Éramos unos niños (34 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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No obstante, Robert y yo habíamos explorado los límites de nuestra obra y habíamos creado un espacio para el otro. Cuando subía a los escenarios del mundo sin él, cerraba los ojos y lo imaginaba quitándose su chaqueta de cuero, entrando conmigo en la tierra infinita de las mil danzas.

——>>*<<——

Una tarde, íbamos caminando por la calle Ocho cuando oímos «Because the Night» sonando a todo volumen en un escaparate tras otro. Era mi colaboración con Bruce Springsteen, el single del álbum
Easter.
Robert fue nuestro primer oyente después de grabar la canción. Yo tenía una razón para eso. Era lo que él siempre había querido para mí. En el verano de 1978 la canción subió al decimotercer puesto de la lista de los 40 principales e hizo realidad el sueño de Robert de que un día yo tendría un disco de éxito.

Robert sonreía y caminaba al ritmo de la canción. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Habíamos pasado por muchas cosas juntos desde que me rescató del escritor de ciencia ficción y compartimos un
egg cream
cerca de Tompkins Square.

Quinta Avenida, 1978

Robert estaba claramente orgulloso de mi éxito. Lo que quería para sí, lo quería para los dos. Exhaló un hilo de humo perfecto y habló en un tono que solo utilizaba conmigo; un tono de reproche mezclado con perplejidad, una admiración sin envidia, nuestro lenguaje de hermanos.

«Patti —dijo, arrastrando la voz—, te has hecho famosa antes que yo.»

De la mano de Dios

En la primavera de 1979, me marché de Nueva York para comenzar una nueva vida con Fred Sonic Smith. Durante un tiempo, vivimos en una pequeña habitación del Book Cadillac, un hotel histórico aunque vacío del centro de Detroit. No teníamos más posesiones que sus guitarras, mis libros más queridos y mi clarinete. Así pues, estaba viviendo como había vivido con mi primer amor con el hombre que había escogido para que fuera el último. Del hombre que se convertiría en mi marido, solo deseo decir que era un rey entre los hombres y los hombres lo conocían.

Marcharme me costó, pero había llegado el momento de que siguiera por mi cuenta.

—¿Qué pasa con nosotros?—dijo Robert de repente—. Mi madre aún cree que estamos casados.

Yo no había pensado en ello.

—Supongo que tendrás que decirle que nos hemos divorciado.

—No puedo decirle eso —respondió, mirándome a los ojos—. Los católicos no se divorcian.

En Detroit, me senté en el suelo con la idea de escribir un poema para su
Portfolio.
Él me había regalado un puñado de flores, un ramo de fotografías que clavé en la pared. Le escribí sobre el proceso de creación, la varilla de zahori y la vocal olvidada. Volví a ser una ciudadana normal. Eso me llevó muy lejos del mundo que conocía, pero Robert estuvo siempre en mi conciencia; la estrella azul en la constelación de mi cosmología personal.

Robert supo que tenía sida al mismo tiempo que yo descubrí que estaba encinta de mi segundo hijo. Era 1986, finales de septiembre, y los perales estaban cargados de fruta. Yo tenía síntomas parecidos a los de una gripe, pero mi intuitivo médico armenio me dijo que no estaba enferma sino en la primera fase de embarazo. «Lo que querías se ha hecho realidad», me dijo. Más tarde, mientras estaba sentada en la cocina, aún asombrada, me pareció un momento propicio para llamar a Robert.

Fred y yo habíamos comenzado a trabajar en el álbum que se convertiría en
Dream of Life
y él me sugirió que pidiera a Robert que me fotografiara para la carátula. Yo llevaba un tiempo sin verlo ni hablar con él. Me estaba preparando, reflexionando sobre la llamada que iba a hacer, cuando sonó el teléfono. Tenía a Robert tan presente que, por un instante, creí que sería él. Pero era Ina Meibach, mi amiga y asesora legal. Me dijo que tenía malas noticias y presentí de inmediato que se trataba de Robert. Había estado hospitalizado con una neumonía asociada al sida. Me quedé aturdida. Me puse la mano en la barriga de forma instintiva y empecé a llorar.

Todos los temores que una vez había abrigado parecieron materializarse con la instantaneidad de un velamen que arde en llamas. Mi premonición juvenil de que Robert se convertiría en polvo resurgió con implacable claridad. Contemplé su impaciencia por ser reconocido desde otra perspectiva, como si tuviera la fatídica línea de la vida de un joven faraón.

Me ocupé frenéticamente en cosas sin importancia, pensando en qué decir cuando, en vez de llamarlo a casa para hablar sobre volver a trabajar juntos otra vez, tuviera que telefonearle a un hospital. Para rehacerme, decidí llamar primero a Sam Wagstaff. Aunque llevaba varios años sin hablar con él, fue como si el tiempo no hubiera pasado; Sam se alegró de tener noticias mías. Le pregunté por Robert. «Está muy enfermo, el pobrecillo —respondió—, pero no está tan mal como yo.» Aquello fue otro golpe, sobre todo porque Sam, pese a ser mayor que nosotros, siempre era el más viril, inmune a los dolores físicos. Como era típico en él, dijo que la enfermedad que le estaba atacando sin piedad desde todos los frentes le parecía «un incordio».

Aunque me dolió mucho que Sam también estuviera sufriendo, el mero hecho de oír su voz me infundió valor para hacer la segunda llamada. Cuando Robert respondió el teléfono parecía débil, pero la voz se le fortaleció al oír la mía. Pese al tiempo que había pasado, hablamos como siempre, interrumpiéndonos para terminarnos las frases.

—Voy a poder con esto —afirmó. Lo creí con toda mi alma.

—Hasta pronto —prometí.

—Me has animado el día, Patti —dijo al colgar. Lo oigo diciendo aquello. Lo oigo ahora.

——>>*<<——

En cuanto Robert estuvo lo bastante bien para salir del hospital, planeamos vernos. Fred metió sus guitarras en el maletero del coche y condujimos hasta Nueva York con nuestro hijo, Jackson. Nos registramos en el hotel Mayflower y Robert fue a recibirnos. Llevaba su largo abrigo de cuero y estaba extremadamente guapo, aunque un poco congestionado. Me tiró de las largas trenzas y me llamó Pocahontas. La energía entre nosotros era tan intensa que pareció pulverizar la habitación, poniendo de manifiesto una incandescencia que era nuestra.

Robert y yo fuimos a ver a Sam, que estaba internado en el pabellón para enfermos de sida del hospital Saint Vincent. El Sam de mente hiperdespierta, piel brillante y cuerpo fuerte yacía en su cama más o menos indefenso, perdiendo y recuperando la conciencia. Padecía cáncer de piel y tenía el cuerpo infestado de llagas. Robert fue a cogerle la mano y Sam la retiró. «No seas tonto», le regañó Robert, y la tomó en la suya con delicadeza. Canté a Sam la nana que Fred y yo habíamos compuesto para nuestro hijo.

Robert y yo fuimos andando a su nuevo loft. Ya no vivía en Bond Street, sino en un espacioso estudio de un edificio
art déco
situado en la calle Veintitrés, a solo dos manzanas del Chelsea. Estaba optimista y seguro de que sobreviviría, satisfecho de su obra, de su éxito y de sus posesiones. «Me ha ido bien, ¿verdad?», dijo con orgullo. Examiné la habitación con mis ojos: un Cristo de marfil, una figura de mármol blanco de un Cupido durmiente; unos sillones y un aparador Stickley; una exquisita colección de jarrones de Gustavsberg. Lo que más me gustó fue su escritorio. Diseñado por Gio Ponti, era de madera de raíz de nogal y tenía una superficie en voladizo para escribir. Los compartimientos forrados de madera veteada estaban adornados como un altar con talismanes y plumas estilográficas.

Sobre el escritorio, había un tríptico de oro y plata con la fotografía que me había sacado en 1973 para la tapa de
Witt.
Había elegido una de mis expresiones más puras, invertido el negativo y creado un reflejo exacto, con un panel violeta en el centro. El violeta había sido nuestro color, el color del collar persa.

«Sí —dije—. Te ha ido bien.»

En las semanas siguientes, Robert me fotografió varias veces. En una de nuestras últimas sesiones, yo llevaba mi vestido negro favorito. El me dio una mariposa morfo azul montada en un alfiler de costura con la cabeza de vidrio. Sacó una polaroid en color. Todo salió negro o blanco en contraste con la iridiscente mariposa azul, un símbolo de inmortalidad.

Como de costumbre, Robert estaba muy ilusionado por enseñarme sus nuevas creaciones. Grandes copias al platino sobre lienzo, transferencias de color de unos lirios. La imagen de Thomas y Dovanna, un hombre negro desnudo y una mujer vestida de blanco que bailan abrazados, flanqueados por telas blancas de satén. Nos paramos delante de una obra que acababa de llegar, con un marco diseñado por él: Thomas en una postura olímpica dentro de un círculo negro. «Es una genialidad, ¿verdad?», dijo. Su tono de voz, la familiaridad de aquellas palabras, me cortó la respiración. «Sí, es una genialidad.»

Cuando me reincorporé a la rutina de mi vida diaria en Michigan, me descubrí añorando la presencia de Robert; nos echaba de menos. El teléfono, que solía rehuir, se convirtió en nuestro cordón umbilical y hablábamos a menudo, aunque a veces las llamadas estaban dominadas por la creciente tos de Robert. El día de mi cumpleaños, expresó su preocupación por Sam.

El día de Año Nuevo, llamé a Sam. Acababan de hacerle una transfusión de sangre y parecía extraordinariamente seguro de sí mismo. Dijo que se sentía transformado en un hombre que iba a sobrevivir. Coleccionista donde los haya, quería regresar a Japón, donde había viajado con Robert, porque había un juego de té con una caja lacada azul que codiciaba muchísimo. Me pidió que volviera a cantarle la nana y lo complací.

Justo cuando estábamos a punto de despedirnos, me hizo el regalo de contarme una más de sus chocantes historias. Conociendo mi afecto por el gran escultor, dijo:

—Peggy Guggenheim me explicó una vez que cuando le hacías el amor, Brancusi te prohibía terminantemente que le tocaras la barba.

—Lo recordaré —respondí— cuando me lo encuentre en el cielo.

El 14 de enero, recibí una llamada desconsolada de Robert. Sam, su robusto amor y mecenas, había fallecido. Habían capeado dolorosos cambios en su relación, y las lenguas viperinas y la envidia de otras personas, pero no podían detener el curso de su terrible fortuna. Robert estaba destrozado por la pérdida de Sam, el baluarte de su vida.

La muerte de Sam también ensombreció sus esperanzas de recuperarse. Para consolarlo, compuse la letra y Fred la música de «Paths That Cross», una especie de canción sufí en memoria de Sam. Aunque Robert agradeció la canción, yo sabía que un día quizá tendría que repetirme aquellas mismas palabras. «Los caminos que se cruzan volverán a cruzarse.»

Regresamos a Nueva York el día de San Valentín. Robert tenía fiebre intermitente y sufría trastornos gástricos recurrentes, pero estaba extremadamente activo.

Pasé gran parte de los días siguientes grabando con Fred en el estudio Hit Factory. Íbamos retrasados porque mi embarazo se estaba haciendo más pronunciado y empezaba a costarme cantar. Me esperaban en el estudio cuando Robert me llamó angustiadísimo para decirme que Andy Warhol había muerto.

«No tenía que morirse», gritó, con cierta desesperación y malhumor, como un niño consentido. Pero oí otros pensamientos entre nosotros.

Ni tú tampoco.

Ni yo tampoco.

No dijimos nada. Colgamos a regañadientes.

Estaba nevando cuando pasé por delante de un cementerio cerrado por una verja de hierro. Advertí que estaba rezando al ritmo de mis pies. Apreté el paso. Era una tarde hermosa. La nieve, que hasta el momento había sido liviana, comenzó a caer con fuerza. Me arrebujé en el abrigo. Me encontraba en mi quinto mes de embarazo y el bebé se movió dentro de mí.

El estudio estaba caldeado y bien iluminado. Richard Sohl, mi querido pianista, abandonó su puesto para hacerme café. Los músicos nos reunimos. Era nuestra última noche en Nueva York hasta que yo diera a luz. Fred dijo unas palabras sobre el fallecimiento de Warhol. Grabamos «Up There Down There». En mitad de la sesión alcé la imagen de un cisne trompetero, el cisne de mi infancia.

Salí a la oscuridad de la noche. Había dejado de nevar y parecía que la ciudad entera, en conmemoración de Andy, estuviera cubierta por un manto de nieve intacta, blanca y evanescente como sus cabellos.

——>>*<<——

Volvimos a reunimos todos en Los Ángeles. Robert, que estaba visitando a su hermano menor, Edward, decidió hacer allí la fotografía para la carátula mientras que Fred y yo terminábamos el álbum con nuestro coproductor, Jimmy Iovine.

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