Éramos unos niños (25 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Yo quería ir sola, pero Sam quiso estar presente. La técnica de Vali era primitiva: una aguja de coser muy grande que ella iba chupando, una vela y un tintero de tinta añil. Había decidido ser estoica y no abrí la boca mientras ella me tatuaba el rayo en la rodilla. Cuando terminó, Sam le pidió que le tatuara la mano izquierda. Ella le perforó repetidamente la carne entre los dedos índice y pulgar hasta que apareció una luna creciente.

Una mañana, Sam me preguntó dónde estaba mi guitarra y le dije que se la había regalado a mi hermana menor, Kimberly. Esa tarde me llevó a una tienda de guitarras del Village. Había guitarras acústicas colgadas de la pared, como en una casa de empeños, solo que el cascarrabias del dueño no parecía querer separarse de ninguna. Sam me dijo que escogiera la que quisiera. Miramos muchas Martins, incluyendo algunas bonitas con incrustaciones de madreperla, pero la que me llamó la atención fue una estropeada Gibson negra, un modelo de la Gran Depresión. La trasera se había resquebrajado y la habían reparado y los clavijeros estaban roñosos. Pero había algo en ella que me enamoró. Pensé que, por su aspecto, nadie la querría salvo yo.

—¿Estás segura de que es esta, Patti Lee? —me preguntó Sam.

—Es la única —dije yo.

Sam pagó doscientos dólares por ella. Yo creía que el dueño se alegraría, pero nos siguió por la calle, diciendo: «Si alguna vez no la quieren, se la volveré a comprar».

Fue un bonito detalle que Sam me comprara una guitarra. Me recordó a una película que había visto titulada
Beau Geste,
protagonizada por Gary Cooper. El actor interpreta a un soldado de la Legión Extranjera francesa que, a costa de su propia reputación, protege a la mujer que lo crió. Decidí poner Bo a la guitarra, tal como suena Beau. Así me recordaría a Sam, que también se había enamorado de la guitarra.

Bo, que sigo conservando como un tesoro, se convirtió en mi verdadera guitarra. Con ella he compuesto la mayor parte de mis canciones. Compuse la primera para Sam, anticipando su marcha. Los remordimientos pesaban en nuestra vida y obra. Nos sentíamos más unidos que nunca, pero él tenía que marcharse y los dos lo sabíamos.

Una noche, mientras permanecíamos en silencio, pensando en lo mismo, Sam se levantó de golpe y puso su máquina de escribir encima de la cama.

—Escribamos una obra de teatro —dijo.

—No sé cómo escribir teatro —respondí.

—Es fácil —dijo él—. Empezaré yo.

Describió mi habitación de la calle Veintitrés: las matrículas, los discos de Hank Williams, el cordero de juguete, la cama en el suelo, y a continuación introdujo su personaje, Slim Shadow.

Luego, me acercó la máquina de escribir y dijo:

—Te toca, Patti Lee.

Decidí llamar Cavale a mi personaje. Me inspiré en una escritora franco-argelina llamada Albertine Sarrazin, que, como Genet, fue una huérfana precoz que se movía fluidamente entre la literatura y la delincuencia. Mi libro preferido se titula
La Cavale,
que se ha traducido como
La fuga.

Sam tenía razón. Escribir la obra no fue nada difícil. Nos limitamos a contarnos historias. Los personajes éramos nosotros y juntos plasmamos nuestro amor, imaginación e indiscreciones en
Boca de cowboy.
Quizá no fuera tanto una pieza teatral como un ritual. Ritualizamos el final de nuestro idilio y abrimos una puerta para la fuga de Sam.

Cavale es la delincuente de la historia. Secuestra a Slim y lo esconde en su guarida. Ambos se aman y discuten, y crean un lenguaje propio, improvisando poesía. Cuando llegamos a la parte en que teníamos que improvisar una discusión en un lenguaje poético, me entró miedo.

—No puedo hacerlo —dije—. No sé qué decir.

—Di lo que sea —me propuso Sam—. No puedes hacerlo mal cuando improvisas.

—¿Y si meto la pata? ¿Y si fastidio el ritmo?

—No puedes —dijo él—. Es como tocar la batería. Si te saltas un compás, creas otro.

En aquella sencilla conversación Sam me enseñó el secreto de la improvisación, un secreto al que he recurrido desde entonces.

Boca de cowboy
se estrenó a finales de abril en el teatro American Place de la calle Cuarenta y seis Oeste. En la obra, Cavale intenta cambiar a Slim para que encaje en su imagen de salvador del rock and roll. Slim, al principio embriagado con la idea y cautivado por Cavale, debe terminar diciéndole que no puede hacer realidad su sueño. Slim Shadow regresa a su mundo, vuelve con su familia, retoma sus responsabilidades y deja sola a Cavale, liberándola.

Sam estaba ilusionado porque la obra era buena, pero ponerse al descubierto en el escenario le producía mucha tensión. Dirigidos por Robert Glaudini, los ensayos fueron desiguales y animados, sin la limitación de un público. El primer preestreno tuvo lugar en una escuela local y fue liberador porque los alumnos se rieron, aplaudieron y nos animaron. Parecía que estuviéramos colaborando con ellos. Pero en el preestreno oficial fue como si Sam despertara y tuviera que exponer sus problemas reales delante de personas reales.

En la tercera función, desapareció. Cancelamos la obra. Y, al igual que Slim Shadow, Sam regresó a su mundo, volvió con su familia y retomó sus responsabilidades.

Experimentar con la obra también me enseñó cosas de mí. No tenía la menor idea de cómo la imagen de Cavale de un «Jesús del rock and roll con boca de cowboy» podía aplicarse a lo que estaba haciendo, pero, mientras cantábamos, discutíamos y nos obligábamos a quitarnos la coraza, descubrí que en el escenario me sentía como en casa. No era actriz; no trazaba ninguna línea entre la vida y el arte. Era la misma dentro y fuera de él.

Antes de abandonar Nueva York para irse a Nueva Escocia, Sam me dio un sobre con dinero. Era para que me cuidase.

Me miró, mi vaquero con costuras indias. «Sabes, los sueños que tenías para mí no eran mis sueños —dijo—. A lo mejor son los tuyos.»

Me encontraba en una encrucijada. No estaba segura de qué hacer. Robert no se recreó en la marcha de Sam. Y cuando Steve Paul se ofreció a llevarme a México con unos cuantos músicos más para componer canciones, me animó a ir. México representaba dos cosas que me encantaban: el café y Diego Rivera. Llegamos a Acapulco a mediados de junio y nos alojamos en un chalet inmenso con vistas al mar. No compuse muchas canciones, pero bebí mucho café.

Un peligroso huracán mandó a todo el mundo a casa, pero yo me quedé y, al final, regresé pasando por Los Ángeles. Fue allí donde vi una enorme valla publicitaria de
L. A. Woman,
el nuevo álbum de los Doors: la imagen de una mujer crucificada en un poste de telégrafos. Pasó un coche y oí los compases de su nuevo single sonando en la radio, «Riders on the Storm». Me remordió la conciencia por casi haber olvidado la influencia tan importante que había sido Jim Morrison para mí. Él me había dado la idea de fusionar poesía y rock and roll, y decidí comprar el álbum y hacerle una buena crítica.

Cuando regresé a Nueva York comenzaron a llegar de Europa noticias fragmentadas de su fallecimiento en París. Durante un día o dos nadie estuvo seguro de qué había sucedido. Jim había muerto misteriosamente en una bañera el 3 de julio, el mismo día que Brian Jones.

Al subir la escalera, supe que algo andaba mal. Oí a Robert gritando: «¡Te amo! ¡Te odio! ¡Te amo!». Abrí la puerta de su estudio. Estaba mirando un espejo ovalado, flanqueado por un látigo negro y una máscara de diablo que había pintado meses antes. Tenía un mal viaje, estaba debatiéndose entre el bien y el mal. El diablo era el ganador, transformándole las facciones, que tenía deformadas y rojas, como las de la máscara.

Yo carecía de experiencia en aquella clase de situaciones. Recordé cómo me había ayudado él cuando me drogaron en el Chelsea y le hablé con calma mientras quitaba la máscara y el látigo de su vista. Al principio me miró como si fuera una desconocida, pero pronto su respiración fatigosa se serenó. Agotado, me siguió hasta la cama, apoyó la cabeza en mi regazo y se quedó dormido.

Su dualidad de carácter me perturbaba, sobre todo porque temía que lo perturbara a él. Cuando nos conocimos, su obra reflejaba una creencia en Dios como amor universal. Sin saber cómo, se había descarriado. Su obsesión católica por el bien y el mal se había reafirmado, como si tuviera que escoger entre uno u otro. Había roto con la Iglesia y, ahora, la Iglesia se estaba rompiendo dentro de él. Su viaje exageraba su miedo a haberse aliado de forma irrevocable con las fuerzas oscuras, su pacto fáustico.

Se aficionó a decir que era malvado, en parte en broma o solo para sentirse distinto. Lo observé mientras se ceñía una bragueta de cuero. Sin duda, era más dionisíaco que satánico, más partidario de la libertad y de las experiencias extremas.

—Sabes que no necesitas ser malo para ser distinto —dije—. Eres distinto. Los artistas son una raza aparte.

Él me abrazó. Noté la presión de la bragueta.

—Robert —chillé—, no seas malo.

—Estabas avisada —dijo, guiñándome un ojo.

Robert se marchó y regresé a mi parte del loft. Lo vi fugazmente desde la ventana cuando pasó por delante de la Asociación de Jóvenes Cristianos. El artista y puto era también el buen hijo y el monaguillo. Estaba convencida de que volvería a abrazar la noción de que no hay mal puro, ni bien puro, sino solo pureza.

Como no tenía ingresos suficientes para dedicarse a una sola actividad, Robert continuaba trabajando en varias facetas artísticas a la vez. Hacía fotografía cuando podía permitírselo, diseñaba collares cuando disponía de los componentes y creaba obras con los materiales que encontraba. Pero no cabía duda de que se estaba decantando por la fotografía.

Yo fui su primera modelo y luego lo fue él. Comenzó haciéndome fotografías en las que incorporaba mis tesoros o sus objetos rituales y pasó a fotografiar desnudos y retratos. Con el tiempo, David, que era la musa ideal para Robert, me liberó de algunas de mis obligaciones. David era fotogénico y flexible y aceptaba de buen grado las insólitas propuestas de Robert, como posar tumbado sin más ropa que unos calcetines, desnudo y envuelto en redecilla negra o amordazado con una pajarita.

Robert continuaba utilizando la cámara Land 360 de Sandy Daley. La configuración y las opciones eran limitadas, pero, técnicamente, era sencilla y él no necesitaba fotómetro. Para conservar las instantáneas, extendía sobre ellas una sustancia cérea rosa. Si se le olvidaba, iban perdiendo color. Robert lo aprovechaba todo de la Polaroid, el cartucho para marcos, la lengüeta y, de vez en cuando, hasta los semifallos, manipulando la imagen con emulsión.

El precio de la película lo obligaba a no desaprovechar ninguna fotografía. No le gustaba cometer errores ni desperdiciar película y, por ese motivo, desarrolló decisión y un ojo rápido. Era preciso y prudente, primero por necesidad; luego, por costumbre. Observar sus veloces progresos era gratificante, porque me sentía parte de ellos. El credo que establecimos como artista y modelo era simple. Confío en ti, confío en mí.

——>>*<<——

En la vida de Robert entró una importante presencia nueva. David le había presentado al director de fotografía del Museo Metropolitano de Arte. John McKendry estaba casado con Maxime de la Falaise, una figura desatacada de la alta sociedad neoyorquina. John y Maxime permitieron acceder a Robert a un mundo que era todo lo glamuroso que él podía haber deseado. Maxime era una excelente cocinera y organizaba cenas muy elaboradas donde servía platos poco conocidos basados en su amplio conocimiento de la historia de la gastronomía inglesa. Por cada plato sofisticado que presentaba, sus invitados servían conversaciones igualmente bien aderezadas. Comensales habituales eran Bianca

Jagger, Marisa y Berry Berenson, Tony Perkins, George Plimpton, Henry Geldzahler, Diane y el príncipe Egon de Fürstenberg.

Robert quería introducirme en aquel estrato de la sociedad: personas fascinantes y cultas que esperaba que pudieran ayudarnos y con las que creía que podía identificarme. Como de costumbre, aquello suscitó más de un conflicto entre ambos. Yo no iba bien vestida, estaba incómoda, si no aburrida, y pasaba más tiempo pululando por la cocina que charlando en la mesa. Maxime era paciente conmigo, pero John parecía entender realmente mi sensación de ser una extraña. A lo mejor también se sentía aislado. Yo lo apreciaba mucho y él hacía todo lo posible para que estuviera cómoda. Nos sentábamos juntos en su canapé estilo imperio y él me leía pasajes de
Iluminaciones
de Rimbaud en el francés original.

Debido a su cargo de excepción en el Museo Metropolitano, John tenía acceso a las cámaras que albergaban toda la colección de fotografía del museo, en su mayoría no expuesta nunca al público. Su especialidad era la fotografía victoriana, por la cual él sabía que yo también tenía debilidad. Nos invitó, a Robert y a mí, a ver la colección. Había archivadores horizontales del suelo al techo, estanterías metálicas y cajones que contenían fotografías antiguas de los primeros maestros de la fotografía: Fox, Talbot, Alfred Stieglitz, Paul Strand y Thomas Eakins.

Tener la posibilidad de ver aquellas fotografías, de tocarlas y hacerse una idea del papel y la mano del artista tuvo un enorme impacto en Robert. Las estudió con atención: el papel, el revelado, la composición y la intensidad de los negros. «La luz lo es todo», dijo.

John reservó las imágenes más sobrecogedoras para el final. Una a una, nos enseñó fotografías prohibidas para el público, entre ellas los exquisitos desnudos de Georgia O'Keeffe realizados por Stieglitz. Tomados en el momento culminante de su relación, su intimidad ponía de manifiesto la inteligencia de ambos y la belleza masculina de O'Keeffe. Mientras Robert se concentraba en los aspectos técnicos, yo me fijaba en cómo Georgia O'Keeffe se relacionaba con Stieglitz, sin artificios. A Robert le interesaba cómo hacer la fotografía y a mí cómo ser la fotografía.

Aquella visita clandestina fue uno de los primeros pasos en la relación filantrópica pero compleja de John con Robert. Le compró una cámara Polaroid y le consiguió una subvención de Polaroid que le suministraba toda la película que necesitaba. Aquel gesto coincidía con el creciente interés de Robert por la fotografía. Lo único que se lo había impedido era el precio prohibitivo de la película.

John no solo amplió el círculo social de Robert en Estados Unidos, sino también a nivel internacional, pues no tardó en llevarlo a París en un viaje relacionado con el museo. Era la primera vez que Robert viajaba al extranjero. Su experiencia de París fue opulenta. Su amiga Loulou era la hijastra de John y tomaron champán con Yves Saint Laurent y su socio Pierre Bergé, según escribió desde el Café de Flore. En su postal, decía que estaba fotografiando estatuas, incorporaba por primera vez a la fotografía su pasión por la escultura.

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