Authors: Patti Smith
Los cocineros lo conocían bien y le dieron comida en bolsas de papel de estraza. Él les devolvió el favor contándoles sus viajes de Manhattan a Venus. Anduvimos hasta el parque, nos sentamos en un banco y nos repartimos su botín: una barra de pan duro y una lechuga. Me pidió que quitara las primeras hojas a la lechuga mientras él partía el pan por la mitad. Parte del corazón de la lechuga seguía crujiente.
—Hay agua en las hojas de lechuga —dijo—. El pan te quitará el hambre.
Pusimos las mejores hojas encima del pan y comimos con gusto.
—Un desayuno carcelario —dije.
—Sí, pero nosotros somos libres.
Y aquello lo resumió todo. Saint durmió un rato en la hierba y yo me quedé sentada en silencio, sin miedo. Cuando se despertó, busczbamos por los alrededores hasta encontrar un claro en la hierba. Él cogió un palo y dibujó un mapa celeste. Me dio algunas clases sobre el lugar del hombre en el universo y, luego, sobre el universo interior.
—¿Me sigues?
—Son cosas normales —dije.
Él se rió durante mucho rato.
Nuestra tácita rutina colmó los días siguientes. Por la noche nos separábamos. Yo lo observaba mientras se alejaba. A menudo iba descalzo, con las sandalias al hombro. Me maravillaba que alguien tuviera el valor de andar descalzo por Nueva York, incluso en verano.
Cada cual se buscaba un lugar para dormir. Nunca hablábamos de dónde habíamos pasado la noche. Por la mañana, lo encontraba en el parque y recorríamos los cafés, «pillando lo básico», como decía él. Comíamos pan de pita y tallos de apio. Al tercer día, encontré dos monedas de veinticinco centavos entre la hierba del parque. Tomamos tostadas con mermelada y café, y nos partimos un huevo en el Waverly Diner. Cincuenta centavos era mucho dinero en 1967.
Esa tarde, me hizo una larga recapitulación sobre el hombre y el universo. Parecía satisfecho de mí como alumna, aunque estaba más distraído que de costumbre. Venus, me había dicho, era más que estrella. «Estoy esperando para irme a casa», dijo.
Hacía buen día y nos habíamos sentado en la hierba. Supongo que me quedé dormida. Saint no estaba cuando me desperté. Había un trozo de tiza roja que él había utilizado para dibujar en la acera. Me lo metí en el bolsillo y me marché. Al día siguiente, tenía cierta esperanza de que regresara. Pero no lo hizo. Me había dado lo que necesitaba para seguir adelante.
No estaba triste, porque, cada vez que pensaba en él, sonreía. Lo imaginé saltando en el techo de un furgón que surcaba el cielo rumbo a su planeta elegido, que se llamaba oportunamente como la diosa del amor. Me pregunté por qué me había dedicado tanto tiempo. Me dije que se debía a que los dos llevábamos abrigos largos en julio, la fraternidad de
la bohème.
——>>*<<——
Mi desesperación por encontrar trabajo aumentó e inicié una segunda búsqueda por tiendas de ropa y grandes almacenes. Enseguida comprendí que no iba vestida de la forma adecuada para aquella clase de trabajo. Ni tan siquiera Capezio's, una tienda de ropa de danza clásica, me aceptó, aunque yo había cultivado una imagen convincente de bailarina de conjunto beat. Recorrí la calle Sesenta y Lexington Avenue y, como último recurso, dejé una solicitud en Alexander's, pese a saber que, en realidad, jamás trabajaría allí. Luego me dirigí al centro, absorta en mis circunstancias.
Era viernes, 21 de julio, y, sin esperármelo, me tropecé con un espectáculo desgarrador. John Coltrane, el hombre que nos regaló
A Love Supreme
, había muerto. Montones de personas se habían reunido frente a la iglesia de San Pedro para despedirse de él. Transcurrieron las horas. La gente sollozaba mientras el lamento de amor de Albert Ayler animaba el ambiente. Era como si hubiera fallecido un santo, un santo que había ofrendado música curativa pero a quien no se le había permitido curarse con ella. Junto con todos aquellos desconocidos, experimenté una profunda sensación de pérdida por un hombre a quien no había conocido salvo a través de su música.
Más tarde, paseé por la Segunda Avenida, el territorio del poeta
Frank O'Hara. Una luz rosa bañaba las hileras de edificios tapiados. La luz de Nueva York, la luz de los expresionistas abstractos. Pensé que a Frank le habría encantado el color del día que terminaba. De haber vivido, tal vez habría escrito una elegía para John Coltrane como hizo con Billie Holiday.
Estuve observando el ambiente de Saint Mark's Place mientras anochecía. Muchachos de pelo largo con pantalones acampanados de rayas y casacas militares usadas se paseaban flanqueados por chicas vestidas con ropa india. Las calles estaba empapeladas con folletos que anunciaban la llegada de Paul Butterfield y Country Joe & The Fish. «White Rabbit» sonaba a todo volumen por las puertas abiertas del Electric Circus. El aire estaba cargado de sustancias químicas inestables, moho y el hedor terroso del hachís. Había velas encendidas y grandes lágrimas de cera resbalaban a la acera.
No puedo decir que encajara, pero me sentía segura. Podía moverme con libertad. Había una comunidad errante de gente joven que dormía en los parques en tiendas de campaña improvisadas, los nuevos inmigrantes que invadían el East Village. Yo no me parecía a aquellas personas, pero, gracias al ambiente de distensión, podía pasearme entre ellas. Tenía fe. No percibía ningún peligro en Nueva York y jamás me topé con ninguno. No tenía nada que ofrecer a un ladrón y no temía a los maleantes. No era de interés para nadie y eso obró en mi favor durante las semanas de julio en que estuve vagabundeando, libre para explorar durante el día, durmiendo donde podía por la noche. Buscaba portales, vagones de metro, incluso un cementerio. Me alarmaba despertarme bajo el cielo urbano o sacudida por una mano desconocida. Hora de circular. Hora de circular.
Cuando ya no podía más, regresaba a Pratt, donde a veces me tropezaba con alguien que me dejaba ducharme y pasar la noche en su casa. O, si no, dormía en el rellano cerca de una puerta conocida. No era muy divertido, pero tenía mi mantra, «Soy libre, soy libre». Aunque, al cabo de varios días, mi otro mantra, «Tengo hambre, tengo hambre», parecía desbancarlo. Pero no estaba preocupada. Solo necesitaba un respiro y no iba a darme por vencida. Arrastraba mi maleta de cuadros de portal en portal, intentando no resultar demasiado inoportuna.
Fue el verano en que murió Coltrane. El verano de «Crystal Ship». Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterey. AM radio retransmitió «Ode to Billie Joe». Hubo disturbios en Newark, Milwaukee y Detroit. Fue el verano de la película
Elvira Madigan,
el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida.
Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe.
Hacía calor en Nueva York, pero yo seguía llevando mi gabardina. Me daba confianza cuando recorría las calles en busca de empleo; mi único currículo era una breve temporada en una imprenta, unos estudios incompletos y un uniforme de camarera perfectamente almidonado. Conseguí empleo en un pequeño restaurante italiano de Times Square que se llamaba Joe's. Cuando se me cayó una bandeja de ternera a la parmesana sobre el traje de tweed de un cliente a las tres horas de haberme incorporado, me exoneraron de mis obligaciones. Sabiendo que jamás lograría ser camarera, dejé el uniforme (solo ligeramente manchado) con los zapatos a juego en unos aseos públicos. Me los había regalado mi madre, uniforme blanco y zapatos blancos: en ellos había depositado sus esperanzas de bienestar para mí. Ahora eran como lirios marchitos, abandonados en un lavabo blanco.
Cuando me interné en el denso ambiente psicodélico de Saint Mark's Place, no estaba preparada para la revolución que ya se había iniciado. Había un inquietante clima de vaga paranoia, un trasfondo de rumores, fragmentos de conversación que anticipaban la futura revolución. Me quedaba allí sentada, intentando entenderlo todo, con el aire cargado de humo de marihuana, lo cual puede explicar mis nebulosos recuerdos. Deambulaba por una tupida telaraña de conciencia cultural que no sabía que existía.
Había vivido en el mundo de mis libros, la mayoría escritos en el siglo XIX. Aunque estaba dispuesta a dormir en bancos, metros y cementerios mientras no encontrara trabajo, no estaba preparada para el hambre constante que me atormentaba. Yo era una muchacha flaca que lo quemaba todo enseguida y tenía un apetito voraz. El romanticismo no podía colmar mi necesidad de alimento. Hasta Baudelaire tenía que comer. Sus cartas contenían muchos lamentos desesperados por faltarle la carne y la cerveza negra.
Necesitaba un trabajo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en una de las sucursales de la librería Brentano's. Habría preferido trabajar en el departamento de poesía a tener que registrar las ventas de joyería y artesanía étnica, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: pulseras bereberes, collares de conchas afganos y un Buda incrustado de joyas. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia: dos placas de metal barnizadas unidas por recios hilos negros y plateados, como un escapulario muy viejo y exótico. Costaba dieciocho dólares, lo cual me parecía mucho dinero. Cuando había poco trabajo, lo sacaba del estuche, reseguía la caligrafía grabada en su superficie violeta e imaginaba historias sobre sus orígenes.
Poco después de que empezara a trabajar, entró en la librería el muchacho que había conocido en Brooklyn. Estaba muy diferente con camisa blanca y corbata. Parecía un colegial católico. Me contó que trabajaba en Brentano's de Manhattan y tenía un bono que quería utilizar. Pasó mucho rato mirándolo todo, los abalorios, las figurillas, los anillos de turquesa.
Por fin, dijo:
—Quiero esto.
Era el collar persa.
—Vaya, también es mi preferido —respondí—. Me recuerda un escapulario.
—¿Eres católica? —me preguntó.
—No. Pero las cosas católicas me gustan.
—Yo fui monaguillo. —Me sonrió—. Me encantaba balancear el incensario.
Estaba contenta porque había elegido mi artículo preferido, pero triste por que se lo llevara. Cuando lo envolví y se lo di, dije, sin pensármelo:
—No se lo regales a ninguna chica que no sea yo.
Sentí vergüenza de inmediato, pero él solo sonrió y dijo:
—Descuida.
Después de que se marchara, miré el trozo de terciopelo negro donde había estado el collar persa. A la mañana siguiente, un artículo más trabajado ocupó su lugar, pero carecía de su sencillez y misterio.
Cuando terminó mi primera semana, yo tenía mucha hambre y seguía sin tener adonde ir. Me aficioné a dormir en la tienda. Me escondía en el baño mientras los demás se marchaban y, cuando el vigilante nocturno echaba la llave, dormía encima de mi abrigo. Por la mañana, parecía que hubiera llegado temprano. No tenía ni un centavo y hurgaba en los bolsillos de los empleados en busca de monedas para comprarme galletas de mantequilla de cacahuete en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre, me horroricé cuando no me dieron ningún sobre el día de paga. No había entendido que retenían el sueldo de la primera semana y me fui a llorar al guardarropa.
Cuando regresé a mi puesto, me fijé en que había un hombre merodeando por la librería, observándome. Tenía barba y llevaba una camisa de raya diplomática y una chaqueta con coderas de ante. El supervisor nos presentó. Era escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Pese a tener veinte años, la advertencia de mi madre de que no fuera a ninguna parte con un desconocido resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de cenar hizo que flaqueara y acepté. Esperaba que el tipo, siendo escritor, fuera agradable, aunque parecía más bien un actor que interpretaba a un escritor.
Caminamos hasta un restaurante situado en la base del Empire State. Yo no había comido nunca en un sitio bonito en Nueva York. Intenté pedir algo no demasiado caro y elegí pez espada, cinco dólares con noventa y cinco centavos, lo más barato de la carta. Aún veo al camarero dejando el plato delante de mí con una buena cantidad de puré de patatas y una rodaja de pez espada demasiado hecho. Aunque estaba muerta de hambre, apenas pude disfrutarlo. Me sentía incómoda y no tenía la menor idea de cómo llevar la situación ni de por qué quería él cenar conmigo. Me parecía que se estaba gastando mucho dinero en mí y empecé a preocuparme por lo que esperaría a cambio.
Después de la cena, fuimos a pie hasta Manhattan. Nos dirigimos al este y nos sentamos en un banco del parque Tompkins Square. Yo estaba buscando una vía de escape cuando él sugirió que subiéramos a su piso a tomar una copa. Ahí estaba, pensé. El momento crucial sobre el que me había advertido mi madre. Miraba frenéticamente a mi alrededor, incapaz de responderle, cuando advertí que se acercaba un joven. Fue como si se abriera una puertecita del futuro y de ella saliera el muchacho de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta a la plegaria de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas un poco arqueadas y sus alborotados rizos. Vestía un pantalón de peto y un chaleco de piel de carnero. Llevaba collares de cuentas alrededor del cuello, un pastor hippy. Corrí hacia él y lo agarré por el brazo.
—Hola, ¿te acuerdas de mí?
—Por supuesto —dijo, sonriendo.
—Necesito ayuda —solté—. ¿Te haces pasar por mi novio?
—Claro —respondió, como si mi inesperada aparición no le hubiera sorprendido.
Lo llevé a rastras hasta el escritor de ciencia ficción.
—Este es mi novio —dije, jadeando—. Me ha estado buscando. Está enfadadísimo. Quiere que vuelva a casa ahora mismo.
El hombre nos miró con curiosidad.
—Corre —grité, y el muchacho me cogió de la mano y corrimos hasta el otro extremo del parque.
Sin aliento, nos desplomamos en las escaleras de una casa.
—Gracias, me has salvado la vida —dije. Él acogió aquella noticia con una expresión perpleja—. No te he dicho mi nombre, me llamo Patti.
—Y yo Bob.
—Bob —repetí, mirándolo de verdad por primera vez—. No sé, pero Bob no te pega. ¿Puedo llamarte Robert?
El sol se había puesto en la Avenida B. Él me cogió de la mano y paseamos por el East Village. Me invitó a un
egg cream
en Gem Spa, en la esquina de Saint Mark's Place y la Segunda Avenida. Casi no habló. Solo sonrió y escuchó. Yo le conté historias de mi infancia, las primeras de muchas que vendrían después: le hablé de Stephanie, de La Parcela y del salón de baile country que había enfrente de casa. Me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él. Más adelante, Robert me dijo que se había tomado un ácido.