Authors: Patti Smith
Robert jamás transigía, pero, curiosamente, era hipercrítico conmigo. Le preocupaba que mi beligerancia mermara mis oportunidades de éxito. Pero el éxito que él deseaba para mí era la menor de mis preocupaciones. Cuando Telegraph Books, una pequeña editorial revolucionaria dirigida por Andrew Wylie, se ofreció para publicar uno de mis poemarios, me concentré en poemas que giraban en torno al sexo, las tías y la blasfemia.
Las mujeres me interesaban: Marianne Faithfull, Anita Pallenberg, Amelia Earthart, María Magdalena. Asistía a fiestas con Robert solo para fijarme en las damas. Eran buen material y sabían vestirse. Colas de caballo y vestidos camiseros de seda. Algunas de ellas pasaron a formar parte de mi obra. La gente malinterpretaba mi interés. Suponía que era una lesbiana reprimida o que lo fingía, pero yo solo estaba ejerciendo mi dura vena irónica en la línea de Mickey Spillane.
Me parecía curioso que a Robert le preocupara tanto el contenido de mi obra. Temía que no tuviera éxito si era demasiado provocadora. Siempre quería que compusiera una canción que él pudiera bailar. Yo terminaba diciéndole que se parecía un poco a su padre con su insistencia para que tomara un camino que me diera dinero. Pero yo no tenía ningún interés, y me faltaba tacto. Eso le hacía pensar, pero seguía creyendo que él tenía razón.
Cuando se publicó
Seventh Heaven,
Robert organizó una fiesta para mí con John y Maxime. Fue un acto informal organizado en su elegante piso de Central Park West. Tuvieron la gentileza de invitar a muchos de sus amigos del mundo del arte, la moda y la industria editorial. Los entretuve con poemas y relatos, y luego vendí mis libros, que llevaba en una gran bolsa de la compra, a un dólar cada uno. Robert me regañó tiernamente por abordar clientes en el salón de los McKendry, pero George Plimpton, a quien le gustó sobre todo el poema sobre Edie Sedgwick, creyó que mi presentación del producto era encantadora.
Nuestras diferencias sociales, por muy exasperantes que fueran, es taban teñidas de amor y sentido del humor. De hecho, éramos bastan te parecidos y gravitábamos uno hacia el otro, por muy grande que fue ra la brecha. Lo afrontábamos todo, importante o nimio, con el mismo vigor. Para mí, Robert y yo estábamos unidos de forma irrevocable, como Paul y Elisabeth, los hermanos de
Los niños terribles
de Cocteau. Jugábamos a cosas parecidas, considerábamos tesoros los objetos más in significantes y a menudo desconcertábamos a amigos y conocidos con nuestra indefinible devoción.
Calle Veintitrés Oeste, escalera de incendios
Fotomatón, calle Cuarenta y dos, 1970
Habían regañado a Robert por negar su homosexualidad; nos habían acusado de no ser una pareja auténtica. Robert temía que, al declarar su homosexualidad, nuestra relación se destruyera.
Necesitábamos tiempo para considerar qué significaba todo aquello, cómo íbamos a asumir y redefinir nuestro amor. De él aprendí que, a menudo, la contradicción es el camino más diáfano para llegar a la verdad.
Si Robert era el marinero, Sam Wagstaff era el barco que estaba esperando. La fotografía de un joven con una gorra de marinero, casi de perfil, insolente y atractivo, adornaba la repisa de la chimenea de David Croland.
Sam Wagstaff la cogió y la miró. «¿Quién es?», preguntó.
«Ya está», pensó David mientras respondía.
Samuel Jones Wagstaff era inteligente, guapo y rico. Era coleccionista y mecenas, y había sido director del Instituto de Arte de Detroit. Estaba en una encrucijada de su vida después de recibir una cuantiosa herencia y se hallaba en un punto muerto filosófico, equidistante entre lo espiritual y lo material. De pronto, le pareció que la mirada desafiante de Robert respondía la pregunta de si debía renunciar a todo para convertirse al sufismo o invertir en una faceta del arte que aún no había experimentado.
La obra de Robert estaba diseminada por el piso de David. Sam vio todo lo que necesitaba.
De un modo completamente inconsciente, David había decidido qué dirección tomaría la vida de Robert. Desde mi punto de vista, era como un titiritero que traía nuevos personajes al teatro de nuestras vidas: cambió la trayectoria de Robert y la historia resultante. Le presentó a Robert John McKendry, que le abrió los archivos secretos de la fotografía. Y estaba a punto de mandarlo a Sam Wagstaff, que le aportaría amor, riqueza, compañía y alguna que otra pena.
Unos días después, Robert recibió una llamada telefónica. «¿Eres el pornógrafo tímido?», fueron las primeras palabras de Sam.
Robert tenía mucho éxito con hombres y mujeres. A menudo, venían a verme conocidos para preguntarme si era presa fácil y pedirme consejo para conquistarlo. «Ama su obra», decía yo. Pero pocos me hacían caso.
Ruth Kligman me preguntó si me importaba que escribiera una obra de teatro para Robert. Ruth, que había escrito el libro titulado
Love Affair: A Memoir of Jackson Pollock
y era la única superviviente del accidente de tráfico que lo mató, tenía un atractivo que recordaba a Elizabeth Taylor. Vestía de maravilla y yo olí su perfume mientras subía las escaleras. Llamó a mi puerta (se había citado con Robert) y me guiñó el ojo. «Deséame suerte», dijo.
Unas horas después, estaba de vuelta. Mientras se quitaba los zapatos de tacón y se frotaba los tobillos, dijo: «Madre mía, cuando dice "Sube a ver mis aguafuertes", lo dice literalmente».
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Amando su obra. Así se conquistaba a Robert. Pero el único que lo comprendió realmente, que tuvo capacidad para amar su obra por completo, fue el hombre que habría de convertirse en su amante, su mecenas y su eterno amigo.
Yo no estaba la primera vez que Sam fue a visitarlo, pero, a decir de Robert, se pasaron la tarde estudiando su obra. Las reacciones de Sam, intuitivas y estimulantes, estuvieron teñidas de picaras insinuaciones. Prometió que regresaría. Robert parecía una muchacha adolescente, esperando la llamada de Sam.
Él entró en nuestra vida con una rapidez que cortaba la respiración. Sam Wagstaff tenía un aspecto escultural, como si estuviera esculpido en granito, una versión alta y curtida de Gary Cooper con la voz de Gregory Peck. Era cariñoso y espontáneo. Robert no solo se sentía atraído por su físico. Sam tenía un carácter positivo y curioso y, a diferencia de otras personas que Robert había conocido en el mundo del arte, no parecía atormentado por la complejidad de ser homosexual. Como era corriente en su generación, no mostraba su orientación sexual tan abiertamente como Robert, pero no estaba avergonzado ni dividido, y parecía encantado de sumarse a Robert en su deseo de salir por completo del armario.
Sam era viril, saludable y lúcido en una época en que el uso galopante de las drogas hacía difícil tener una comunicación seria sobre el arte o la creatividad. Era rico, pero la riqueza no le impresionaba. Culto y muy abierto a conceptos provocadores, era el intercesor y benefactor ideal para Robert y su obra.
Sam nos atraía a los dos: a mí, por su inconformismo; a Robert, por su situación privilegiada. Estudiaba sufismo y se vestía con sencilla ropa blanca de lino y sandalias. Era humilde y no parecía nada consciente del efecto que producía en los demás. Había estudiado en Yale, había sido alférez de la Marina en el desembarco de Normandía y había trabajado como conservador en el Wadsworth Atheneum. Podía hablar de todo con erudición y gracia, ya fuera de la economía de libre mercado o de la vida amorosa de Peggy Guggenheim.
El hecho de que Robert y Sam hubieran nacido el mismo día, con veinticinco años de diferencia, sellaba aquella unión que parecía estar predestinada. El 4 de noviembre celebramos sus cumpleaños en el Pink Tea Cup, un restaurante de cocina tradicional afroamericana situado en Christopher Street. A Sam, con todo su dinero, le gustaban los mismos sitios que a nosotros. Esa noche Robert le regaló una fotografía y él regaló a Robert una cámara Hasselblad. Aquel primer intercambio simbolizó sus papeles de artista y mecenas.
La Hasselblad era una cámara de formato medio adaptada a la Polaroid. Su complejidad exigía utilizar fotómetro y la posibilidad de cambiar el objetivo procuraba a Robert mayor profundidad de campo. Le permitía más posibilidades y flexibilidad, más control sobre el uso de la luz. Robert ya había definido su vocabulario visual. La nueva cámara no le enseñó nada, solo le permitió conseguir exactamente lo que buscaba. Robert y Sam no podrían haber elegido un regalo más significativo cada uno para el otro.
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A finales de verano, podían verse dos Cadillacs con techo de doble burbuja aparcados a todas horas frente al Chelsea. Uno era rosa, el otro amarillo, y los proxenetas llevaban trajes y sombreros de ala ancha a juego con los coches. Los vestidos de sus mujeres combinaban con sus trajes. El Chelsea estaba cambiando y el ambiente de la calle Veintitrés era delirante, como si algo hubiera salido mal. La lógica brillaba por su ausencia, incluso en aquel verano en que todo el país tenía la atención puesta en una partida de ajedrez en la que Bobby Fischer, un joven estadounidense, estaba a punto de vencer al gran oso ruso. Uno de los proxenetas fue asesinado; mujeres vagabundas deambulaban por delante de nuestra puerta, gritando obscenidades y fisgoneando nuestra correspondencia. Las rituales discusiones entre Bard y nuestros amigos habían llegado a un punto crítico y estaban echando a muchos.
Robert a menudo se iba de viaje con Sam, y Alien estaba de gira con su banda. A ninguno de los dos le gustaba dejarme sola.
«Sleepless 66», invierno de 1971
Cuando los ladrones entraron en nuestro loft, se llevaron la Hasselblad y la chaqueta de motorista de Robert. Era la primera vez que nos robaban y Robert no solo se disgustó por perder una cámara tan cara, sino por lo que aquello indicaba: una falta de seguridad y una invasión de la intimidad. Sentí que se hubieran llevado la chaqueta porque la habíamos utilizado en algunas instalaciones. Más tarde, la encontramos colgada de la escalera de incendios. Al ladrón se le había caído mientras huía, pero había conservado la cámara. Mi desorden debió de desalentarlo, pero, pese a ello, robó el conjunto que me había puesto para ir a Coney Island a celebrar nuestro aniversario en 1969. Era mi conjunto preferido, el que lucía en la fotografía. Estaba colgado de una percha detrás de la puerta, recién traído de la tintorería. Jamás sabré por qué se lo llevó.