Éramos unos niños (7 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Yo empezaba a conocerlo. Él tenía una confianza absoluta en su obra y en mí, pero siempre estaba preocupado por nuestro futuro, por cómo sobreviviríamos, por el dinero. Yo pensaba que éramos demasiado jóvenes para tener esa clase preocupaciones. Era feliz siendo libre. La incertidumbre del aspecto práctico de nuestra vida lo obsesionaba, aunque yo hacía todo lo posible por disipar sus preocupaciones.

Robert se estaba buscando a sí mismo, consciente o inconscientemente. Se encontraba en un nuevo estado de transformación. Se había despojado del uniforme del Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de la Reserva y, después, de la beca, los estudios publicitarios y el peso de complacer a su padre. Cuando tenía diecisiete años, la fraternidad universitaria de los Pershing Rifles le habían fascinado por su prestigio, los botones metálicos, las lustrosas botas, los galones. Era el uniforme lo que le había atraído, de igual forma que la sotana de monaguillo lo había llevado al altar. Pero él servía al arte, no a la Iglesia ni a la patria. Sus collares de cuentas, su pantalón de peto y su chaleco de piel de carnero no eran un disfraz, sino una expresión de libertad.

Después del trabajo, me reunía con él en Manhattan y caminábamos por el East Village bañado de tenue luz amarilla. Pasábamos por delante del Fillmore East y el Electric Circus, los mismos lugares de nuestro primer paseo juntos.

Nos fascinaba pararnos delante del Birdland, el club que John Coltrane había bendecido con su música, o del Five Spot de Saint Mark's Place, donde Billie Holiday solía cantar, donde Eric Dolphy y Ornette Coleman habían abierto el mundo del jazz como si fueran abrelatas humanos.

Entrar no estaba a nuestro alcance. Otros días visitábamos museos de arte. Como solo teníamos dinero para pagar una entrada, uno de los dos veía el museo e informaba al otro.

En una de aquellas ocasiones, fuimos al museo Whitney del Upper East Side, que era relativamente nuevo. Me tocaba a mí entrar sin él y lo hice a regañadientes. Ya no me acuerdo de las obras, pero sí recuerdo que miré por una de las singulares ventanas trapezoidales del museo y vi a Robert en la acera de enfrente, apoyado en un parquímetro, fumando un cigarrillo.

Él me esperó y, cuando nos dirigíamos al metro, dijo: «Un día entraremos juntos y la obra será nuestra».

Algunos días después me sorprendió y me llevó a ver nuestra primera película. En el trabajo le habían regalado dos entradas para el preestreno de
Cómo gané la guerra
, dirigida por Richard Lester. John Lennon tenía un papel importante en el que interpretaba a un soldado llamado Gripweed. A mí me hacía ilusión ver a John Lennon, pero Robert se pasó toda la película durmiendo con la cabeza apoyada en mi hombro.

Robert no se sentía especialmente atraído por el cine. Su película favorita era
Esplendor en la hierba.
La otra película que vimos aquel año fue
Bonnie y Clyde.
A Robert le gustó el lema del cartel: «Son jóvenes. Están enamorados. Roban bancos». En aquella película no se quedó dormido. Lloró. Y, cuando regresamos a casa, estuvo extrañamente callado y me miró como si quisiera transmitirme sin palabras todo lo que sentía. Había visto algo de nosotros en la película, pero yo no estaba segura de lo que era. Pensé para mis adentros que él contenía todo un un¡verso que yo aún desconocía.

El 4 de noviembre Robert cumplió veintiún años. Le regalé una recia pulsera de plata que encontré en una casa de empeños de la calle Cuarenta y dos. Encargué que le grabaran las palabras «Robert Patti estrella azul». La estrella azul de nuestro destino.

Pasamos una noche tranquila mirando nuestros libros de pintura. Mi colección comprendía a De Kooning, Dubuffet, Diego Rivera, una monografía de Pollock y un montoncito de revistas
Art International.
Robert tenía libros ilustrados de gran formato sobre arte tántrico, Miguel Ángel, el surrealismo y arte erótico, que había adquirido en Brentano's. Habíamos añadido catálogos usados de John Graham, Gorky, Cornell y Kitaj que compramos por menos de un dólar.

Nuestros libros de más valor trataban de William Blake. Yo tenía un facsímil muy bonito de
Canciones de inocencia y de experiencia, y
a menudo se lo leía a Robert antes de meternos en la cama. También tenía una antología en pergamino de los escritos de Blake y él poseía la edición de Triannon Press del
Milton
de Blake. Los dos admirábamos el retrato de Robert, el hermano de Blake, que murió joven, dibujado con una estrella a sus pies. Adoptamos la paleta de colores de Blake, matices de rosa, amarillo cadmio y verde musgo, colores que parecían generar luz.

Una tarde de finales de noviembre, Robert regresó a casa un poco alterado. Brentano's tenía algunos aguafuertes a la venta. Entre ellos, había uno de la plancha original de
América: una profecía,
con el monograma de Blake. Él lo había sacado de su carpeta y se lo había metido en la pernera del pantalón. Robert no era de los que robaban; le faltaba temple. Lo hizo de forma impulsiva, por nuestro amor a Blake. Pero, pasadas las horas, se acobardó. Imaginó que sospechaban de él y se escondió en el baño, se lo sacó de la pernera, lo hizo pedazos y lo tiró al váter.

Advertí que le temblaban las manos mientras me lo contaba. Había estado lloviendo y le goteaba agua de los espesos rizos. Llevaba una camisa blanca empapada que se le pegaba a la piel. Al igual que Jean Genet, Robert era un pésimo ladrón. A Genet lo pillaron y encarcelaron por robar volúmenes raros de Proust y rollos de seda a un fabricante de camisas. Ladrones estéticos. Imaginé su sensación de horror y triunfo mientras los pedazos de Blake eran engullidos por las cloacas de Nueva York.

Nos miramos las manos, que teníamos cogidas. Respiramos hondo y aceptamos nuestra complicidad, no en el robo, sino en la destrucción de una obra de arte.

—Al menos, ellos no lo tendrán nunca —dijo.

—¿Quiénes son ellos? —pregunté.

—Cualquiera excepto nosotros —respondió.

Brentano's despidió a Robert. Él invirtió sus días de paro en la continua transformación de nuestro espacio vital. Cuando pintó la cocina, yo me alegré tanto que preparé una comida especial. Hice cuscús con pasas y anchoas y mi especialidad: sopa de lechuga. Aquella exquisitez consistía en caldo de pollo aderezado con hojas de lechuga.

No obstante, poco después de que echaran a Robert, también me despidieron a mí. Había descontado a un cliente chino el importe del impuesto por la compra de un Buda muy caro.

«¿Por qué tengo de pagar impuestos? —había dicho él—. No soy estadounidense.»

Yo no tenía respuesta para eso, de modo que no se lo cobré. Mi criterio me costó el empleo, pero no sentí marcharme. Lo mejor de aquel lugar había sido el collar persa y conocer a Robert, quien, fiel a su palabra, no se lo había regalado a ninguna otra chica. En la primera noche que pasamos en Hall Street me lo regaló a mí, envuelto en papel de seda violeta y atado con una cinta negra de satén.

——>>*<<——

El collar fue pasando de uno a otro con el transcurso de los años. Siempre lo tenía quien lo necesitaba más. Aquella reciprocidad se manifestaba en muchos de nuestros jueguecitos. El más inquebrantable se llamaba «Un día tú y otro yo». La premisa era simplemente que uno de los dos, el protector, debía estar siempre alerta. Si Robert tomaba drogas, yo tenía que estar presente y consciente. Si yo me deprimía, él debía mantenerse animado. Si uno enfermaba, el otro permanecía sano. Era importante que nunca nos permitiéramos excesos el mismo día.

Al principio, yo desfallecí y él estuvo siempre a mi lado para darme un abrazo o decirme unas palabras de aliento, para obligarme a salir de mí misma y sumergirme en mi obra. Pero él también sabía que yo no le fallaría si necesitaba que la fuerte fuera yo.

Robert consiguió un empleo a tiempo completo en FAO Schwarz como escaparatista. Contrataban gente para las fiestas y yo empecé a trabajar como cajera. Era Navidad, pero en aquella famosa juguetería había poca magia entre bastidores. El sueldo era bajísimo, la jornada laboral larguísima y el ambiente desmoralizador. Los empleados teníamos prohibido hablar entre nosotros y hacer juntos los descansos para tomar café. Robert y yo encontramos algunos momentos para reunirnos en secreto junto a plataforma cubierta de heno donde habían instalado el belén. Fue allí donde rescaté la figurilla de un cordero de un cubo de la basura. Robert prometió hacer algo con él.

Le gustaban las cajas de Joseph Cornell y a menudo transformaba cosas inservibles, hilos de colores, rosarios usados, retales y perlas en un poema visual. Se quedaba despierto hasta la madrugada, cosiendo, cortando, pegando y añadiendo toques de témpera. Cuando me despertaba, había una caja terminada para mí, como un regalo de San Valentín. Robert construyó un pesebre de madera para el corderito. Lo pintó de blanco con un corazón sangrante y añadimos números sagrados que se entrelazaban como enredaderas. Hermoso espiritualmente, fue nuestro árbol de Navidad. Colocamos nuestros regalos a su alrededor.

En Nochebuena salimos muy tarde del trabajo y cogimos un autobús en Port Authority con destino a Nueva Jersey. Robert estaba extremadamente nervioso por conocer a mi familia debido a su distanciamiento de la suya. Mi padre nos recogió en la estación de autobuses. Robert regaló a mi hermano Todd uno de sus dibujos, un pájaro que alzaba el vuelo desde una flor. Había hecho las felicitaciones a mano y llevaba libros para mi hermana pequeña, Kimberly.

Para mantener los nervios a raya, Robert decidió tomarse un ácido. Yo jamás me habría planteado tomar drogas en presencia de mis padres, pero para él parecía de lo más natural. Cayó simpático a toda mi familia y nadie advirtió nada raro salvo su sonrisa constante. En el transcurso de la velada, estuvo examinando la amplia colección de baratijas de mi madre, dominada por vacas de toda clase. En especial le atrajo un cuenco vidriado para caramelos cuya tapa era una vaca. Quizá fuera debido a las irisaciones de la superficie morada de aquel objeto en su estado inducido por el LSD, pero lo cierto es que no pudo dejar de mirarlo.

La tarde del día de Navidad nos despedimos y mi madre entregó a Robert una bolsa de la compra con los regalos que tradicionalmente me hacía: libros de arte y biografías. «Hay una cosa para ti.» Le guiñó el ojo. Cuando subimos al autobús para regresar a Port Authority, Robert miró en la bolsa y encontró el cuenco morado con la tapa en forma de vaca envuelto en un trapo de cuadros. Estaba encantado con él, tanto que, años después, cuando ya había muerto, lo encontraron expuesto entre sus jarrones italianos más valiosos.

Cuando cumplí veintiún años, Robert me hizo una pandereta, tatuó la piel de cabra con signos astrológicos y ató cintas multicolores a la base. Puso «Phantasmagoria in Two» de Tim Buckley, se arrodilló y me entregó un librito sobre tarot que había reencuadernado en seda negra. Dentro, me dedicaba unos versos que nos representaban como a la gitana y el loco, donde uno creaba silencio y el otro escuchaba el silencio con atención. En la ruidosa vorágine de nuestras vidas, aquellos papeles se invertirían muchas veces.

Al día siguiente era Nochevieja, la primera que pasábamos juntos. Hicimos nuevas promesas. Robert decidió que solicitaría una beca de estudios y regresaría a Pratt, no para estudiar publicidad como quería mi padre, sino para dedicar sus energías exclusivamente al arte. Me escribió una nota para decirme que crearíamos arte juntos y triunfaríamos, con o sin el resto del mundo.

Hall Street, Brooklyn, 1968

Por mi parte, hice la promesa muda de ayudarle a alcanzar su objetivo cubriendo sus necesidades prácticas. Había dejado la juguetería después de las fiestas y pasé un breve período sin trabajo. Aquello nos arredró un poco, pero me negaba a continuar siendo cajera. Estaba decidida a encontrar un empleo mejor remunerado y más satisfactorio y me sentí afortunada cuando me contrataron en la librería Argosy de la calle Cincuenta y nueve. Trabajaban con libros, grabados y mapas antiguos. No había ningún puesto de dependienta vacante, pero el anciano que estaba al frente, cautivado quizá por mi entusiasmo, me contrató como aprendiz de restauración. Yo me senté a mi oscura mesa de madera maciza atestada de biblias del siglo XVIII, tiras de lino, cinta adhesiva, cola de conejo, cera de abeja y agujas de encuademación, completamente abrumada. Por desgracia, no tenía aptitudes para aquel oficio y, muy a su pesar, el dueño tuvo que dejarme marchar.

Regresé a casa bastante triste. Iba a ser un invierno duro. Robert estaba deprimido por tener que trabajar en FAO Schwarz a tiempo completo. Trabajar como escaparatista avivaba su imaginación y hacía bosquejos para instalaciones. Pero cada vez dibujaba menos. Vivíamos a base de pan duro y latas de estofado de buey. No teníamos dinero para ir a ninguna parte, ni televisor, teléfono ni radio. Pero teníamos nuestro tocadiscos y lo preparábamos para que el disco que habíamos elegido sonara mientras dormíamos.

——>>*<<——

Necesitaba conseguir otro empleo. Mi amiga Janet Hamill trabajaba en la librería Scribner's y, una vez más, como había hecho en la facultad, halló el modo de compartir su buena suerte conmigo. Habló con sus superiores y ellos me ofrecieron un puesto. Parecía un empleo de ensueño, trabajar en la librería de la prestigiosa editorial donde el gran Maxwell Perkins había publicado a escritores como Hemingway y Fitzgerald. Donde los Rothschild compraban sus libros y había cuadros de Maxfield Parrish colgados en el hueco de la escalera.

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