Éramos unos niños (17 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Cogí una bandeja e inserté las monedas, pero la trampilla no se abrió. Volví a intentarlo, en vano, y entonces me di cuenta de que habían subido el precio a sesenta y cinco centavos. Estaba decepcionada, por no decir más, cuando oí una voz que decía: «¿Te ayudo?».

Me volví y era Alien Ginsberg. No nos conocíamos, pero era imposible no identificar el rostro de uno de nuestros grandes poetas y activistas. Miré sus penetrantes ojos oscuros, acentuados por su oscura barba rizada, y me limité a asentir con la cabeza. Alien insertó los quince centavos que faltaban y también me invitó a una taza de café. Sin abrir la boca, lo seguí hasta su mesa y empecé a comerme el sándwich.

Alien se presentó. Mientras él hablaba de Walt Whitman, mencioné que me había criado en Camden, donde estaba enterrado el poeta. Entonces se inclinó sobre la mesa y me miró con mucha atención.

—¿Eres una chica? —preguntó.

—Sí —respondí—. ¿Hay algún problema?

Él solo se rió.

—Lo siento. Te había tomado por un chico muy bello.

Lo comprendí de inmediato.

—¿Significa eso que tengo que devolver el sándwich?

—No, disfrútalo. El error ha sido mío.

Me contó que estaba escribiendo una larga elegía para Jack Kerouac, que había muerto hacía poco.

—Tres días después del cumpleaños de Rimbaud —dije. Le estreché la mano y nos separamos.

Al cabo de un tiempo, Alien se convirtió en mi buen amigo y maestro. A menudo recordábamos nuestro primer encuentro y en una ocasión me preguntó cómo describiría la forma en que nos conocimos. «Yo diría que me diste de comer cuando tenía hambre», respondí. Y era verdad.

Nuestra habitación se estaba llenando de cosas. Ahora no solo contenía los portafolios, libros y la ropa, sino el material que Robert había guardado en la habitación de Bruce Rudow: tela metálica, gasa, bobinas de cuerda, sprays de pintura, cola, planchas de masonita, rollos de papel pintado, azulejos, linóleo y montones de revistas para hombres antiguas. Era incapaz de tirar nada de aquello. Utilizaba contenidos masculinos de un modo que yo no había visto, recortes de revistas que había conseguido en la calle Cuarenta y dos integrados en collages con líneas que, al entrecruzarse, atraían la mirada del espectador.

Yo le preguntaba por qué no hacía él las fotografías. «Oh, es demasiada complicación —respondía—. Me da pereza, y las copias saldrían demasiado caras.» Había hecho fotografías en Pratt, pero se impacientaba demasiado con el lento proceso de revelado.

Entretanto, encontrar revistas para hombres era un verdadero suplicio. Yo me quedaba buscando libros en rústica de Colin Wilson mientras Robert iba a la trastienda. Daba un poco de miedo. Parecía que estuviéramos haciendo algo malo. Los dueños de aquellos negocios eran malhumorados y, si abrías una revista precintada, tenías que comprarla.

Tales transacciones crispaban a Robert. Las revistas eran caras (valían cinco dólares cada una) y no podía estar seguro de que el contenido le sirviera. Cuando por fin elegía una, regresaba al hotel de inmediato. Quitaba el precinto de celofán con la expectación de Charlie cuando desenvolvía una tableta de chocolate con la esperanza de encontrar un boleto dorado. Robert lo comparaba con las veces que pedía las cajas sorpresa anunciadas en las contraportadas de los tebeos sin decírselo a sus padres. Estaba pendiente del correo para interceptarlas y se llevaba sus tesoros al baño, donde echaba el pestillo, abría la caja y llenaba el suelo de trucos de magia, gafas de rayos X y caballitos de mar en miniatura.

A veces tenía suerte y había varias imágenes que podía utilizar en una obra existente, o una tan buena que le inspiraba una idea completamente nueva. Pero a menudo las revistas lo decepcionaban y las arrojaba al suelo, frustrado y arrepentido de haber derrochado nuestro dinero.

A veces las imágenes que escogía me desconcertaban, como en Brooklyn, pero comprendía su proceso. Yo había utilizado recortes de revistas de moda para hacer complicados disfraces a muñecas de papel.

«Deberías hacer las fotos tú», le decía.

Se lo decía continuamente.

De vez cuando, yo hacía mis propias fotografías, pero las llevaba a revelar a un Fotomat. No sabía nada de revelado. Me hice una idea del proceso viendo trabajar a Judy Linn. Después de graduarse en artes gráficas, Judy se había dedicado a la fotografía. A veces, cuando iba a visitarla a Brooklyn, nos pasábamos el día haciendo fotografías, yo era la modelo. Nos compenetrábamos como artista y modelo, teníamos las mismas referencias visuales.

Recurríamos a todo, desde
Butterfield 8
a la
nouvelle vague.
Ella sacaba los fotogramas de nuestras películas imaginarias. Aunque yo no fumaba, me metía unos cuantos Kools de Robert en el bolsillo para conseguir una determinada imagen. Para las fotografías de nuestro Blaise Cendrars, necesitábamos un humo espeso; para las de nuestra Jeanne Moreau, una combinación negra y un cigarrillo.

Cuando le enseñaba las fotografías de Judy, a Robert le divertían mis personajes. «Patti, tú no fumas —decía, haciéndome cosquillas—. ¿Me estás robando tabaco?» Yo pensaba que se enfadaría, porque el tabaco era caro, pero, cuando volví a casa de Judy, me sorprendió dándome los dos últimos cigarrillos de su arrugado paquete.

«Sé que soy una falsa fumadora —dije—, pero no hago daño a nadie y, además, tengo que mejorar mi imagen.» Todo por Jeanne Moreau.

Robert y yo continuamos yendo a Max's, los dos solos, por la noche. Con el tiempo, adquirimos suficiente categoría para acceder a la zona vip, donde nos sentábamos en un rincón bajo una escultura fluorescente de Dan Flavin, bañados en luz roja. La portera, Dorothy Dean, había tomado simpatía a Robert y nos dejaba pasar.

Dorothy era menuda, negra e inteligentísima. Llevaba gafas de vampiresa, vestía conjuntos de chaqueta y jersey y había ido a las mejores escuelas. Montaba guardia en la entrada de la zona vip como un sacerdote abisinio que vela por el Arca de la Alianza. Nadie cruzaba la puerta a menos que ella lo autorizara. Robert respondía a su lengua mordaz y a su cáustico sentido del humor. Ella y yo manteníamos las distancias.

Yo sabía que Max's era importante para Robert. Él me apoyaba tanto con mi obra que no podía negarle aquel ritual nocturno.

Mickey Ruskin nos permitía quedarnos sentados durante horas con un café o una Coca-Cola y no pedir casi nada. Algunas noches no había nada de ambiente. Regresábamos andando al hotel, exhaustos, y Robert decía que no volveríamos más. Otras noches la animación era frenética, un oscuro cabaret impregnado de la delirante energía del Berlín de los años treinta. Estallaban ruidosas peleas entre actrices frustradas y reinonas indignadas. Parecía que todas esperaran ser recibidas por un fantasma, y ese fantasma era Andy Warhol. Yo me preguntaba si a él le importaban siquiera un poco.

Una de aquellas noches, Danny Fields se acercó y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda. Aquel sencillo gesto nos daba opción a establecernos como residentes permanentes, lo cual era un paso importante para Robert. Él reaccionó con elegancia. Se limitó a asentir con la cabeza y me condujo hasta la mesa. No dio ninguna muestra de cuánto significaba para él. Siempre he estado agradecida a Danny por el detalle que tuvo con nosotros.

Robert estaba a gusto porque al fin se encontraba donde quería. No puedo decir que yo me sintiera cómoda. Las chicas era bonitas pero crueles, quizá porque no parecía haber muchos varones interesados en ellas. Percibía que me toleraban y que Robert les atraía. Para ellas, era su objetivo, de igual modo que el círculo íntimo que ellos constituían lo era para él. Parecía que anduvieran todos tras él, hombres y mujeres, pero en esa época a Robert lo motivaba la ambición, no el sexo.

Estaba feliz de haber salvado aquel obstáculo pequeño y, no obstante, monumental. Pero yo, pese a no demostrarlo, pensaba que la mesa redonda, incluso en sus mejores momentos, estaba condenada por su propia naturaleza. Abandonada por Andy, vuelta a ocupar por nosotros, que sin duda volveríamos a abandonarla para dejar sitio a nuestros sucesores.

Miré a todas las personas de la zona vip, bañadas en luz roja como la sangre. Dan Flavin había concebido su instalación en respuesta al creciente número de víctimas mortales de la guerra de Vietnam. Ninguna de las personas que frecuentaban la zona vip iba a morir en Vietnam, pero pocas de ellas sobrevivirían a las crueles plagas de su generación.

——>>*<<——

Cuando regresaba con la colada hecha, me pareció oír la voz de Tim Hardin cantando «Black Sheep Boy». Robert había conseguido un tocadiscos a cambio de una mudanza y había puesto nuestro disco favorito. Fue una sorpresa para mí. No teníamos tocadiscos desde nuestra época en Hall Street.

Era el domingo anterior al día de Acción de Gracias. Aunque se estaba acabando el otoño, casi hacía calor. Había recogido nuestra ropa sucia, me había puesto un viejo vestido de algodón, unas medias de lana y un jersey grueso y me había ido a la Octava Avenida. Antes había preguntado a Harry si necesitaba lavar ropa, pero él había fingido horror ante la perspectiva de que tocara sus calzoncillos y me había despachado. Después de meter la ropa en la lavadora con una buena dosis de bicarbonato sódico, había ido a tomarme un café con leche a Asia de Cuba, que estaba a dos manzanas de la lavandería.

Doblé las prendas. Sonó la que llamábamos nuestra canción, «How Can You Hang On to a Dream?». Ambos éramos soñadores, pero Robert también pasaba a la acción. Yo ganaba el dinero, pero él poseía instinto y concentración. Tenía planes para sí mismo, pero también para mí. Quería que nos desarrolláramos como artistas, pero no había espacio. Todas las paredes estaban ocupadas. Él no tenía posibilidad de ejecutar las obras que concebía. Su pintura en spray era nociva para mi tos persistente. A veces subía a la azotea del Chelsea, pero ya empezaba a hacer frío y viento. Finalmente, decidió que iba a encontrar un espacio para los dos y empezó a consultar el
Village Voice y
a preguntar por ahí.

Entonces tuvo un golpe de suerte. Había un vecino, un inútil obeso con un abrigo arrugado que paseaba su bulldog francés por la calle Veintitrés. Él y su perro tenían la misma cara repleta de flácidos pliegues de piel. Lo llamábamos el Porquero. Robert se fijó en que vivía unas casas más abajo, encima del bar Oasis. Una noche se detuvo a acariciar el perro y entabló conversación con él. Le preguntó si sabía de alguna habitación libre en su edificio y el Porquero respondió que él tenía alquilada toda la segunda planta pero solo utilizaba la habitación delantera como trastero. Robert le preguntó si se la podía subarrendar. Al principio se mostró reacio, pero al perro le gustaba Robert y accedió. Se la ofreció por cien dólares mensuales a partir del primero de enero. Con un mes de fianza, podía dedicar lo que quedaba de año en vaciarla. Robert no sabía de dónde íbamos a sacar el dinero, pero selló el trato con un apretón de manos.

Me llevó a ver el espacio. Tenía ventanales con vistas a la calle Veintitrés y veíamos la Asociación de Jóvenes Cristianos y la parte superior del cartel del bar Oasis. Era lo que él necesitaba: al menos tres veces más grande que nuestra habitación, con mucha luz y una pared con un centenar de clavos.

—Podemos colgar los collares ahí —dijo.

—¿Podemos?

—Claro —respondió—. Tú también puedes trabajar aquí. Será nuestro espacio. Puedes ponerte a dibujar otra vez.

—El primer dibujo será del Porquero —dije—. Le debemos mucho. Y no te preocupes por el dinero. Lo conseguiremos.

Poco después, encontré una colección de veintiséis tomos de la obra completa de Henry James por una miseria. Estaba en perfecto estado. Conocía a un cliente de Scribner's que la querría. Las guardas de seda estaban intactas, los fotograbados parecían nuevos y las páginas no tenían manchas. Saqué cien dólares limpios. Metí los billetes de cinco dólares en un calcetín, lo até con una cinta y se lo di a Robert. Él lo abrió y dijo: «No sé cómo lo haces».

Robert dio el dinero al Porquero y empezó a vaciar la mitad delantera del loft. Había mucho trabajo. Yo pasaba al salir de Scribner's y lo encontraba hundido hasta las rodillas en los incomprensibles escombros del Porquero: tubos fluorescentes llenos de polvo, rollos de material aislante, estanterías de alimentos en conserva caducados, envases medio vacíos de detergentes sin etiquetas, bolsas de aspiradora, rollos de persianas rotas, cajas enmohecidas de impresos de Hacienda de hacía décadas y sucios fardos de revistas
National Geographic
atados con un cordel rojo y blanco que aproveché para trenzar pulseras.

Robert vació, limpió y pintó el espacio. Pedimos cubos al hotel, los llenamos de agua y los llevamos allí. Cuando terminamos, nos quedamos callados, imaginando las posibilidades que tenía. Jamás habíamos disfrutado de tanta luz. Incluso después de que Robert limpiara y pintara de negro la mitad de los ventanales, la luz seguía entrando a raudales. Encontramos un colchón, mesas de trabajo y sillas en la basura. Fregué el suelo con agua de eucalipto hervida en el hornillo eléctrico.

Lo primero que Robert llevó del Chelsea fueron nuestros portafolios.

Las cosas estaban mejorando en Max's. Dejé de ser tan crítica y me relajé. No sé cómo, pero me aceptaron, aunque nunca encajé del todo. Se acercaban las navidades y reinaba una melancolía generalizada, como si todo el mundo recordara al mismo tiempo que no tenía adonde ir.

Incluso allí, en el territorio de las supuestas reinonas, Wayne County, Holly Woodlawn, Candy Darling y Jackie Curtís no se podían clasificar tan a la ligera. Eran artistas de performance, actrices y cómicas. Wayne era ingeniosa; Candy, guapa, y Holly, teatral, pero yo apostaba por Jackie Curtis. En mi opinión, era la que poseía más potencial. Conseguía desviar una conversación solo para soltar una de las frases lapidarias de Bette Davis. Y sabía cómo llevar un vestido barato. Con tanto maquillaje, era la versión setentera de una aspirante a estrella de los años treinta. Purpurina en los párpados. Purpurina en el cabello. Colorete con purpurina. Yo detestaba la purpurina y sentarme con Jackie significaba irme a casa embadurnada de ella.

Poco antes de la Navidad, Jackie parecía afligida. Le pedí una «bola de nieve», un manjar codiciado e inasequible. Era un enorme pedazo de tarta de chocolate rellena de helado de vainilla y cubierta de tiras de coco. Ella se la comió mientras el helado se manchaba con la purpurina de sus lágrimas. Candy Darling se sentó a su lado y la consoló con su voz tranquilizante mientras metía la uña pintada en su plato.

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