Éramos unos niños (10 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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A principios de junio, Valerie Solanas disparó a Andy Warhol. Aunque Robert no tendía a ser romántico con los artistas, se disgustó mucho. Adoraba a Andy Warhol y lo consideraba uno de los artistas vivos más importantes. Fue lo más próximo a la idolatría que estuvo nunca. Respetaba a artistas como Cocteau y Pasolini, que fundían vida y arte, pero, para Robert, el más interesante de todos era Andy Warhol, quien documentaba la puesta de escena humana en la Factoría, su estudio forrado de papel de plata.

Yo no sentía por Warhol lo mismo que Robert. Su obra reflejaba una cultura que yo quería evitar. Detestaba la sopa y la lata no me decían apenas nada. Prefería un artista que transformara su época, no que la reflejara.

Poco después, uno de mis clientes y yo nos pusimos a hablar sobre nuestra responsabilidad política. Era año de elecciones y él representaba a Robert Kennedy. Las primarias de California estaban próximas y acordamos volver a vernos después. Me ilusionaba la perspectiva de trabajar para alguien que tenía los ideales que yo admiraba y prometía poner fin a la guerra de Vietnam. Pensaba que la candidatura de Kennedy podría convertir el idealismo en actuaciones políticas eficaces, que a lo mejor se conseguía algo para prestar verdadera ayuda a los necesitados.

Afectado aún por el intento de asesinato de Warhol, Robert se quedó en casa para rendirle homenaje en un dibujo. Yo fui a visitar a mi padre. Era un hombre sabio y justo y quería conocer su opinión sobre Robert Kennedy. Estuvimos sentados juntos en el sofá, viendo los resultados de las primarias. Yo no cabía en mí de gozo cuando Robert Kennedy pronunció el discurso tras la victoria. Lo vimos bajarse del estrado y mi padre me guiñó el ojo, encantado con nuestro prometedor joven candidato y mi entusiasmo. Por unos breves momentos fui tan inocente como para creer que todo iría bien. Lo vimos desfilar entre el público exultante, estrechando manos e irradiando esperanza con la típica sonrisa Kennedy. Entonces se cayó. Vimos que su mujer se arrodillaba junto a él.

El senador Kennedy estaba muerto.

«Papá, papá», dije, sollozando, ocultando la cara en su hombro.

Mi padre me rodeó con el brazo. No dijo nada. Supongo que él ya lo había visto todo. Pero a mí me pareció que, afuera, el mundo se estaba disgregando y que, cada vez más, también lo estaba haciendo el mío.

Regresé a casa y había recortables de estatuas, torsos y nalgas de los griegos, los
Esclavos
de Miguel Ángel, imágenes de marineros, tatuajes y estrellas. Para sintonizarme con él, le leí pasajes de
Milagro de la rosa,
pero Robert siempre iba un paso por delante. Mientras le leía a Genet, era como si se estuviera convirtiendo en Genet.

Tiró su chaleco de piel de carnero y sus collares de cuentas y encontró un uniforme de marinero. No era aficionado al mar. Con el traje y la gorra de marinero me recordaba un dibujo de Cocteau o el mundo del Robert Querelle de Genet. No tenía interés en la guerra pero le atraían sus reliquias y rituales. Admiraba la estoica belleza de los pilotos kamikaze japoneses, que se preparaban la ropa —una camisa meticulosamente doblada, un pañuelo blanco de seda— para ponérsela antes de la batalla.

Me gustaba ser partícipe de sus fascinaciones. Le encontré una chaqueta y un pañuelo de aviador, aunque, en lo que a mí atañía, mi percepción de la Segunda Guerra Mundial estaba influida por la bomba atómica y
El diario de Anna Frank.
Yo reconocía su mundo porque él entraba con gusto en el mío. No obstante, a veces, una transformación inesperada me desconcertaba e incluso me molestaba. Cuando recubrió las paredes y el trabajado techo de nuestro dormitorio con láminas de Mylar me sentí excluida porque parecía que lo hubiera hecho por él más que por mí. Robert tenía la esperanza de que yo lo encontrara estimulante, pero, a mis ojos, tenía el efecto distorsionado de un espejo de feria. Lloré por el desmantelamiento de la capilla romántica donde dormíamos.

A él le decepcionó que no me gustara.

—¿En qué estabas pensando? —le pregunté.

—Yo no pienso —insistió—. Siento.

Robert se portaba bien conmigo, pero lo notaba ausente. Estaba habituada a que no hablara, pero no a que estuviera tan pensativo. Algo le inquietaba, algo que no guardaba relación con el dinero. Nunca dejó de ser cariñoso conmigo, pero parecía preocupado.

Dormía de día y trabajaba de noche. Cuando me despertaba, lo encontraba mirando los cuerpos cincelados por Miguel Ángel, clavados en fila en la pared. Yo habría preferido una discusión al silencio, pero él no era así. Ya no sabía descifrar sus estados de ánimo.

Advertí que de noche no había música. Robert se encerró en sí mismo y comenzó a pasearse arriba y abajo, desconcentrado, sin completar ninguna de sus obras. El suelo estaba sembrado de montajes inconclusos de fenómenos de feria, santos y marineros. No era propio de él dejar sus obras en aquel estado. Era algo por lo que siempre me había reprendido a mí. Me sentía impotente, incapaz de penetrar la estoica oscuridad que lo envolvía.

Fue poniéndose más inquieto conforme crecía su insatisfacción con su obra. «Mi vocabulario visual ya no me funciona», decía. Un domingo por la tarde, desfiguró la entrepierna de una Virgen con un soldador. Cuando hubo terminado, se limitó a encogerse de hombros. «Ha sido un momento de locura», dijo.

Llegó un momento en que la estética de Robert se volvió tan avasalladora que sentí que ya no era nuestro mundo, sino el suyo. Creía en él, pero había transformado nuestro hogar en un teatro de diseño propio. El aterciopelado telón de nuestra fábula había sido sustituido por tonalidades metálicas y satén negro. La morera estaba envuelta en tupida redecilla. Me paseaba arriba y abajo mientras él dormía, chocando contra las paredes como una paloma solitaria presa en los estrechos confines de una caja de Joseph Cornell.

Nuestras noches sin palabras me ponían nerviosa. El cambio de tiempo señaló también un cambio en mí. Sentía un ansia, una curiosidad y una vitalidad que parecían inhibirse todas las tardes cuando salía del metro después del trabajo y caminaba hasta Hall Street. Comencé a ir a Clinton más a menudo para visitar a Janet, pero, si me quedada demasiado rato, Robert se enfadaba de una forma impropia de él y se volvía cada vez más posesivo. «Llevo esperándote todo el día», decía.

Poco a poco, comencé a pasar más tiempo con viejos amigos de Pratt, sobre todo con el pintor Howard Michaels. Él era el muchacho a quien estaba buscando el día que conocí a Robert. Se había mudado a Clinton con el artista Kenny Tisa, pero en ese momento estaba solo. Sus enormes pinturas evocaban la fuerza física de la escuela de Hans Hofmann y sus dibujos, aunque únicos, recordaban los de Pollock y De Kooning.

En mi sed de comunicación, recurrí a él. Comencé a visitarlo con frecuencia antes de volver a casa después del trabajo. Howie, como se le conocía, era conversador, apasionado, culto y activo políticamente. Era un alivio conversar con alguien acerca de todo, ya fuera Nietzsche o Godard. Yo admiraba su obra y tenía ganas de compartir la afinidad de aquellas visitas. Pero, conforme pasó el tiempo, no fui precisamente franca con Robert sobre la naturaleza de nuestra creciente intimidad.

Mirando atrás, el verano de 1968 señaló una época de despertar físico tanto para Robert como para mí. Yo no había comprendido aún que su torturada conducta guardaba relación con su sexualidad. Sabía que me quería mucho, pero pensaba que se había cansado de mí físicamente. En ciertos aspectos, me sentía traicionada, pero, en realidad, fui yo quien lo traicionó.

Huí de nuestro pisito de Hall Street. Robert se quedó destrozado, pero, aun así, fue incapaz de darme una explicación sobre el silencio que nos envolvía.

Para mí no era fácil abandonar el mundo que teníamos él y yo. No estaba segura de adonde ir, así que, cuando Janet me ofreció compartir con ella un sexto piso sin ascensor en el Lower East Side, acepté. Aquel arreglo, aunque doloroso para Robert, era mucho mejor que irme a vivir sola o mudarme al piso de Howie.

Pese a lo mucho que le dolía mi partida, Robert me ayudó a trasladar mis cosas al nuevo piso. Por primera vez, yo tenía una habitación para mí que podía organizar como me apeteciera y comencé una nueva serie de dibujos. Abandoné mis animales circenses y me convertí en mi propia modelo, creando autorretratos que resaltaban una faceta mía más femenina y terrenal. Me aficioné a llevar vestidos y a ondularme el pelo. Me quedaba esperando a que viniera mi pintor, pero la mayoría de veces no lo hacía.

Incapaces de romper nuestro vínculo, Robert y yo continuamos viéndonos. Mientras mi relación con Howie iba y venía, él me suplicaba que volviera. Deseaba que estuviéramos otra vez juntos como si nada hubiera sucedido. Quería perdonarme, pero yo no estaba arrepentida. No deseaba dar marcha atrás, sobre todo porque él parecía albergar aún una vorágine interna que se negaba a expresar.

A principios de septiembre, Robert se presentó en Scribner's de forma inesperada. Vestido con una larga trinchera granate de piel abrochada con cinturón, estaba guapo y parecía perdido. Había regresado a Pratt y solicitado una beca de estudios. Se había comprado la trinchera y un billete a San Francisco con parte del dinero.

Dijo que quería hablar conmigo. Salimos y nos quedamos en la esquina de la calle Cuarenta y ocho y la Quinta Avenida.

—Por favor, vuelve —dijo—, o me voy a San Francisco.

Yo no me podía imaginar por qué quería ir allí. Su explicación fue deslavazada, poco concreta. Liberty Street, había alguien que sabía del tema, un piso en el Castro.

Me agarró la mano.

—Ven conmigo. Allí hay libertad. Tengo que descubrir quién soy.

Lo único que yo conocía de San Francisco era el gran terremoto y Haight-Ashbury.

—Yo ya soy libre —dije.

Él me miró con desesperada intensidad.

—Si no vienes, estaré con un tío. Me volveré homosexual —amenazó.

Yo solo lo miré, sin comprender. No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, yo las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad.

No estuve nada compasiva, un hecho que terminé lamentando. Por sus ojos, parecía que hubiera estado trabajando toda la noche colocado de speed. Sin mediar palabra, me entregó un sobre.

Vi cómo se alejaba y se perdía entre la multitud.

Lo primero que me sorprendió fue que hubiera escrito su carta en papel de Scribner's. Su letra, por lo general tan cuidada, estaba plagada de contradicciones: pasaba de ser pulcra y precisa a meros garabatos infantiles. Pero incluso antes de leer las palabras, lo que me conmovió profundamente fue el sencillo encabezamiento: «Patti - Lo que pienso - Robert». Le había pedido, incluso suplicado tantas veces antes de marcharme que me dijera qué estaba pensando, qué tenía en la cabeza. Él no había tenido palabras para mí.

Mientras miraba aquellas hojas, me di cuenta de que había ahondado en sus sentimientos por mí y había intentado expresar lo inexpresable. Imaginar la angustia que lo había impulsado a escribir aquella carta me hizo llorar.

«Abro puertas, cierro puertas», escribía. No amaba a nadie, amaba a todos. Adoraba el sexo, odiaba el sexo. La vida es una mentira, la verdad es una mentira. Sus pensamientos concluían con una herida curativa. «Estoy desnudo cuando dibujo. Dios me tiene de la mano y cantamos juntos.» Su manifiesto como artista.

Prescindí de los aspectos confesionales y acepté aquellas palabras como una hostia consagrada. Él había trazado una línea que me seduciría y terminaría uniéndonos. Doblé la carta y volví a meterla en el sobre, sin saber qué sucedería a continuación.

——>>*<<——

Las paredes estaban cubiertas de dibujos. Emulé a Frida Kahlo y creé una serie de autorretratos completados por versos que reflejaban mi fragmentado estado emocional. Me imaginaba su gran sufrimiento, que hacía que el mío pareciera pequeño. Una noche Janet bajaba mientras yo subía las escaleras de casa. «Nos han robado», gritó. La seguí hasta el piso. Me dije que poseíamos muy pocas cosas que pudieran interesar a un ladrón. Entré en mi habitación. Los ladrones, frustrados por la ausencia de artículos vendibles, habían roto la mayor parte de mis dibujos. Los pocos que seguían intactos estaban llenos de barro y huellas de botas.

Autorretrato, Brooklyn, 1968

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