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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (6 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Yo solo había leído sobre el LSD en un librito de Anaïs Nin titulado
Collages.
No era consciente de la cultura psicodélica que estaba floreciendo en aquel verano de 1967. Tenía un concepto romántico de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas a los poetas, a los músicos de jazz y a los rituales indios. Robert no parecía alterado ni extraño como yo hubiera imaginado. Irradiaba un encanto dulce y picaro, tímido y protector. Paseamos hasta las dos de la madrugada y, finalmente, casi a la vez, nos confesamos que ninguno de los dos tenía adonde ir. Nos reímos, pero era tarde y estábamos cansados.

«Creo que sé un sitio donde podemos pasar la noche —dijo. Su antiguo compañero de piso estaba de viaje—. Sé dónde esconde la llave; no creo que le importe.»

Cogimos el metro y salimos de Brooklyn. Su amigo vivía en un pisito de Waverly, cerca de la Universidad de Pratt. Doblamos por una callejuela, donde Robert encontró la llave escondida debajo de un ladrillo suelto, y entramos en el piso.

Nada más hacerlo, nos entró vergüenza, no tanto por estar solos como porque nos halláramos en una casa ajena. Robert se esmeró por que me sintiera cómoda y luego, pese a lo tarde que era, me preguntó si quería ver su obra, que estaba guardada en un cuarto interior.

La esparció por el suelo para que la viera. Había dibujos y aguafuertes, y desenrolló algunas pinturas que me recordaron a Richard Poussette-Dart y a Henri Michaux. Múltiples energías vertidas sobre palabras entrecruzadas y dibujos de trazo caligráfico. Campos energéticos construidos con estratos de palabras. Pinturas y dibujos que parecían surgir del subconsciente.

Había una serie de discos que entrelazaban las palabras EGO AMOR DIOS y las fusionaban con su propio nombre; parecían alejarse y expandirse sobre las superficies planas de sus pinturas. Mientras los miraba, no pude evitar hablarle de las noches en que, cuando era niña, veía dibujos circulares girando en el techo.

Abrió un libro de arte tántrico.

—¿Como esto? —preguntó.

—Sí.

Reconocí con asombro los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.

El dibujo que Robert había hecho el día de los Caídos me conmovió especialmente. Jamás había visto nada igual. Lo que también me sorprendió fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día que yo había prometido hacer algo con mi vida delante de su estatua.

Se lo conté y él respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, contraído ese mismo día. Me lo regaló sin vacilar y comprendí que, en aquel breve lapso de tiempo, los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza.

Día de los Caídos, 1967

Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin palabras, absorbimos los pensamientos del otro y, justo cuando rompía el alba, nos dormimos abrazados. Cuando nos despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida y yo supe que era mi caballero.

Como si fuera la cosa más natural del mundo, permanecimos juntos, solo nos separábamos salvo para ir al trabajo. No hizo falta decirlo; se sobrentendía.

Durante las semanas siguientes, para dormir bajo techo dependimos de la generosidad de los amigos de Robert, en particular Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo piso de Waverly Avenue habíamos pasado nuestra primera noche juntos. Dormíamos en una habitación abuhardillada donde había un colchón, dibujos de Robert clavados en la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón y mi maleta de cuadros. Estoy segura de que, para aquella pareja, acogernos no fue tarea fácil, porque nuestra situación era precaria y yo era poco sociable. Por las noches, teníamos la suerte de compartir mesa con los Kennedy. Juntamos nuestro dinero y destinamos cada centavo a ahorrar para un piso de alquiler. Yo trabajaba muchas horas en Brentano's y me saltaba las comidas. Trabé amistad con otra empleada que se llamaba Frances Finley. Era encantadoramente excéntrica y muy discreta. Cuando dedujo mi difícil situación, me dejaba una fiambrera con sopa casera en la mesa del guardarropa. Aquel pequeño gesto me fortaleció y selló una sólida amistad.

Quizá fuera debido al alivio de tener por fin un refugio seguro, el caso es que me derrumbé, agotada y crispada emocionalmente. Aunque jamás cuestioné mi decisión de entregar a mi hijo en adopción, aprendí que dar vida y desentenderse de ello no era tan fácil. Durante un tiempo estuve malhumorada y abatida. Lloraba tanto que Robert me llamaba cariñosamente Empapadita.

Robert tuvo una paciencia infinita con mi melancolía en apariencia inexplicable. Yo tenía una familia que me quería y podría haber regresado a casa. Ellos lo habrían entendido, pero yo no quería volver con la cabeza gacha. Tenían sus propios problemas y, ahora, yo tenía un compañero en quien podía confiar. Se lo había contado todo acerca de mi experiencia; no había forma de ocultarlo. Tenía las caderas tan estrechas que el embarazo me había abierto literalmente la piel de la barriga. Nuestro primer contacto íntimo reveló las estrías rojas que me entrecruzaban el abdomen. Poco a poco, con su apoyo, fui capaz de superar mi honda vergüenza.

Cuando por fin hubimos ahorrado dinero suficiente, Robert buscó un sitio donde vivir. Encontró un piso en un edificio de ladrillo de tres plantas emplazado en una calle arbolada a un paso de la línea de metro de Myrtle Avenue y a poca distancia de Pratt. Ocupaba toda la segunda planta y tenía ventanas orientadas a este y oeste, pero yo jamás había estado en un lugar tan extremadamente sórdido. Las paredes estaban llenas de sangre y garabatos de psicótico, el horno repleto de jeringuillas usadas y el frigorífico infestado de moho. Robert llegó a un acuerdo con el propietario. Accedía a limpiarlo y pintarlo con la condición de que solo pagáramos un mes de fianza en vez de los dos estipulados. EI alquiler eran ochenta dólares mensuales. Pagamos ciento sesenta dólares para mudarnos al número 160 de Hall Street. La simetría nos pareció favorable.

La nuestra era una calle pequeña con garajes bajos de ladrillo cubiertos de hiedra que antiguamente habían sido establos. Estaba a un paso de la taberna griega, la cabina telefónica y la tienda de material artistico Jake's, donde comenzaba Saint James Place.

La escalera que conducía a nuestro piso era oscura y estrecha, con una hornacina en la pared, pero nuestra puerta se abría a una soleada cocinita. Desde la ventana que había encima del fregadero se veía una morera enorme. El dormitorio daba a la fachada y tenía trabajados medallones en el techo, cuyas molduras originales databan de finales del siglo XIX.

Robert me había asegurado que lo convertiría en un buen hogar y, fiel a su palabra, trabajó duro para hacerlo realidad. Lo primero que hizo fue lavar y frotar la mugrienta cocina con un estropajo de aluminio. Enceró los suelos, limpió las ventanas y encaló las paredes.

Nuestros escasos efectos personales estaban amontonados en el centro de nuestro futuro dormitorio. Dormíamos sobre los abrigos. Las noches en que se recogía la basura, salíamos a la calle y, mágicamente, encontrábamos lo que necesitábamos. Un colchón viejo bajo una farola, una estantería pequeña, lámparas reparables, cuencos de loza, imágenes de Jesús y la Virgen con recargados marcos desportillados y una raída alfombra persa para mi rincón de nuestro mundo.

Froté el colchón con bicarbonato sódico. Robert puso cables nuevos a las lámparas y les acopló pantallas de pergamino tatuadas con sus dibujos. Era ágil con las manos, el niño que había diseñado joyas para su madre. Invirtió varios días en reparar una cortina de cuentas y la colgó a la entrada del dormitorio. Al principio, no me convenció. Jamás había visto nada igual, pero terminó armonizando con mis elementos gitanos.

Regresé a Nueva Jersey y recogí mis libros y mi ropa. Durante mi ausencia, Robert colgó sus dibujos y cubrió las paredes con telas indias. Adornó la repisa de la chimenea con objetos religiosos, velas y recuerdos del día de Todos los Santos, distribuyéndolos como si fueran objetos sagrados en un altar. Por último, preparó una zona de estudio para mí con una mesita de trabajo y la raída alfombra mágica.

Mezclamos nuestras cosas. Mis pocos discos se guardaban en la caja naranja con los suyos. Mi abrigo estaba colgado junto a su chaleco de piel de carnero.

Mi hermano nos regaló una aguja nueva para el tocadiscos y mi madre nos hizo sándwiches de albóndigas que envolvió en papel de aluminio. Nos los comimos encantados mientras escuchábamos a Tim Hardin, cuyas canciones se convirtieron en las nuestras, en la expresión de nuestro joven amor. Mi madre también mandó un paquete con sábanas y fundas de almohada. Eran suaves y bien conocidas por mí, poseían el lustre debido a años de desgaste. Evocaban en mí el recuerdo de mi madre en el patio, mirando la ropa recién tendida con satisfacción mientras ondeaba al viento bajo el sol.

Los objetos que apreciaba estaban mezclados con la ropa sucia. Mi zona de trabajo era un caos de páginas manuscritas, clásicos enmohecidos, juguetes rotos y talismanes. Clavé fotografías de Rimbaud, Bob Dylan, Lotte Lenya, Piaf, Genet y John Lennon encima de un precario escritorio donde colocaba las plumas, el tintero y los cuadernos: mi desorden monástico.

Al ir a Nueva York, había llevado conmigo unos cuantos lápices de colores y una pizarra de madera para dibujar. Había dibujado una muchacha sentada a una mesa en la que había cartas esparcidas, una muchacha que adivinaba su destino. Era el único dibujo que tenía para enseñar a Robert y a él le gustó mucho. Quiso que probara a trabajar con papel y lápices de buena calidad y compartió su material conmigo. Nos pasábamos horas trabajando uno al lado del otro, los dos hondamente concentrados.

No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos, cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o cien gramos de sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra cena. La completábamos con café para llevar y un cartón de leche. A Robert le encantaba la leche con cacao, pero era más cara y teníamos que ponernos de acuerdo antes de gastar esos centavos de más.

Primer retrato, Brooklyn

Teníamos nuestro trabajo y nos teníamos el uno al otro. Carecíamos de dinero para ir a conciertos o al cine o para comprar discos nuevos, pero poníamos los que teníamos hasta la saciedad. Escuchábamos mi
Madame Butterfly
cantada por Eleanor Steber.
A Love Supreme, Between the Buttons,
Joan Baez y
Blonde on Blonde.
Robert me dio a conocer sus preferidos —Vanilla Fudge, Tim Buckley, Tim Hardin— y su
History of Motown
fue el telón de fondo de nuestras noches de diversión compartida.

Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.

Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.

—Oh, sácales una foto —dijo la mujer a su desconcertado marido—. Creo que son artistas.

—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.

Las hojas estaban adquiriendo colores púrpura y dorado. Había calabazas con caras esculpidas en los portales de las casas de Clinton Avenue.

Dábamos paseos por la noche. A veces veíamos Venus. Era la estrella del pastor y la estrella del amor. Robert la llamaba nuestra estrella azul. Dibujó una estrella con la «t» de Robert y firmaba en azul para que yo lo recordara.

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