Éramos unos niños (24 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Ver a personas mirando la obra que yo había visto crear a Robert fue una experiencia muy intensa. Había dejado de pertenecer a nuestro mundo privado. Era lo que siempre había deseado para él, pero compartirla con otros despertaba mi instinto posesivo. No obstante, el sentimiento que prevalecía en mí era la alegría de ver la expresión satisfecha de Robert mientras vislumbraba el futuro que tan resueltamente había buscado y tanto se había esforzado por alcanzar.

En contra de su predicción, Charles Coles compró el retablo y no recuperé nunca la piel de lobo, el pañuelo ni el crucifijo.

——>>*<<——

«Está muerta.» Bobby llamó desde California para decirme que Edie Sedgwick había muerto. Yo no la conocía, pero, cuando era adolescente, encontré una revista
Vogue
con una fotografía de ella en la que hacía una pirueta encima de una cama delante del dibujo de un caballo. Parecía profundamente ensimismada, como si en el mundo no existiera nadie más que ella. La arranqué y la clavé en la pared.

Bobby parecía sinceramente afligido por su prematura muerte. «Componle un poema», dijo, y prometí hacerlo.

Si quería componer una elegía para una muchacha como Edie, tenía que conectar con mi muchacha interior. Obligada a plantearme qué significaba ser mujer, me sumergí en mi esencia femenina, guiada por la muchacha ensimismada delante de un caballo blanco.

Estaba en la onda beat. Mis biblias se encontraban apiladas en pequeños montones. The Holy Barbarians. Los jóvenes airados. Rebusqué entre mis cosas y encontré algunos poemas de Ray Bremser. Me ponía a cien. Ray era como un saxofón humano. Percibías su facilidad para la improvisación en la manera en que el lenguaje se vertía como notas lineales. Inspirada, puse algo de Coltrane, pero no ocurrió nada. Solo estaba mareando la perdiz. Truman Capote acusó una vez a Kerouac de que no se sentaba a escribir, sino a mecanografiar. Pero Kerouac volcaba su alma en rollos de papel mecanográfico mientras aporreaba la máquina de escribir. Yo sí estaba mecanografiando. Me levanté con brusquedad, frustrada.

Cogí la antología de escritores beat y encontré «The Beckoning Sea», de George Mandel. Lo leí en voz baja y, después, a todo pulmón, para imbuirme del mar que anidaba en sus palabras y en el creciente ritmo de las olas. Seguí leyendo, declamando a Corso y Maiakovski y regresando al mar, para que George me ayudara a dar el salto.

Robert había entrado con sus pies felinos. Se sentó y asintió con la cabeza. Escuchó con todo su ser. Mi artista que no leería jamás. Luego se agachó y cogió un puñado de poemas del suelo.

—Tienes que cuidar mejor tu obra —dijo.

—Ni siquiera sé qué estoy haciendo —argüí, encogiéndome de hombros—, pero no puedo parar. Soy como un escultor ciego dando martillazos.

—Necesitas mostrar a la gente lo que sabes hacer. ¿Por qué no das un recital?

Me sentía frustrada con la escritura; no era una actividad suficientemente física.

Robert me dijo que tenía algunas ideas.

—Te conseguiré un recital, Patti.

Yo no esperaba dar ningún recital de poesía en un futuro próximo, pero la idea me fascinó. Había compuesto los poemas para mi propia satisfacción y la de unas pocas personas. Quizá fuera hora de averiguar si podía aprobar el examen de Gregory. En mi fuero interno, sabía que estaba preparada.

También había empezado a escribir más artículos para revistas de rock:
Crawdaddy, Circus, Rolling Stone.
Era una época en que la profesión de periodista musical podía ser una ocupación noble. Paul Williams, Nick Tosches, Richard Meltzer y Sandy Pearlman eran algunos de los escritores que admiraba. Tenía como modelo a Baudelaire, que escribió algunas de las críticas más grandes y personales del arte y la literatura del siglo XIX.

Recibí un álbum doble de Lotte Lenya entre un montón de discos para reseñar. Estaba decidida a que aquella gran artista fuera reconocida y llamé a Jann Wenner de
Rolling Stone.
No había hablado nunca con él y mi petición pareció desconcertarlo. Pero cuando le dije que en la carátula de
Bringing It All Back Home
Bob Dylan tenía un disco de Lotte Lenya en la mano, se ablandó. Tras la experiencia de mi poema para Edie Sedgwick, intenté reseñar el papel de Lotta Lenya como artista y potente presencia femenina. Concentrarme en aquel artículo me permitió fundir poesía y prosa, y me ofreció otro modo de expresarme. No creí que fueran a publicarlo, pero Jann me llamó para decirme que, pese a hablar como una camionera, había escrito un artículo excelente.

Colaborar con revistas de rock me puso en contacto con los escritores que admiraba. Sandy Pearlman me regaló
The Age of Rock II,
una antología publicada por Jonathan Eisen que reunía algunos de los mejores escritos sobre música del año anterior. El que más me conmovió fue un entusiasta pero bien informado artículo sobre música a cappella escrito por Lenny Kaye. Hablaba de mis raíces y me recordó las calles de mi juventud, donde los chicos se reunían en las esquinas para cantar melodías a tres voces de rhythm and blues. También contrastaba con el tono cínico y condescendiente de la mayoría de las críticas de la época. Decidí localizarlo y darle las gracias por un artículo tan inspirador.

Lenny trabajaba como dependiente en Village Oldies de Bleecker Street y me pasé por allí un sábado por la noche. La tienda tenía tapacubos en la pared y estanterías llenas de singles antiguos. En aquellos polvorientos montones de discos había casi cualquier canción que se te ocurriera buscar. En las visitas que hice más adelante, si no había clientes, Lenny ponía sus singles preferidos y bailábamos al ritmo de «Bristol Stomp» de The Dovells o nos marcábamos unos pasos de rock mientras Maureen Gray cantaba «Today's the Day».

El ambiente estaba cambiando en Max's. La residencia de verano de The Velvet Underground había atraído a los nuevos custodios del rock and roll. En la mesa redonda a menudo había músicos, prensa rockera y Danny Goldberg, que conspiraba para revolucionar el negocio de la música. Lenny se codeaba con Lillian Roxon, Lisa Robinson, Danny Fields y otros que, poco a poco, estaban haciendo suya la sala vip. Aún cabía esperar que Holly Woodlawn hiciera una entrada triunfal, Andrea Feldman bailara encima de las mesas y Jackie y Wayne hicieran gala de su genial desenvoltura, pero tenían sus días contados como centro de atención de Max's.

Robert y yo pasábamos menos tiempo allí y buscábamos nuestros propios ambientes. No obstante, Max's aún reflejaba nuestro destino. Robert había empezado a fotografiar a los clientes que llevaba Warhol aunque ya estuvieran en retirada. Y, poco a poco, yo me estaba codeando con el mundo del rock y con quienes lo habitaban, a través de la escritura y, a la larga, mis actuaciones.

Sam alquiló una habitación con balcón en el Chelsea. Me encantaba estar allí, volver a tener una habitación en el hotel. Podía ducharme siempre que quería. A veces solo leíamos sentados en la cama. Yo leía sobre Caballo Loco y él a Samuel Beckett.

Sam y yo tuvimos una larga discusión sobre nuestra vida en común. Entonces ya me había revelado que estaba casado y tenía un hijo pequeño. Quizá fuera la despreocupación de la juventud, pero yo no era del todo consciente de que nuestra irresponsabilidad podía afectar a otras personas. Conocí a su mujer, Olan, una actriz joven y con talento. No esperé jamás que Sam la dejara, y los tres nos adaptamos a aquel pacto tácito de coexistencia. Él se marchaba a menudo y me permitía quedarme sola en su habitación con sus vestigios: su manta india, la máquina de escribir y una botella de ron del Barrilito superior especial.

A Robert le horrorizaba la idea de que Sam estuviera casado. «Terminará dejándote», decía, pero eso yo ya lo sabía. Robert suponía que Sam era un vaquero imprevisible.

«Tampoco te gustaría Jackson Pollock», repliqué. Robert se limitó a encogerse de hombros.

Yo estaba escribiendo un poema para Sam, un homenaje a su obsesión con los vagones de ganado. Era un poema titulado «Bailad of a Bad Boy». Saqué la hoja de la máquina de escribir y lo leí en voz alta mientras me paseaba por la habitación. Funcionaba. Poseía la energía y el ritmo que estaba buscando. Llamé a la puerta de Robert. «¿Quieres oír una cosa?», dije.

Aunque estábamos un poco distanciados en aquel período, Robert con David y yo con Sam, teníamos nuestro territorio común. Nuestro arte. Como había prometido, Robert estaba decidido a conseguirme un recital. Intercedió por mí con Gerard Malanga, que iba a leer sus poemas en la iglesia de Saint Mark en febrero. Gerard accedió generosamente a que fuera su telonera.

The Poetry Project, liderado por Anne Waldman, era un foro deseable incluso para los poetas más consumados. Todo el mundo —Robert Creeley, Alien Ginsberg y Ted Berrigan entre otros— había recitado allí. Si leía mis poemas alguna vez, aquel tenía que ser el lugar. M i objetivo no era solo hacerlo bien o defenderme. Era dejar huella en Saint Mark. Lo hacía por la poesía. Lo hacía por Rimbaud y lo hacía por Gregory. Quería impregnar la palabra escrita de la inmediatez y el ataque frontal del rock and roll.

Todd me sugirió que fuera agresiva y me regaló un par de botas negras de piel de serpiente para que me las pusiera. Sam sugirió que aña diera música. Pensé en todos los músicos que habían pasado por el Chelsea y entonces recordé que Lenny Kaye me había dicho que tocaba la guitarra eléctrica. Fui a verlo.

—Tocas la guitarra, ¿verdad?

—Sí, me gusta tocar la guitarra.

—¿Serías capaz de tocar un accidente de coche con una guitarra eléctrica?

—Sí —respondió él sin vacilar, y accedió a acompañarme. Vino a la calle Veintitrés con su Melody Maker y un pequeño amplificador Fender y tocó mientras yo recitaba mis poemas.

El recital estaba programado para el 10 de febrero de 1971. Judy Linn nos sacó una fotografía, a Gerard y a mí, sonriendo delante del Chelsea, para el folleto. Investigué si había algún buen augurio relacionado con la fecha: luna llena. El cumpleaños de Bertolt Brecht. Favorables los dos. En homenaje a Brecht, decidí inaugurar el recital cantando «Mackie Navaja». Lenny me acompañó con la guitarra.

La noche prometía. Gerard Malanga era un poeta y artista de performance muy carismático y atrajo a Andy Warhol y a casi toda la élite de su mundo, incluidos Lou Reed, Rene Ricard y Brigid Berlin. Los amigos de Lenny fueron a animarlo: Lillian Roxon, Richard y Lisa Robinson, Richard Meltzer, Roni Hoffman, Sandy Pearlman. Había un contingente del Chelsea entre los que se encontraban Peggy, Harry, Matthew y Sandy Daley. Poetas como John Giorno, Joe Brainard, Annie Powell y Bernadette Mayer. Todd Rundgren trajo a Miss Christine de The GTOs. Gregory cambiaba continuamente de postura en su asiento junto al pasillo mientras esperaba a ver con qué salía yo. Robert entró con David y se sentaron en primera fila, en el centro. Sam estaba apoyado en la barandilla del primer piso, animándome. El ambiente estaba electrizado.

Anne Waldman nos presentó. Yo estaba excitadísima. Dediqué la velada a delincuentes que iban de Caín a Genet. Escogí poemas como «Oath», que comenzaba: «Jesús murió por los pecados de alguien / pero no por los míos», y suavicé el tono con «Fire of Unknown Origin». Recité «The Devil Has a Hangnail» para Robert y «Cry me a River » para Annie. «Picture Hanging Blues», escrito desde la posición de la novia de Jesse James, estaba, con su estribillo, más próximo a una canción que todo lo que había escrito hasta entonces.

Terminamos con «Bailad of a Bad Boy», acompañado por los duros acordes rítmicos y el
feedback
eléctrico de Lenny. Era la primera vez que se tocaba una guitarra eléctrica en la iglesia de Saint Mark, lo que provocó aplausos y abucheos. Aquel era suelo sagrado para la poesía, objetaron algunos, pero Gregory estaba exultante.

El acto tuvo sus momentos cumbre. En mi actuación, recurrí a toda la arrogancia reprimida que pude reunir. Pero después estaba tan cargada de adrenalina que me comporté como un gallito. No di las gracias ni a Robert ni a Gerard. Tampoco hablé con sus amigos. Me largué con Sam y nos tomamos un par de tequilas con langosta.

Tuve mi noche y fue emocionante, pero pensé que lo mejor sería tomarme las cosas con calma y olvidarlo todo. No tenía la menor idea de cómo asimilar aquella experiencia. Aunque sabía que había ofendido a Robert, él no podía disimular lo orgulloso que estaba de mí. Por otra parte, yo no debía olvidar que habia aflorado una faceta completamente distinta de cuya relación con el arte no estaba segura.

Tras mi recital de poesía me llovieron las ofertas. La revista
Creem
accedió a publicar varios de mis poemas. Me propusieron dar recitales en Londres y Filadelfia, Middle Earth Books se ofreció a publicar un opúsculo de mis poemas y Blue Sky Records, de Steve Paul, me propuso un posible contrato discográfico. Al principio, aquello me halagó, pero después me pareció embarazoso. Era una reacción más extrema que la suscitada por mi corte de pelo.

Me parecía que había sido demasiado fácil. Nada había sido tan fácil para Robert, ni para los poetas que yo admiraba. Decidí dar marcha atrás. Rechacé el contrato discográfico, pero dejé Scribner's y empecé a trabajar para Steve Paul y su novia, Friday. Tenía más libertad y ganaba un poco más, pero Steve se pasaba el día preguntándome por qué prefería hacerle la comida y limpiarle las jaulas de los pájaros a grabar un disco. Yo no creía que estuviera destinada a limpiar jaulas, pero también sabía que no debía aceptar el contrato.

Pensaba en algo que había aprendido leyendo
Crazy Horse: The Strange Man of the Oglalas,
de Mari Sandoz. Caballo Loco cree que vencerá en la batalla, pero que, si se detiene a recoger el botín, será derrotado. Tatúa rayos en las orejas de sus caballos para que se lo recuerden mientras cabalga. Intentaba aplicar su lección a mi vida y procuraba no quedarme con un botín que no me había ganado.

Decidí que quería hacerme un tatuaje similar. Estaba sentada en el vestíbulo dibujando versiones de rayos en mi cuaderno cuando entró una mujer singular. Tenía una alborotada melena pelirroja, un zorro vivo en el hombro y la cara llena de delicados tatuajes. Advertí que, si le borraban los tatuajes, dejarían al descubierto el rostro de Vali, la chica de la tapa de
Amor en la orilla izquierda.
Su fotografía había hallado un lugar en mi pared hacía ya mucho.

Sin más preámbulos, le pregunté si me tatuaría la rodilla. Ella me miró y asintió con la cabeza, sin decir nada. En los días siguientes, acordamos que me haría el tatuaje en la habitación de Sandy Daley y que Sandy lo filmaría, al igual que había hecho con Robert cuando él se perforó el pezón, como si ahora me tocara a mí iniciarme.

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