Authors: Patti Smith
La luz bañaba las páginas de su cuaderno para colorear, sus manos infantiles. Colorear lo estimulaba, no el acto de rellenar el espacio, sino escoger colores que nadie más elegiría. En el verde de las colinas él veía rojo. Nieve morada, piel verde, sol plateado. Le gustaba el efecto que aquello causaba en los demás, que perturbara a sus hermanos. Descubrió que tenía talento para hacer bocetos. Era un dibujante nato y tergiversaba y abstraía sus imágenes en secreto, percibiendo sus crecientes facultades. Era artista y lo sabía. No se trataba de una noción infantil. Se limitaba a reconocer lo que era suyo.
Escuela de enseñanza de la Biblia, Filadelfia
Primera comunión, Floral Park, Long Island
La luz bañaba los componentes de su querido maletín para diseñar joyas, los frascos de esmalte y los minúsculos pinceles. Tenía los dedos ágiles. Disfrutaba con su aptitud para montar y decorar broches para su madre. No le preocupaba que fuera un pasatiempo de niñas, que un maletín para diseñar joyas fuera un regalo navideño tradicional para una niña. Su hermano mayor, un as de los deportes, se reía de él mientras trabajaba. Su madre, Joan, fumaba un cigarrillo tras otro y admiraba la imagen de su hijo sentado a la mesa, ocupado en diseñarle otro collar más de diminutas cuentas indias. Aquellos collares fueron precursores de los que él llevaría más adelante, cuando hubo roto con su padre y abandonado sus opciones católica, empresarial y militar como consecuencia de las experiencias psicodélicas y su compromiso de vivir únicamente para el arte.
Aquella ruptura no fue fácil para Robert. No podía negar lo que tenía dentro, pero también quería complacer a sus padres. Robert rara vez hablaba de su infancia o familia. Siempre decía que lo habían educado bien, que nunca le había faltado de nada en el aspecto material. Pero siempre reprimía sus verdaderos sentimientos, imitando el carácter estoico de su padre.
Su madre soñaba con que se ordenara sacerdote. A él le gustaba ser monaguillo, pero lo disfrutaba sobre todo porque le permitía acceder a lugares secretos, la sacristía, las cámaras prohibidas, las sotanas y los rituales. No tenía una relación religiosa ni piadosa con la Iglesia, sino estética. La emoción de la batalla entre el bien y el mal le atraía, quizá porque reflejaba su conflicto interno y ponía de manifiesto una línea que tal vez necesitaría cruzar. Pese a ello, en su primera comunión estuvo orgulloso de haber cumplido aquel sacro cometido y le gustó ser el foco de atención. Lucía un enorme lazo blanco como los de Baudelaire y un brazalete idéntico al que había llevado un Arthur Rimbaud muy altivo.
No había ningún rastro de cultura o desorden bohemio en la casa de sus padres. Estaba limpia y ordenada y era un ejemplo de la mentalidad burguesa de la posguerra, las revistas en el revistero, las joyas en el joyero. Su padre, Harry, podía ser severo y crítico y Robert heredó tales cualidades de él, así como sus dedos fuertes y sensibles. De su madre había heredado el sentido del orden y una sonrisa torcida que siempre hacía pensar que tenía un secreto.
Había unos cuantos dibujos de Robert colgados en la pared del pasillo. Mientras vivió con sus padres, hizo todo lo posible por ser un hijo obediente e incluso eligió los estudios que exigía su padre: publicidad. Si descubría alguna cosa por su cuenta, se la guardaba para sí.
A Robert le encantaba oír mis aventuras de infancia, pero, cuando yo le preguntaba por las suyas, tenía poco que decir. Respondía que su familia nunca conversaba mucho, ni leía ni compartía sentimientos íntimos. No tenían una mitología colectiva; una historia de traiciones, tesoros y fuertes en la nieve. Era una existencia segura, pero no una vida de cuento de hadas.
«Mi familia eres tú», decía.
Cuando era adolescente, me metí en problemas.
En 1966, a finales del verano, me acosté con un chico incluso más inexperto que yo y concebimos de forma instantánea. Consulté a un médico, que no se tomó en serio mi preocupación y me despidió con un sermón un poco confuso sobre el ciclo femenino. Pero, conforme pasaban las semanas, supe que estaba encinta.
Me eduqué en una época en que el sexo y el matrimonio eran sinónimos. No se podían conseguir anticonceptivos y, a mis diecinueve años, yo aún era ingenua con respecto al sexo. Nuestra unión fue brevísima; tan tierna que no estaba totalmente segura de que hubiéramos consumado nuestro afecto. Pero la naturaleza, con toda su fuerza, tendría la última palabra. La ironía de que yo, que jamás había querido ser chica ni adulta, me encontrara en aquel apuro no se me escapaba. La naturaleza me había dado una lección de humildad.
El chico, que solo tenía diecisiete años, era tan inexperto que difícilmente se le podían pedir responsabilidades. Iba a tener que ocuparme de todo sola. El día de Acción de Gracias por la mañana, me quedé sentada en la cama plegable del cuarto de la ropa de mis padres. Allí era donde dormía los veranos que trabajaba en la fábrica y el resto del año mientras estudiaba en la facultad de magisterio de Glassboro. Oí a mis padres haciendo café y las risas de mis hermanos cuando se sentaron a la mesa. Yo era la mayor y el orgullo de la familia porque estaba en la universidad. A mi padre le preocupaba que no fuera lo bastante atractiva para encontrar marido y pensaba que la docencia me proporcionaría seguridad. Sería un duro golpe para él si no terminaba mis estudios.
Me quedé mucho tiempo sentada, mirándome las manos apoyadas en la barriga. Había eximido al muchacho de toda responsabilidad. Él era como una mariposa nocturna que pugnaba por salir del capullo y yo no tenía valor para perturbar su torpe salida al mundo. Sabía que él no podía hacer nada. También sabía que yo era incapaz de hacerme cargo de un bebé. Había pedido ayuda a una benévola profesora y ella había encontrado un matrimonio culto que suspiraba por tener un hijo.
Inspeccioné mi cuarto: una lavadora y secadora, una gran cesta de mimbre rebosante de ropa blanca sin lavar, las camisas de mi padre dobladas en la tabla de planchar. Había una mesita donde había colocado mis lápices, mi cuaderno de dibujo y el libro
Iluminaciones.
Seguí sentada, preparándome para enfrentarme a mis padres, rezando para mis adentros. Por un instante, sentí que me podía morir, pero, con la misma inmediatez, supe que todo iría bien.
Es imposible describir la inesperada calma que me invadió. La arrolladora sensación de que tenía un objetivo en la vida eclipsó mis temores. La atribuí al bebé. Imaginé que entendía mi situación. Me sentía totalmente dueña de mí misma. Cumpliría con mi deber y me mantendría fuerte y sana. Jamás miraría atrás. No regresaría a la fábrica ni a la facultad de magisterio. Sería una artista. Demostraría mi valía. Con aquel nuevo propósito, me levanté y fui a la cocina.
Me echaron de la facultad, pero ya no me importaba. Sabía que no estaba destinada a ser maestra, aunque me parecía una ocupación admirable. Continué viviendo en el cuarto de la ropa.
Mi compañera de la facultad, Janet Hamill, me levantó el ánimo. Habia perdido a su madre y vino a vivir con mi familia. Compartí con ella mi reducido espacio. Las dos teníamos nobles ideales, pero también pasión por el rock and roll, y nos pasábamos las noches comparando a los Beatles con los Rolling Stones. Habíamos hecho cola durante horas en Sam Goody para comprar
Blonde on Blonde
y buscado por toda Filadelfia un pañuelo como el que Bob Dylan llevaba en la carátula. Encendimos una vela por él cuando tuvo su accidente de motocicleta. Nos tumbamos en la hierba para escuchar «Light My Fire» en la radio del abollado coche de Janet, aparcado en la cuneta con las puertas abiertas. Nos cortamos las faldas largas igual que la mini de Vanessa Redgrave en
Blow-Up
y buscamos gabanes en tiendas de segunda mano como los que llevaban Oscar Wilde y Baudelaire.
Janet fue mi leal amiga durante mi primer trimestre de embarazo, pero llegó un momento en que tuve que buscar refugio en otra parte, los vecinos puritanos hacían la vida imposible a mis padres, tratándolos como si estuvieran cobijando a una delincuente. Encontré una familia sustituta, también apellidada Smith, más al sur, junto al mar. Un pintor y su esposa ceramista me acogieron amablemente. Tenían un hijo pequeño y el suyo era un entorno disciplinado pero amoroso, regido por la comida macrobiótica, la música clásica y el arte. Yo me sentía sola, pero Janet me visitaba siempre que podía. Tenía algo de dinero para mis gastos. Todos los domingos daba un largo paseo por la playa hasta un bar desierto para tomarme un café y un bollo relleno de mermelada, dos cosas prohibidas en un hogar gobernado por los alimentos sanos. Saboreaba aquellos pequeños lujos y metía veinticinco centavos en la máquina de discos para escuchar «Strawberry Fields» tres veces seguidas. Era mi ritual particular y las palabras y la voz de John Lennon me daban fuerzas cuando vacilaba.
Después de Semana Santa, mis padres vinieron a buscarme. Mi parto coincidía con la luna llena. Me llevaron al hospital de Camden. Debido a mi soltería, las enfermeras fueron extremadamente crueles e indiferentes y me dejaron en una camilla durante varias horas antes de informar al médico de que estaba de parto. Se burlaron de mí por mi pinta de beatnik y mi conducta inmoral. Me llamaron «hija de Drácula» y amenazaron con cortarme la larga melena negra. Cuando llegó el médico, se enfadó mucho. Lo oí gritar a las enfermeras que el niño venía de nalgas y no deberían haberme dejado sola. Mientras tenía fuertes contracciones, por una ventana abierta oí a niños cantando a cappella. Armonía a cuatro voces en las calles de Camden, Nueva Jersey. Cuando la anestesia me hizo efecto, lo último que recuerdo es la cara de preocupación del médico y los susurros de sus ayudantes.
Mi hijo nació en el aniversario del bombardeo de Guernica. Recuerdo que pensé en el cuadro, una mujer que llora con su hijo muerto en brazos. Aunque mis brazos estarían vacíos y había llorado, mi hijo viviría, estaba sano y cuidarían bien de él. Confiaba y creía en aquello con toda mi alma.
El día de los Caídos cogí un autobús a Filadelfia para visitar la estatua de Juana de Arco próxima al Museo de Arte. No había ido a verla en mi primera visita a Filadelfia cuando era pequeña. Qué hermosa estaba a lomos de su caballo, alzando su estandarte hacia el sol, una adolescente que restituyó en el trono a su rey encarcelado solo para ser traicionada y quemada en la hoguera ese mismo día. La joven Juana de Arco, a quien yo había conocido a través de los libros, y el hijo a quien no conocería jamás. Prometí a los dos que haría algo con mi vida y cogí el autobús de vuelta, parándome en Camden para comprarme una larga gabardina gris en la tienda de beneficencia de Goodwill Industries.