerarlo en un futuro, así que aún cabía la posibilidad de que acabara pactando.

Llevé a Robert un poco de comida. Era lo primero que ingería desde mi regreso. Le expliqué cómo me había ido con Scribner's y con Bard. Nos asombramos de todo lo que había sucedido y recordamos nuestra pequeña odisea de la calamidad a la calma. Luego se quedó callado. Yo sabía qué estaba pensando. No decía que lo sentía, pero yo sabía que lo hacía. Se preguntaba, con la cabeza apoyada en mi hombro, si me habría ido mejor quedándome en París. Pero yo había regresado. Al final, como mejor estábamos era juntos.

Yo sabía cuidar de él. Se me daba bien atender a los enfermos, conseguir que les bajara la fiebre, porque lo había aprendido de mi madre. Permanecí a su lado mientras conciliaba el sueño. Estaba cansada. Mi vuelta a casa había dado un giro difícil, pero las cosas se estaban resolviendo y no me arrepentía de nada. Estaba ilusionada. Me quedé escuchando su respiración mientras la luz nocturna bañaba su almohada. Percibí la fuerza de nuestra unión en el hotel dormido. Hacía dos años, él me había rescatado cuando apareció de improviso en el parque Tompkins Square. Ahora lo había rescatado yo. En eso estábamos empatados.

Unos días después fui a Clinton Street para saldar cuentas con Jimmy Washington, nuestro antiguo casero. Subí las toscas escaleras de piedra por última vez. Sabía que jamás regresaría a Brooklyn. Aguardé un momento ante su puerta mientras me preparaba para llamar. Oí la canción «Devil in a Blue Dress» y a Jimmy Washington hablando con su señora. Abrió la puerta despacio y se sorprendió de verme. Había recogido las cosas de Robert, pero era evidente que se había encariñado de casi todas las mías. No pude evitar reírme al entrar en su casa. Mi caja taraceada con mis fichas de póquer azules, mi clíper con las velas hechas a mano y mi abigarrada infanta de escayola adornaban la repisa de su chimenea. Mi pañuelo mexicano cubría la voluminosa silla de madera que yo había lijado y repintado con barniz blanco. La llamaba mi silla de Jackson Pollock porque se parecía a una silla de jardín que había visto en una fotografía de la casa que Jackson Pollock y Lee Krasner tenían en Springs.

«Te lo estaba guardando todo —dijo Jimmy, un poco azorado—. No tenía la certeza de que volvieras.» Me limité a sonreír. Calentó café y llegamos a un acuerdo. Le debía el alquiler de tres meses: ciento ochenta dólares. Podía quedarse con la fianza de sesenta dólares y mis cosas y estaríamos en paz. Él había recogido los libros y los discos. Vi
Nashville Skyline
encima del montón. Robert me lo había regalado antes de que me fuera a París y yo había puesto «Lay Lady Lay» hasta la saciedad. Reuní mis cuadernos y entre ellos encontré el libro
Ariel
de Sylvia Plath, que Robert me compró cuando nos conocimos. Se me encogió fugazmente el corazón porque sabía que aquella etapa inocente de nuestra vida ya había pasado. Me metí un sobre en el bolsillo con las fotografías en blanco y negro de
Mujer I
que había sacado en el MoMA, pero dejé mis intentos fallidos de pintar su retrato, rollos de lienzo manchados de ocre, rosas y verde, recuerdos de una ambición pasada. Tenía demasiada curiosidad en el futuro para mirar atrás.

Al irme, vi uno de mis dibujos colgado en la pared. Si Bard no entendía mi arte, al menos lo hacía Jimmy Washington. Me despedí de mis pertenencias. Eran más apropiadas para él y para Brooklyn. Sin duda, siempre hay cosas nuevas.

——>>*<<——

Aunque agradecía tener trabajo, volví a Scribner's muy a desgana. Estar en París por mi cuenta me había permitido moverme a mi antojo y me costó adaptarme. Mi amiga Janet se había mudado a San Francisco, de modo que había perdido a mi confidente poeta.

Con el tiempo, las cosas mejoraron al trabar amistad con Ann Powell. Tenía el cabello largo y castaño, tristes ojos oscuros y una melancólica sonrisa. Annie, como yo la llamaba, también era poeta, pero prefería lo autóctono. Adoraba a Frank O'Hara y el cine negro, y me llevaba a rastras hasta Brooklyn para ver películas protagonizadas por Paul Muni y John Garfield. Escribíamos atrevidos guiones para filmes de la serie B y yo representaba todos los papeles para divertirla durante el descanso para comer. Ocupábamos nuestro tiempo libre en rastrear las tiendas de ropa usada en busca del jersey negro de cuello alto ideal, el par de guantes blancos de cabritilla perfecto.

Annie había estudiado en un colegio de monjas de Brooklyn, pero adoraba a Maiakovski y a George Raft. Yo estaba encantada de tener a alguien con quien hablar de poesía y de novela negra, y discutir sobre los respectivos méritos de Robert Bresson y Paul Schrader.

En Scribner's ganaba en torno a setenta dólares semanales. Una vez pagado el alquiler, lo que nos quedaba se nos iba en comida. Tenía que aumentar nuestros ingresos e investigué otras formas de ganarme la vida aparte de fichar. Iba a las librerías de viejo en busca de libros que vender. Tenía buen ojo y, por unos pocos dólares, encontraba libros infantiles raros y primeras ediciones rubricadas que revendía por mucho más. Los beneficios de un ejemplar inmaculado de
El amor y el señor Lewisham,
dedicado por H. G. Wells, financiaron el alquiler y los billetes de metro de una semana.

En una de mis expediciones, encontré para Robert un ejemplar poco usado del
Index Book
de Andy Warhol. Le gustó pero se puso nervioso, pues también pensaba hacer un libro de desplegables. El
Index Book
contenía imágenes de Billy Name, el autor de las clásicas fotografías de la Factoría de Warhol. Incluía un castillo desplegable, un acordeón rojo sonoro, un biplano desplegable y un dodecaedro con el torso velloso. Robert creía que él y Andy seguían trayectorias paralelas. «Es bueno —dijo—. Pero el mío será mejor.» Estaba impaciente por levantarse y ponerse a trabajar. «No puedo quedarme en la cama —dijo—. Estoy perdiendo el tren.»

Robert estaba inquieto, pero tuvo que seguir en cama porque no podían extraerle las muelas del juicio afectadas hasta que la infección y la fiebre hubieran remitido. Detestaba estar enfermo. Se levantaba demasiado pronto y recaía. No tenía mi visión decimonónica de la convalecencia como una oportunidad para quedarse en la cama con fiebre leyendo libros o escribiendo largos poemas.

Cuando nos registramos yo no tenía idea de cómo sería vivir en el hotel Chelsea, pero me di cuenta de que terminar allí había sido un formidable golpe de suerte. Con lo que pagábamos, podríamos haber alquilado un piso bastante grande en el East Village, pero vivir en aquel hotel excéntrico y maldito nos daba sensación de seguridad y una educación excepcional. La buena voluntad que nos rodeaba demostraba que los Hados estaban conspirando para ayudar a sus entusiastas criaturas.

Robert tardó un tiempo, pero cuando estuvo más fuerte y recuperado se espabiló en Manhattan como yo me había curtido en París. Pronto salió a buscar trabajo. Los dos sabíamos que era incapaz de tener ninguno estable, pero aceptaba todos los empleos ocasionales que le ofrecían. El que más detestó fue llevar y traer obras de arte de las galerías. Le fastidiaba trabajar para artistas que sentía inferiores a él, pero le pagaban al contado. Dejábamos todos los centavos que nos sobraban en el fondo de un cajón para invertirlos en nuestro objetivo más inmediato: una habitación más grande. Era el principal motivo por el que pagábamos el alquiler con tanta diligencia.

Una vez que conseguías habitación en el Chelsea, no te echaban de inmediato si te retrasabas con el alquiler, pero sí pasabas a formar parte de la legión que se escondía del señor Bard. Queríamos instituirnos como buenos inquilinos porque estábamos en lista de espera para cambiarnos a una habitación más grande de la segunda planta. Durante toda mi infancia, había visto a mi madre bajar las persianas en muchos días soleados para esconderse de usureros y cobradores de facturas, y no tenía ganas de acobardarme ante el señor Bard. Casi todo el mundo le debía algo. Nosotros no le debíamos nada.

Vivíamos en nuestro cuartito como presos en una cárcel hospitalaria. La cama individual nos iba bien para dormir pegados, pero Robert no tenía espacio para trabajar, ni yo tampoco.

El primer amigo que Robert hizo en el Chelsea fue un diseñador de moda independiente que se llamaba Bruce Rudow. Había participado en la película de Warhol
The Thirteen Most Beautiful Boys
e interpretado un breve papel en
Cowboy de medianoche.
Era menudo y ágil y guardaba un extraño parecido con Brian Jones. Llevaba un sombrero cordobés negro de ala ancha como el de Jimi Hendrix que casi le tapaba los ojos claros y ojerosos. Tenía el cabello rubio y sedoso, los pómulos altos y la sonrisa ancha. La conexión con Brian Jones me habría bastado, pero también poseía un temperamento dulce y generoso. Era un poco coqueto, pero entre él y Robert no pasó nada. La coquetería formaba parte de su carácter afable.

Vino a visitarnos, pero no teníamos donde sentarnos, de modo que nos invitó a su habitación. Tenía una espaciosa zona de trabajo, con el suelo sembrado de pieles curtidas y recortes de cuero. Había patrones de papel de seda extendidos en largas mesas de trabajo y prendas acabadas colgadas a lo largo de las paredes. Tenía su propia fábrica en miniatura. Bruce diseñaba bonitas chaquetas negras de cuero con flecos plateados que se anunciaban en la revista
Vogue.

Bruce tomó a Robert bajo su protección y su estímulo fue una bendición. Los dos tenían iniciativa y se inspiraban mutuamente. Robert estaba interesado en fusionar arte y moda y Bruce lo asesoraba sobre cómo introducirse en el mundo de la moda. Le ofreció una parte de su zona de trabajo. Pese a estar agradecido, a Robert no le gustaba trabajar en el espacio de otra persona.

Seguramente, la persona más influyente que conocimos en el Chelsea fue Sandy Daley, una artista afable y algo solitaria que vivía en la habitación contigua, la 1.019. Era una habitación íntegramente blanca; hasta los suelos eran blancos. Teníamos que quitarnos los zapatos antes de entrar. Había almohadones plateados inflados con helio procedentes de la Factoría original flotando por la habitación. Yo no había visto nunca un lugar como ese. Tomábamos café sentados en el suelo blanco y mirábamos sus libros de fotografía. A veces, Sandy parecía una oscura cautiva en su habitación blanca. Solía llevar un largo vestido negro y a mí me gustaba andar detrás de ella para ver cómo arrastraba la falda por el pasillo y la escalera.

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