Éramos unos niños (33 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Nunca cupo la menor duda de que Robert fotografiaría mi retrato para la carátula de
Horses
, mi espada acústica envainada en una imagen suya.

Yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre cómo sería, solo sabía que debía ser auténtica. Lo único que prometí a Robert fue que llevaría una camisa blanca sin ninguna mancha.

Fui al Ejército de Salvación del Bowery y compré un montón de camisas blancas. Algunas me estaban grandes, pero la que más me gustaba estaba muy bien planchada y tenía un monograma debajo del bolsillo. Con ella puesta, me recordaba una fotografía de Jean Genet sacada por Brassaï en la que llevaba una camisa blanca remangada con un monograma. Mi camisa tenía bordadas las letras RV. Imaginé que había pertenecido a Roger Vadim, el director de
Barbarella.
Le corté los puños para ponérmela debajo de mi chaqueta negra adornada con el broche de un caballo que me había regalado Alien Lanier.

Robert quería fotografiarme en el ático de la Quinta Avenida donde vivía Sam Wagstaff porque estaba bañado en luz natural. La ventana del chaflán proyectaba una sombra que dibujaba un triángulo de luz y Robert quería utilizarlo en la fotografía.

Me levanté de la cama y me di cuenta de que era tarde. Me di prisa en realizar mi ritual matutino. Fui a la panadería marroquí que tenía a la vuelta de la esquina, compré un bollo crujiente, una ramita de menta fresca y unas cuantas anchoas. Regresé, herví agua y metí la menta en la tetera. Vertí aceite de oliva en el bollo abierto, lavé las anchoas, las puse dentro y las espolvoreé con pimienta de cayena. Me serví un vaso de té y preferí quitarme la camisa, sabiendo que, si no lo hacía, me mancharía la pechera de aceite.

Robert vino a buscarme. Estaba preocupado porque había muchas nubes. Terminé de vestirme: pantalones de pitillo negros, calcetines blancos de hilo y zapatillas de ballet negras. Añadí mi cinta preferida y Robert me limpió las migas de la chaqueta negra.

Salimos a la calle. Robert tenía hambre, pero se negó a comerse mis bocadillos de anchoas, así que terminamos tomando gachas con huevos en el Pink Tea Cup. El tiempo fue pasando sin apenas darnos cuenta.

Estaba nublado y oscuro y Robert miraba continuamente el cielo por si salía el sol. Al fin, por la tarde, comenzó a despejar. Cruzamos Washington Square justo cuando el cielo amenazaba con volver a oscurecerse. Robert temió que se desvaneciera aquella luz e hicimos el resto del trayecto hasta la Quinta Avenida corriendo.

La luz ya estaba desapareciendo. Robert no tenía asistente. No habíamos hablado de lo que haríamos ni de cómo debía ser la fotografía. Él la haría. Yo posaría.

Yo tenía pensada mi imagen. Él tenía pensada la luz. Nada más.

El apartamento de Sam era espartano e íntegramente blanco, estaba casi vacío y tenía un alto aguacate junto a la ventana que daba a la Quinta Avenida. Había un prisma enorme que refractaba la luz, descomponiéndola en arcos iris que se proyectaban en una pared con un radiador blanco enfrente. Robert me colocó junto al triángulo. Las manos le temblaron mientras se preparaba para disparar. Me quedé quieta.

Las nubes iban y venían. A su fotómetro le ocurrió algo y él se puso un poco nervioso. Hizo unas cuantas fotografías. Dejó el fotómetro. Pasó una nube y el triángulo desapareció.

—Sabes, me encanta la blancura de la camisa. ¿Puedes quitarte la chaqueta? —dijo.

Me eché la chaqueta al hombro, como Frank Sinatra. Estaba llena de referencias. Él estaba lleno de luz y sombra.

—Ha vuelto —dijo.

Hizo unas cuantas fotografías más.

—La tengo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

Ese día sacó doce fotografías.

Unos días después me enseñó la hoja de contactos.

«Esta es la que tiene la magia», dijo.

Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos.

——>>*<<——

Robert Miller promocionaba a pintores como Joan Mitchell, Lee Krasner y Alice Neel y, tras ver mis dibujos en la segunda planta de Gotham Bookmart, me invitó a exponer mi obra en su galería. Andy Brown llevaba años respaldándome y se alegró mucho de que tuviera aquella oportunidad.

Cuando visité la amplia y sofisticada galería situada en la esquina de la calle Cincuenta y siete y la Quinta Avenida, no estuve segura de si merecía un espacio así. También sentí que no podía exponer en una galería de aquella talla sin Robert. Pregunté si podíamos exponer juntos.

En 1978, Robert estaba completamente dedicado a la fotografía.

Sus trabajados marcos reflejaban su relación con las formas geométricas. Había creado retratos clásicos, singulares flores sexuales, y había elevado la pornografía a la categoría de arte. En aquel momento, estaba centrado en dominar la luz y conseguir los negros más densos.

En esa época estaba vinculado a la galería de Holly Solomon y pidió autorización para exponer conmigo. Yo desconocía por completo la política del mundo del arte; solo sabía que debíamos exponer juntos. Decidimos presentar una obra que hiciera hincapié en nuestra relación: artista y musa, un papel que era intercambiable para ambos.

Robert quería que creáramos algo único para la galería de Robert Miller. Comenzó eligiendo sus mejores retratos de mí, hizo copias a un tamaño superior al natural y amplió la fotografía que nos habíamos hecho en Coney Island en un lienzo de casi dos metros. Dibujé una serie de retratos suyos y decidí hacer varios dibujos basados en sus fotografías eróticas. Escogimos la de un hombre joven que orinaba en la boca de otro, testículos ensangrentados y un hombre agachado con un traje negro de látex. Las copias eran relativamente pequeñas y rodeé algunas de poesía y complementé otras con dibujos a lápiz.

Pensamos en filmar un cortometraje, pero nuestros recursos eran limitados. Juntamos nuestro dinero y Robert contrató a una estudiante de cinematografía, Lisa Rinzler, para que lo rodara.

No teníamos guión. Ambos dábamos por sentado que cada uno haría su papel. Cuando Robert me pidió que fuera a Bond Street para rodar el corto, dijo que tenía una sorpresa para mí. Extendí un mantel en el suelo, dejé encima el frágil vestido blanco que Robert me había regalado, las zapatillas de ballet blancas, los cascabeles indios para los tobillos, varias cintas de seda y mi Biblia, e hice un hatillo. Me sentía preparada para el rodaje y fui andando a su loft.

Me entusiasmó ver lo que Robert me tenía preparado. Era como regresar a nuestro piso de Brooklyn, donde él transformaba una habitación en una instalación viva. Había creado un entorno mítico cubriendo las paredes con redecilla blanca y dejando como único adorno una estatua de Mefistófeles.

Robert con Lily, 1978

Patti, Still Moving, 1978

Dejé mi hatillo en el suelo y Robert sugirió que tomáramos MDA. Yo no estaba segura de qué clase de droga era, pero confiaba plenamente en él, de modo que accedí. Cuando comenzamos a rodar, no era consciente de si me había hecho efecto o no. Estaba demasiado concentrada en mi papel. Me puse el vestido blanco y los cascabeles en los tobillos y dejé el hatillo abierto. Tenía estas cosas en mente: las Revelaciones. Comunicación. Ángeles. William Blake. Lucifer. Nacimiento. Mientras hablaba, Lisa rodaba y Robert hacía fotografías. Me guiaba sin palabras. Yo era un remo en el agua y él la mano que me manejaba con pulso firme.

En un determinado momento decidí arrancar la redecilla para destruir lo que él había creado. Levanté el brazo, agarré el borde de la tela y me quedé inmóvil, físicamente paralizada, incapaz de moverme, incapaz de hablar. Robert corrió hasta mí, me puso la mano en la muñeca y no me soltó hasta percibir que me relajaba. Me conocía tan bien, que, sin decir una palabra, me había comunicado que todo estaba bien.

El momento pasó. Me envolví en la redecilla y lo miré, y él fotografió aquel instante en movimiento. Me quité el frágil vestido y los cascabeles de los tobillos. Me puse los pantalones de peto, las botas militares, la vieja sudadera negra (mi ropa de trabajo), dejé todo lo demás encima del mantel y me eché el hatillo al hombro.

En la narración del cortometraje, había explorado ideas sobre las que Robert y yo hablábamos a menudo. El artista aspira a ponerse en contacto con su concepto intuitivo de los dioses, pero, para crear su obra, no puede permanecer en ese tentador reino incorpóreo. Debe regresar al mundo material para hacer su trabajo. Es responsabilidad del artista equilibrar la comunicación mística y el esfuerzo de la creación.

Dejé a Mefistófeles, los ángeles y los vestigios de nuestro mundo hecho a mano diciendo: «Yo elijo la Tierra».

Me fui de gira con mi banda. Robert me llamaba todos los días. «¿Estás trabajando en la exposición? ¿Estás haciendo algún dibujo?» Me iba llamando de hotel en hotel. «Patti, ¿qué estás haciendo? ¿Estás dibujando?» Se preocupaba tanto, que, cuando tuve tres días libres en Chicago, fui a una tienda de material para artistas, compré varias láminas de papel satén Arches, mi favorito, y cubrí con ellas las paredes de mi habitación de hotel. Clavé en una pared la fotografía de un joven que orinaba en la boca de otro e hice varios dibujos basados en ella. Siempre he trabajado a rachas. Cuando regresé a Nueva York con los dibujos, Robert, al principio irritado por mi desidia, estuvo muy complacido con ellos. «Patti —dijo—, ¿por qué has tardado tanto?»

Me enseñó en qué había estado trabajando para la exposición mientras yo estaba de gira. Había impreso varios fotogramas del corto. Yo había estado tan absorta en mi papel que no me había percatado de que me hubiera hecho tantas fotografías. Eran de las mejores que habíamos hecho juntos. Robert decidió titular el corto
Still Moving
porque incorporó los fotogramas al montaje definitivo. El sonido consistió en mezclar mis comentarios con música de mi guitarra eléctrica y extractos de «Gloria». Al hacerlo, Robert representaba las diversas facetas de nuestra obra: fotografía, poesía, improvisación e interpretación.

Still Moving e
ncarnaba su visión del futuro de la expresión visual y la música, un vídeo musical artístico único en su estilo. Robert Miller lo acogió muy bien y nos dio una sala pequeña para pasarlo continuamente. Sugirió que hiciéramos un cartel y cada uno eligió una imagen del otro para reforzar nuestra fe en nosotros como artista y musa.

Nos vestimos para la inauguración en el ático de Sam Wagstaff. Robert se puso una camisa blanca remangada, un chaleco de cuero y zapatos de puntera fina. Yo, una cazadora de seda y pantalones de pitillo. Milagrosamente, a Robert le gustó mi conjunto. Asistieron personas de todos los mundos de los que habíamos formado parte desde el hotel Chelsea. Rene Ricard, poeta y crítico de arte, reseñó la exposición y escribió un hermoso artículo donde llamaba a nuestra obra «Diario de una amistad». Yo tenía contraída una gran deuda con Rene, que a menudo me había regañado y animado a seguir cuando decidía dejar de dibujar. Mientras contemplaba los dibujos enmarcados en dorado con Robert y Rene, agradecí que ninguno de los dos me hubiera permitido darme por vencida.

Fue nuestra primera y última exposición juntos. Mi trabajo con la banda en la década de 1970 me llevaría muy lejos de Robert y de nuestro universo. Mientras estaba de gira por el mundo, tuve tiempo para reflexionar sobre el hecho de que Robert y yo no hubiéramos viajado nunca juntos. Jamás vimos nada aparte de Nueva York, salvo en los libros, y nunca nos sentamos en un avión cogidos de la mano para ascender a un nuevo cielo y bajar a una nueva tierra.

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