Authors: Patti Smith
El viernes 13 de julio di un recital en memoria de Jim Morrison en la azotea del loft del cineasta vanguardista Jack Smith, situado en la esquina de las calles Greene y Canal. Pagaba yo, y todos los asistentes habían venido para honrar a Jim Morrison conmigo. Entre ellos estaba Lenny Kaye y, aunque esa noche no actuamos juntos, no faltaba mucho para que yo dejara de hacerlo sin él.
La numerosa concurrencia a aquel recital de poesía autofinanciado estimuló a Jane. En su opinión, Lenny y yo podíamos hallar una forma de llevar mi poesía a un público más amplio. Incluso hablamos de añadir un piano auténtico, lo cual, dijo Linda en broma, la dejaría sin trabajo. En eso no se equivocaba. Jane no desfalleció. Su familia llevaba generaciones relacionándose con Broadway; su padre, Sam Friedman, era un legendario agente de publicidad que trabajaba con Gypsy Rose Lee, Lotte Lenya y Josephine Baker, entre otras figuras. Sam había presenciado todas las inauguraciones y cierres que Broadway tenía que ofrecer. Jane poseía su visión y su obstinada determinación; hallaría otra forma de conseguir que nos abriéramos camino.
Volví a sentarme ante la máquina de escribir.
«¡Patti, no! —gritó Robert, sorprendido—. Estás fumando hierba.» Lo miré, avergonzada. Me había pillado.
Había visto
Caiga quien caiga
y la música me había conmovido. Cuando empecé a escuchar la banda sonora y la relacioné con los pinchadiscos jamaicanos Big Youth, U-Roy e I-Roy, la música me llevó de vuelta a Etiopía. Encontré irresistible la conexión de los rastafaris con Salomón, Saba y la Abisinia de Rimbaud, y, en algún momento, decidí probar su hierba sagrada.
Aquel fue mi placer secreto hasta que Robert me pilló intentando meter un poco de hierba en un Kool que había vaciado. No tenía ni idea de cómo liarme un canuto. Estaba un poco avergonzada, pero Robert se sentó en el suelo, quitó las semillas a mi pequeño alijo de marihuana mexicana y me lió un par de escuálidos canutos. Me miró, sonriéndome, y nos colocamos, la primera vez que lo hacíamos juntos.
Con Robert, no me transporté a la llanura abisinia, sino al valle de las risas incontrolables. Le dije que la hierba debía servir para componer poesía, no para hacer el tonto. Pero lo único que hicimos fue reírnos. «Anda —dijo él—. Vamos al B&H.» Era mi primera salida al mundo exterior yendo fumada. Tardé muchísimo en atarme las botas, encontrar los guantes, la gorra. Robert sonreía, viendo cómo me movía en círculos. Ahora comprendía por qué él y Harry tardaban tanto en prepararse para ir a Horn & Hardart.
Después de aquel día, solo fumé hierba a solas, mientras escuchaba
Screaming Target
y componía una prosa imposible. Nunca concebí la marihuana como una droga social. Me gustaba utilizarla para trabajar, para pensar y, más adelante, para improvisar con Lenny Kaye y Richard Sohl cuando nos reuníamos bajo un olíbano y soñábamos con Haile Selassie.
Sam Wagstaff vivía en la quinta planta de un imponente edificio clásico de color blanco en la esquina de las calles Bowery y Bond. Cuando subía las escaleras, yo sabía que siempre habría algo nuevo y hermoso que mirar, tocar o catalogar: negativos en placas de cristal, calotipos de poetas olvidados, fotograbados de los tipis de los indios hopi. Alentado por Robert, Sam había comenzado a coleccionar fotografías, primero despacio, por curiosidad y diversión, y luego de forma obsesiva, como un lepidopterólogo en una selva tropical. Sam compraba lo que quería y, en ocasiones, parecía que lo quería todo.
La primera fotografía que Sam compró fue un exquisito daguerrotipo con un estuche rojo de terciopelo que tenía un delicado cierre de oro. Se hallaba en un estado impecable; los daguerrotipos que Robert poseía y que había encontrado en tiendas de viejo, enterrados entre montones de antiguas fotografías de familia, palidecían en comparación con aquel. A veces, eso molestaba a Robert, que había sido el primero en comenzar a coleccionar fotografías. «No puedo competir con él —decía, con cierta melancolía—. He creado un monstruo.»
Los tres registrábamos las polvorientas librerías de viejo que antaño flanqueaban la Cuarta Avenida. Robert revisaba a fondo cajas de postales antiguas, postales estereoscópicas y ferrotipos para encontrar una gema. Sam, impaciente y sin límite de presupuesto, compraba la caja entera. Yo me quedaba al margen y los oía discutir. Me resultaba muy familiar.
Husmear en las librerías era una de mis especialidades. En raras ocasiones encontraba una hermosa tarjeta de armario victoriana o una importante colección fotográfica de catedrales de finales de siglo, y, en una expedición afortunada, alguna fotografía de Cameron. Era el mejor momento para coleccionar fotografía, la última oportunidad para dar con una ganga. Aún se podían encontrar fotograbados de fotografías en gran formato hechas por Edward Curtis. Sam estaba fascinado con la belleza y el valor histórico de aquellas imágenes de los indios norteamericanos y adquirió varios volúmenes. Más tarde, mientras las estábamos mirando, sentados en el suelo de su piso grande y austero inundado de luz natural, no solo nos impresionaron las imágenes sino también el proceso. Sam palpaba el borde de una fotografía entre los dedos índice y pulgar. «El papel tiene algo especial», decía.
Consumido por su nueva pasión, frecuentaba las casas de subastas y a menudo cruzaba el charco para adquirir una determinada fotografía. Robert lo acompañaba en aquellas expediciones y a veces influía en sus decisiones. De ese modo, podía examinar personalmente las fotografías de artistas que admiraba, de Nadar a Irving Penn.
Como había hecho con John McKendry, Robert instaba a Sam a valerse de su posición para aumentar la categoría de la fotografía en el mundo del arte. A su vez, ellos animaban a Robert a adoptar la fotografía como su principal forma de expresión. Sam, al principio curioso, si no escéptico, se había convencido por completo y estaba gastándose una pequeña fortuna en construir la que sería una de las colecciones fotográficas más importante de Estados Unidos.
La sencilla Polaroid Land 360 de Robert no necesitaba fotómetro y las posibilidades eran muy rudimentarias: más oscuro, más claro. La distancia estaba indicada por pequeños iconos: primer plano, cerca, lejos. Empezar con aquella cámara tan fácil de usar había sido ideal para su carácter impaciente. La había sustituido por una Hasselblad de formato más grande, que nos habían robado de nuestro loft de la calle Veintitrés. En Bond Street, se compró una cámara Graphic con Polaroid. El formato 4X5 era apropiado para él. En aquella época, Polaroid estaba fabricando película positiva/negativa, lo cual permitía crear copias de primera generación. Con el apoyo de Sam, Robert disponía por fin de los recursos para hacer realidad lo que imaginaba en cada fotografía y encargó a un carpintero, Robert Fosdick, la construcción de marcos muy elaborados. De modo que hacía mucho más que limitarse a incorporar sus fotografías a collages. Fosdick comprendía su sensibilidad y convertía sus bocetos en marcos esculturales, una síntesis de dibujos geométricos, planos e imágenes para la presentación de sus fotografías.
Los marcos se parecían mucho a los dibujos que Robert había hecho en el cuaderno que me regaló en 1968. Como entonces, veía la obra terminada casi de inmediato. Por primera vez, podía llevar íntegramente a cabo aquellas visiones. Eso se debía sobre todo a Sam, que había heredado todavía más dinero con la muerte de su querida madre. Robert vendió algunas obras, pero, por encima de todo, seguía queriendo arreglárselas solo.
Robert y yo hicimos muchas fotografías en Bond Street. Me gustaba el ambiente del loft y me parecía que las imágenes tenían mucha calidad. Era fácil sacarlas con las paredes encaladas como telón de fondo y estaban bañadas de una hermosa luz neoyorquina. Una de las razones de que hiciéramos tan buenas fotografías allí residía en que yo estaba fuera de mi elemento. No había ninguna de mis cosas para saturar las imágenes, identificarme con ellas o utilizarlas como parapeto. Pese a habernos separado como pareja, nuestras fotografías se tornaron más íntimas porque no hablaban de nada más que de nuestra mutua confianza.
A veces, me sentaba a observarlo cuando se fotografiaba con su albornoz de rayas, mientras se lo quitaba poco a poco y ya quedaba desnudo, bañado de luz.
Cuando hicimos las fotografías para la tapa de
Witt,
mi nuevo poemario, yo quería que tuviera un aire religioso, como una estampilla. Aunque no le gustaba la idea, Robert estaba seguro de que podría satisfacernos a los dos. Fui a su loft y me duché. Me peiné retirándome el pelo de la cara y me envolví en una vieja túnica tibetana marrón de lino. Robert hizo un puñado de fotografías y dijo que tenía la que necesitaba para la tapa, pero estaba tan satisfecho con las imágenes que siguió haciendo más.
El 17 de septiembre, Andy Brown organizó una fiesta para celebrar la publicación de mi libro y la primera exposición de mis dibujos. Robert los había revisado y había seleccionado los que integrarían la exposición. Sam pagó los marcos y Dennis Florio, amigo de Jane Friedman, los enmarcó en su galería. Todo el mundo colaboró para conseguir que fuera una buena exposición. Yo tenía la sensación de haber encontrado mi sitio, pues mis dibujos y poemas eran valorados. Significó mucho para mí ver mi obra expuesta en la misma librería que en 1967 no había tenido vacantes para contratarme.
Witt
era muy distinto a
Seventh Heaven.
Mientras que los poemas de
Seventh Heaven
eran ligeros, rítmicos y orales,
Witt
recurría a la prosa poética, y reflejaba la influencia del simbolismo francés. Andy estaba impresionado con mi evolución y me prometió que, si escribía una monografía sobre Rimbaud, la publicaría.
Witt, Bond Street, 1973
Tenía un nuevo proyecto corriéndome por las venas, que expuse a Robert y a Sam. Puesto que mi excursión a Etiopía había quedado descartada, pensé que podría al menos peregrinar a Charleville, donde nació y fue sepultado Rimbaud. Incapaz de resistirse a mi entusiasmo, Sam accedió a financiar el viaje. Robert no puso ninguna objeción, dado que en Francia no había hienas. Decidí ir en octubre, el mes en que nació Rimbaud. Robert me acompañó a comprar un sombrero apropiado y escogimos uno de suave fieltro marrón con una cinta de cordellate. Sam me mandó a un optometrista, de donde salí con unas baratas gafas redondas, en honor a John Lennon. Sam me dio suficiente dinero para que me comprara dos, teniendo en cuenta mi tendencia a olvidarme de las cosas, pero no le hice caso y elegí unas gafas de sol italianas nada prácticas que solo le podían quedar bien a Ava Gardner. Tenían la montura blanca e iban en un estuche gris de tweed donde se leía «Milan».
En las tiendas de ropa usada del Bowery encontré una gabardina verde de seda engomada, una blusa gris de Dior con un dibujo de pata de gallo, unos pantalones marrones y una rebeca amarilla: un vestuario completo por treinta dólares que solo necesitaba pasar por la lavadora y unos cuantos remiendos. En mi maleta de cuadros, metí el pañuelo que me anudaba como Baudelaire y mi cuaderno; Robert añadió una postal de la estatua de Juana de Arco. Sam me regaló una cruz copta de plata procedente de Etiopía y Judy Linn cargó su pequeña cámara de medio formato y me enseñó a utilizarla. Janet Hamill, que había regresado de su viaje a África, donde había pasado por la región de mis sueños, me había traído de recuerdo un puñado de cuentas azules de vidrio, cuentas rayadas procedentes de Harar, las mismas con las que había comerciado Rimbaud. Me las metí en el bolsillo como amuleto de la suerte.
Así provista, estaba lista para el viaje.
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En Paris, mi fina gabardina apenas me protegió de la fría llovizna otoñal. Volví a visitar algunos de los lugares donde habíamos estado mi hermana y yo en 1969, aunque sin su alegre presencia el Quai Victor Hugo, La Coupole y las hechizantes calles y los cafés me parecieron muy solitarios. Paseé, como habíamos hecho nosotras, por el boulevard Raspail. Localicé la rue Campagne-Première, la calle donde habíamos residido, en el número 9. Me quedé allí bajo la lluvia durante un rato. Aquella calle me había atraído en 1969 porque en ella habían vivido muchos artistas. Verlaine y Rimbaud. Duchamp y Man Ray. Fue allí, en aquella calle, donde Yves Klein creó su famoso color azul y Jean-Luc Godard rodó valiosas escenas de
Sin aliento.
Caminé otra manzana hasta el cementerio de Montparnasse y presenté mis respetos a Brancusi y a Baudelaire.
Guiada por Enid Starkie, la biógrafa de Rimbaud, encontré el Hotel des Étrangers en la rue Racine. Allí, según su texto, Arthur durmió en la habitación del compositor Cabaner. También lo encontraron dormido en el vestíbulo, con un abrigo que le iba grande y un aplastado sombrero de fieltro, imbuido aún en los vestigios de un sueño inspirado por el hachís. El recepcionista me trató con amabilidad. Le expliqué, en mi terrible francés, la índole de mi misión y por qué anhelaba pasar la noche en aquel hotel. Él se mostró comprensivo, pero todas las habitaciones estaban ocupadas. Me senté en el mohoso sofá del vestíbulo, incapaz de volver a afrontar la lluvia. Entonces los ángeles me miraron con buenos ojos y él me hizo una seña para que lo siguiera. Me condujo a una puerta de la primera planta por la que se accedía a una estrecha escalera de caracol. Rebuscó entre las llaves y, tras varios intentos fallidos, abrió con aire triunfal una habitación del desván. En ella solo había una cómoda de madera tallada con hojas de arce y un colchón de crin vegetal. Rayos de sucia luz se filtraban por el tragaluz del techo abuhardillado.