Éramos unos niños (30 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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—Ici?

—Oui.

Me dio la habitación por un precio muy módico y, por unos cuantos francos más, me trajo sábanas y una vela. Puse las sábanas en el deformado colchón que parecía contener la huella de un cuerpo largo y anguloso. Me instalé enseguida. Estaba anocheciendo y distribuí mis cosas alrededor de la vela: la postal de Juana de Arco, los
Pequeños poemas en prosa,
la pluma y el tintero. Pero no pude escribir. Solo pude yacer en el colchón de crin y acoplarme a la vieja huella de un cuerpo dormido. La vela era un charco en un plato. Me fui sumiendo en la inconsciencia. Ni tan siquiera soñé.

Al amanecer, el caballero me trajo una taza de chocolate caliente y un brioche. Me los tomé agradecida. Recogí mis escasos efectos personales, me vestí y puse rumbo a la Gare de l'Est. En el tren, ocupé un asiento de piel enfrente de una institutriz y un niño que dormía. No tenía la menor idea de qué iba a encontrar ni de dónde me alojaría, pero confiaba en mi destino. Llegué a Charleville cuando estaba anocheciendo y busqué un hotel. Me inquietó un poco caminar con mi maletita por las calles desiertas, pero encontré uno. Dos mujeres estaban doblando ropa blanca. Parecían sorprendidas, recelosas de mi presencia, y no hablaban inglés. Tras unos incómodos momentos, me condujeron a una bonita habitación de la primera planta. Todo, incluso la cama con dosel, estaba cubierto de cretona estampada con flores. Tenía mucha hambre y me dieron una sustanciosa sopa con pan de pueblo.

Pero, una vez más, en el silencio de mi habitación, descubrí que no podía escribir. Me quedé dormida enseguida y me desperté temprano. Más resuelta que nunca, me puse la gabardina y salí a la calle. Para mi consternación, el Museo Rimbaud estaba cerrado, de modo que anduve por calles desconocidas en un ambiente de silencio y encontré el camino del cementerio. Detrás de un huerto de coles inmensas estaba la última morada de Rimbaud. Me quedé mucho tiempo mirando la lápida, con las palabras
Priez pour lui,
«Rezad por él», grabadas encima de su nombre. Su tumba estaba descuidada y aparté la hojarasca y la suciedad. Recé una breve oración mientras enterraba las cuentas azules de Harar en una urna de piedra delante de su lápida. Como Rimbaud no había podido regresar a Harar, me sentía en la obligación de llevarle un pedazo de aquella región. Hice una fotografía y me despedí.

Museo Rimbaud, Charleville, 1973

Regresé al museo y me senté en las escaleras. Rimbaud había estado en aquel mismo sitio, mirando con menosprecio todo lo que veía, el molino de piedra, el río que fluía bajo el puente de piedra caliza, que yo veneraba ahora tanto como lo había despreciado él. El museo seguía cerrado. Estaba comenzando a desesperar cuando un anciano, un vigilante quizá, se apiadó de mí y abrió la pesada puerta. Mientras realizaba sus tareas, me permitió pasar un rato con los humildes efectos personales de mi Rimbaud: su libro de geografía, su maleta, su tazón metálico, su cuchara y su kilim. Entre los pliegues de su bufanda rayada de seda vi los sitios donde había tenido que zurcirla. Había un trocito de papel con el dibujo de la hamaca en la que fue transportado por la accidentada costa hasta la orilla del mar, donde un barco lo llevó moribundo a Marsella.

Esa noche tomé una sencilla cena a base de guisado, vino y pan. Regresé a mi habitación, pero no soportaba la soledad. Me lavé, me cambié de ropa, me puse la gabardina y me aventuré a salir a la calle de noche. Estaba bastante oscuro y caminé por el ancho y vacío Quai Rimbaud. Me entró algo de miedo, pero entonces, a lo lejos, vi una luz minúscula, un cartel de neón, el Rimbaud Bar. Me detuve y respiré, incrédula ante mi buena suerte. Caminé despacio, temiendo que pudiera desaparecer como un espejismo en el desierto. Era un bar de estuco blanco con una sola ventanita. Fuera no había nadie. Entré con cautela. Había poca luz y los clientes eran sobre todo muchachos, tipos con cara de pocos amigos apoyados en la máquina de discos. Había unas cuantas fotografías descoloridas clavadas en las paredes. Pedí un Pernod con agua porque me pareció lo más parecido a la absenta. En la máquina de discos sonaba una disparatada mezcla de Charles Aznavour, melodías folclóricas y Cat Stevens.

Al cabo de un rato, me marché y regresé a mi acogedora habitación de hotel adornada con flores. «Flores diminutas salpicando las paredes, igual que el cielo había estado salpicado de estrellas nacientes.» Aquello fue lo único que escribí en mi cuaderno. Había imaginado que escribiría palabras que destrozarían nervios, que honrarían a Rimbaud y confirmarían la fe que todos habían depositado en mí, pero no lo hice.

A la mañana siguiente, pagué y dejé mi maleta en el vestíbulo. Era domingo y sonaban las campanas. Llevaba mi camisa blanca y la cinta negra anudada como los lazos de Baudelaire. La camisa estaba un poco arrugada, pero también lo estaba yo. Regresé al museo, que por suerte estaba abierto, y compré la entrada. Me senté en el suelo e hice un dibujito a lápiz:
San Rimbaud, Charleville, octubre de 1973.

Quería un recuerdo y encontré un pequeño mercadillo en la place Ducale. Vi un sencillo anillo de oro hilado pero no entraba en mi presupuesto. John McKendry me había regalado uno parecido a su regreso de París. Lo recordé tendido en su elegante canapé y yo sentada a sus pies, leyéndome pasajes de
Una temporada en el infierno.
Imaginé que Robert estaba a mi lado. Él me habría comprado el anillo y me lo habría puesto en el dedo.

El trayecto en tren a París fue tranquilo. En un determinado momento, advertí que estaba llorando. Una vez en París, cogí el metro y me bajé en la estación Pére-Lachaise porque aún me quedaba algo que hacer antes de regresar a Nueva York. Volvía a llover. Entré en una floristería situada junto al muro del cementerio, compré un ramillete de jacintos y me puse a buscar la tumba de Jim Morrison. En aquella época no había ningún indicador y no era fácil encontrarla, pero seguí mensajes escritos por admiradores en las lápidas colindantes. El susurro de las hojas otoñales y la lluvia, que estaba arreciando, era el único sonido que quebraba el silencio. En una tumba sin nombre, había obsequios de peregrinos anteriores a mí: flores de plástico, colillas, botellas de whisky medio vacías, rosarios rotos y extraños amuletos. Las pintadas que rodeaban a Jim eran palabras en francés de sus canciones:
C'est la fin, mon merveilleux ami
, «Este es el fin, bello amigo».

Me embargó una insólita alegría que borró mi tristeza. Sentí que Jim podía surgir de la niebla en cualquier momento y tocarme el hombro. Parecía apropiado que estuviera enterrado en París. Comenzó a diluviar. Quería marcharme porque estaba empapada, pero me sentía enraizada al suelo. Tuve la incómoda sensación de que, si no escapaba, me convertiría en piedra, una estatua armada con jacintos.

A lo lejos vi una anciana envuelta en un recio abrigo que llevaba un bastón largo y puntiagudo y arrastraba una gran bolsa de piel. Estaba limpiando el cementerio. Cuando me vio, se puso a gritarme en francés. Me disculpé por no hablar su idioma, pero sabía qué debía de estar pensando. Miró la tumba y me miró a mí, indignada. Para ella, los patéticos tesoros y las pintadas circundantes no eran más que una profanación. Negó con la cabeza, murmurando. Me asombró su indiferencia por la lluvia torrencial. De pronto, se volvió y gritó bruscamente en inglés: «¡Americanos! ¿Por qué no honráis a vuestros poetas?».

Yo estaba muy cansada. Tenía veintiséis años. A mi alrededor, los mensajes escritos con tiza se estaba disolviendo como lágrimas bajo la lluvia. Se formaron arroyos bajo los amuletos, cigarrillos, púas de guitarra. Los pétalos dejados en la tierra que cubría a Jim Morrison flotaban como flores del ramo de Ofelia.

—¡Ehh!
—volvió a gritar—. ¡Contéstame,
Américaine!
¿Por qué no honráis los jóvenes a vuestros poetas?

—Je ne sais pas, madame
—respondí, bajando la cabeza—. No lo sé.

En el aniversario de la muerte de Rimbaud, hice la primera de mis actuaciones tituladas «El rock y Rimbaud», que me reunió con Lenny Kaye. Se celebró en la azotea de Le Jardin, en el hotel Diplomat próximo a Times Square. La velada comenzó con el clásico de Kurt Weill «Speak Low», en honor a Ava Gardner y su representación de la diosa del amor en
Venus era mujer,
acompañado por el pianista Bill Elliott. El resto del programa consistió en poemas y canciones que giraban en torno a mi pasión por Rimbaud. Lenny y yo repetimos las piezas que habíamos interpretado en Saint Mark y añadimos la canción de Hank Ballard «Annie Had a Baby». Miramos el público y nos asombró ver, entre otros, a Steve Paul y Susan Sontag. Por primera vez, pensé que en lugar de una actuación única, aquello tenía potencial para que lo siguiéramos desarrollando.

No estábamos muy seguros de dónde podríamos actuar, porque el Broadway Central se había desmoronado. Nuestro espectáculo era muy indefinido y no parecía haber locales apropiados. Pero la gente estaba allí y yo creía que teníamos algo que darle, y quería que Lenny formara parte de ello.

Jane hizo todo lo posible para encontrarnos locales donde actuar, lo que no era tarea fácil. Di algún que otro recital en bares, pero me pasaba casi todo el tiempo discutiendo amistosamente con clientes borrachos. Aquellas experiencias fueron muy útiles para mejorar mi vena cómica en la línea de Johnny Carson, pero me sirvieron de bien poco para avanzar en mi forma de comunicar la poesía. Lenny me acompañó la primera vez que actué en el West End Bar, donde Jack Kerouac y sus amigos habían escrito y bebido, aunque no forzosamente en ese orden. No ganamos dinero, pero, cuando terminamos, Jane nos recompensó con una noticia estupenda. Nos habían pedido que fuéramos los teloneros de Phil Ochs en Max's Kansas City los últimos días del año. Lenny Kaye y yo pasaríamos nuestros cumpleaños de diciembre y la Nochevieja fusionando poesía y rock and roll.

Fue nuestro primer trabajo largo: seis días con dos bolos por noche y tres los fines de semana. Pese a las cuerdas rotas y un público a veces hostil, triunfamos con el apoyo de un variopinto reparto de amigos: Alien Ginsberg, Robert y Sam, Todd Rundgren y Bebe Buell, Danny Fields y Steve Paul. En Nochevieja, estábamos preparados para cualquier cosa.

Varios minutos después de medianoche, seguíamos tocando en el escenario de Max's. La gente estaba enardecida, dividida, la electricidad se palpaba en el ambiente. El nuevo año acababa de comenzar y, al mirar el público, volví a recordar lo que mi madre siempre decía. Miré a Lenny: «Como hoy, el resto del año».

Cogí el micrófono. Él rasgueó su guitarra.

Poco después, me fui a vivir con Alien a MacDougal Street, enfrente del Kettle of Fish en el mismo centro del Village. Alien se marchó otra vez de gira y nos vimos poco, pero me encantaba vivir allí y me imbuí en el estudio de una nueva materia. Me sentía atraída por Oriente Próximo: las mezquitas, las alfombras para la oración y el Corán de Mahoma. Leí
Las mujeres de El Cairo
, de Nerval, y los relatos de

Bowles, Mrabet, Albert Cossery e Isabelle Eberhardt. Como el hachís impregnaba el ambiente de aquellos relatos, me propuse fumarlo. Bajo su influencia, escuché
The Pipes of Pan at Joujouka;
Brian Jones produjo el álbum en 1968. Me encantaba escribir mientras escuchaba la música que él amaba. Con sus perros aulladores y jubilosos cuernos, fue, durante un tiempo, la banda sonora de mis noches.

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